/ domingo 7 de agosto de 2022

Aquí Querétaro | Mi primo Manolo

Aquel día, convertido en noche en las profundidades de la mina de carbón, Manolo no pudo evitar el derrumbe; trabajaba en ese momento junto a un compañero de infortunio, cuando los escombros cayeron irremediablemente sobre ellos. Fue entonces cuando sucedió el milagro, para Manolo únicamente: Inmovilizado y ciego de tierra y carbón, sintió junto a su mano derecha un cincel de trabajo y éste le salvó la vida, pues con él se ayudó a remover todo lo que tenía encima hasta poder respirar, y más tarde, ser rescatado por sus compañeros.

Conocí a Manolo, mi primo, algunos años después de ese incidente, en Gijón, donde vivía, y donde seguía trabajando en la mina “La Camocha”, seguramente la más importante de las varias que extraen carbón en los ricos yacimientos del norte español. Era un hombre aún joven, alto y extremadamente serio, pero, como sus hermanos, con una impresionante nobleza de espíritu. Me trató entonces, cuando la década de los ochenta del pasado siglo iniciaba, con especial cariño, y me abrió las puertas de su pequeño departamento (piso le llaman allá), que compartía con su mujer y sus dos hijas en el corazón de aquella ciudad asturiana.

De entre todos los momentos que viví con Manolo, algunos en el bar de la esquina, rescato de la memoria aquella oportunidad que encontró, al verme aparecer por la puerta, de abrir al fin la botella de tequilla que dos años antes le había regalado y que él era incapaz de aventurarse a darle un trago.

Manolo murió joven, luego de algunos años de estar pensionado con los primeros efectos de la neumoconiosis, la enfermedad lenta, inequívoca y fiel que acecha a los mineros del carbón. Murió joven, pero no tanto como cuando la tierra se lo tragó por los largos minutos que tardó en encontrar el venturoso cincel de las cercanías de su mano derecha. Murió y se convirtió en una estadística más de ese infortunado trabajo que obliga a tantos a arriesgar la vida para, curiosamente, mantenerla.

¿Cómo no recordar a Manolo, a su trato amable y su corazón bondadoso, ahora que llegan las noticias del accidente en el pozo de carbón de Coahuila? Para mí no puede ser de otra manera; no podría eludir su imagen, guardada en algún rincón del alma, ni evitar ponerle su rostro a esos seres humanos que, cada vez con menor esperanza, tratan de rescatar de las profundidades de la tierra.

Aquel día, convertido en noche en las profundidades de la mina de carbón, Manolo no pudo evitar el derrumbe; trabajaba en ese momento junto a un compañero de infortunio, cuando los escombros cayeron irremediablemente sobre ellos. Fue entonces cuando sucedió el milagro, para Manolo únicamente: Inmovilizado y ciego de tierra y carbón, sintió junto a su mano derecha un cincel de trabajo y éste le salvó la vida, pues con él se ayudó a remover todo lo que tenía encima hasta poder respirar, y más tarde, ser rescatado por sus compañeros.

Conocí a Manolo, mi primo, algunos años después de ese incidente, en Gijón, donde vivía, y donde seguía trabajando en la mina “La Camocha”, seguramente la más importante de las varias que extraen carbón en los ricos yacimientos del norte español. Era un hombre aún joven, alto y extremadamente serio, pero, como sus hermanos, con una impresionante nobleza de espíritu. Me trató entonces, cuando la década de los ochenta del pasado siglo iniciaba, con especial cariño, y me abrió las puertas de su pequeño departamento (piso le llaman allá), que compartía con su mujer y sus dos hijas en el corazón de aquella ciudad asturiana.

De entre todos los momentos que viví con Manolo, algunos en el bar de la esquina, rescato de la memoria aquella oportunidad que encontró, al verme aparecer por la puerta, de abrir al fin la botella de tequilla que dos años antes le había regalado y que él era incapaz de aventurarse a darle un trago.

Manolo murió joven, luego de algunos años de estar pensionado con los primeros efectos de la neumoconiosis, la enfermedad lenta, inequívoca y fiel que acecha a los mineros del carbón. Murió joven, pero no tanto como cuando la tierra se lo tragó por los largos minutos que tardó en encontrar el venturoso cincel de las cercanías de su mano derecha. Murió y se convirtió en una estadística más de ese infortunado trabajo que obliga a tantos a arriesgar la vida para, curiosamente, mantenerla.

¿Cómo no recordar a Manolo, a su trato amable y su corazón bondadoso, ahora que llegan las noticias del accidente en el pozo de carbón de Coahuila? Para mí no puede ser de otra manera; no podría eludir su imagen, guardada en algún rincón del alma, ni evitar ponerle su rostro a esos seres humanos que, cada vez con menor esperanza, tratan de rescatar de las profundidades de la tierra.