/ domingo 1 de octubre de 2023

Aquí Querétaro | Orión 5


Se llamaba “Orión 5”. O así le decían.

El amigo de un amigo se disponía, mientras imaginaba ya la figura en piedra de Conín, a salir de aquella metrópoli inmensa y gris que es la Ciudad de México. Circulando por la lateral del Periférico buscaba con la mirada la entrada al famoso segundo piso de esa vía, con la ilusión de que pronto pudiese dejar atrás el edificio que ahora se levanta en lo que fue el Toreo de Cuatro Caminos, y las torres que Luis Barragán edificó en Satélite.

De pronto, al lado de un tráiler detenido sin remedio, dos uniformados miraban con la agilidad de un águila las características más particulares de los vehículos que, pesadamente, por ahí circulaban. Uno de ellos señaló con el índice al amigo de mi amigo y le marcó apenas, casi con indiferencia, que se detuviera delante del pesado camión. Tan desdeñosa fue la indicación que ese amigo de mi amigo dudó de la orden, pero por si acaso, se detuvo, apenas unos metros más adelante.

Más pronto que tarde el uniformado se posesionó del exterior de la ventanilla del vehículo y espetó, amenazante: “No trae el engomado”. Y luego, con dureza y exigencia en la voz, ordenó: “Licencia de manejo y tarjeta de circulación”.

Lo demás fue una negociación dura, cruel, sin pizca de piedad ni comprensión, como aquellas que entablan los secuestradores con sus víctimas, o los cobradores de piso a los comerciantes. Aquí, al menos, se ausentaron las palabras altisonantes, aunque la amenaza de fondo era la misma.

Y esa amenaza consistía, en principio, en que el ya aturdido para entonces amigo de mi amigo, tendría que pagar una multa de tres mil quinientos pesos. La solicitud de ayuda tuvo como respuesta que la única posibilidad de que eso no sucediera era que el agente, que no llevaba ninguna placa de identificación en su camisa, cobrara directamente y ahí mismo el monto total y se ahorraran los gastos adicionales, el tiempo y las molestias consecuentes.

Ante la bondadosa propuesta del policía, el amigo de mi amigo, entre sudores y espantos, le dijo que no tenía esa cantidad encima. “Aquí está el cajero”, contestó el servidor público, señalando una sucursal de Banamex, que había aparecido de pronto justo al lado.

Después vinieron, en cascada y apoyados en un aparato que el protector de la ley sostenía en las manos y que consultaba como si fuera una computadora, las amenazas vedadas: La tarjeta de circulación no era del todo válida porque ya no las extendían permanentes, como esa; había adeudos atrasados como desde el 2012, la fecha de fabricación del vehículo; sus superiores ya estaban enterados del caso y él tendría que informarles sobre el tema… “No, no lo vas a poder sacar del corralón” (ya para entonces le hablaba de tú al amigo de mi amigo), sentenció en algún momento y al interlocutor se le esfumó, como entre niebla, la estatua de Conín para siempre.

Dos mil pesos fue la última posibilidad que le dio el uniformado. Eso o la grúa y el infierno.

El amigo de mi amigo bajó del vehículo y se dirigió a Banamex con apenas tres pasos. Regresó con cuatro billetes de quinientos pesos que el cajero le expulsó con dolorosa facilidad. “¿Ya?”, le preguntó el policía, recargado junto a su compañero en la defensa frontal del tráiler. Con la respuesta afirmativa, le hizo la seña de que fuera hasta ellos. Ahí el otro policía colocó una hoja enmicada entre ambos bandos para ocultar de cualquier cámara indiscreta la transacción.

Cuando el amigo de mi amigo inició el camino rumbo a su coche, el policía llamó su atención, apenas para decirle: “Si te detienen más adelante, les dices que ya te detuvo Orión 5”.

Cuando, horas más tarde, pasó junto a la sombra de Conín y agradeció sentirse en casa, el amigo de mi amigo pensó que en este país las bandas criminales siempre son autoridad, porten o no uniforme.

Le decían “Orión 5”. O acaso así se llamaba.



Se llamaba “Orión 5”. O así le decían.

El amigo de un amigo se disponía, mientras imaginaba ya la figura en piedra de Conín, a salir de aquella metrópoli inmensa y gris que es la Ciudad de México. Circulando por la lateral del Periférico buscaba con la mirada la entrada al famoso segundo piso de esa vía, con la ilusión de que pronto pudiese dejar atrás el edificio que ahora se levanta en lo que fue el Toreo de Cuatro Caminos, y las torres que Luis Barragán edificó en Satélite.

De pronto, al lado de un tráiler detenido sin remedio, dos uniformados miraban con la agilidad de un águila las características más particulares de los vehículos que, pesadamente, por ahí circulaban. Uno de ellos señaló con el índice al amigo de mi amigo y le marcó apenas, casi con indiferencia, que se detuviera delante del pesado camión. Tan desdeñosa fue la indicación que ese amigo de mi amigo dudó de la orden, pero por si acaso, se detuvo, apenas unos metros más adelante.

Más pronto que tarde el uniformado se posesionó del exterior de la ventanilla del vehículo y espetó, amenazante: “No trae el engomado”. Y luego, con dureza y exigencia en la voz, ordenó: “Licencia de manejo y tarjeta de circulación”.

Lo demás fue una negociación dura, cruel, sin pizca de piedad ni comprensión, como aquellas que entablan los secuestradores con sus víctimas, o los cobradores de piso a los comerciantes. Aquí, al menos, se ausentaron las palabras altisonantes, aunque la amenaza de fondo era la misma.

Y esa amenaza consistía, en principio, en que el ya aturdido para entonces amigo de mi amigo, tendría que pagar una multa de tres mil quinientos pesos. La solicitud de ayuda tuvo como respuesta que la única posibilidad de que eso no sucediera era que el agente, que no llevaba ninguna placa de identificación en su camisa, cobrara directamente y ahí mismo el monto total y se ahorraran los gastos adicionales, el tiempo y las molestias consecuentes.

Ante la bondadosa propuesta del policía, el amigo de mi amigo, entre sudores y espantos, le dijo que no tenía esa cantidad encima. “Aquí está el cajero”, contestó el servidor público, señalando una sucursal de Banamex, que había aparecido de pronto justo al lado.

Después vinieron, en cascada y apoyados en un aparato que el protector de la ley sostenía en las manos y que consultaba como si fuera una computadora, las amenazas vedadas: La tarjeta de circulación no era del todo válida porque ya no las extendían permanentes, como esa; había adeudos atrasados como desde el 2012, la fecha de fabricación del vehículo; sus superiores ya estaban enterados del caso y él tendría que informarles sobre el tema… “No, no lo vas a poder sacar del corralón” (ya para entonces le hablaba de tú al amigo de mi amigo), sentenció en algún momento y al interlocutor se le esfumó, como entre niebla, la estatua de Conín para siempre.

Dos mil pesos fue la última posibilidad que le dio el uniformado. Eso o la grúa y el infierno.

El amigo de mi amigo bajó del vehículo y se dirigió a Banamex con apenas tres pasos. Regresó con cuatro billetes de quinientos pesos que el cajero le expulsó con dolorosa facilidad. “¿Ya?”, le preguntó el policía, recargado junto a su compañero en la defensa frontal del tráiler. Con la respuesta afirmativa, le hizo la seña de que fuera hasta ellos. Ahí el otro policía colocó una hoja enmicada entre ambos bandos para ocultar de cualquier cámara indiscreta la transacción.

Cuando el amigo de mi amigo inició el camino rumbo a su coche, el policía llamó su atención, apenas para decirle: “Si te detienen más adelante, les dices que ya te detuvo Orión 5”.

Cuando, horas más tarde, pasó junto a la sombra de Conín y agradeció sentirse en casa, el amigo de mi amigo pensó que en este país las bandas criminales siempre son autoridad, porten o no uniforme.

Le decían “Orión 5”. O acaso así se llamaba.