No son los altares de muertos, ni las ofrendas, ni las calaveras literarias, ni la flor de cempasúchil, lo que yo recuerdo en estas fechas; mucho menos los disfraces de bruja, los dulces, las calabazas y el pan tradicional. Lo que realmente recuerdo es aquella simple, sencilla, cruz de madera con un nombre pintado en blanco que coronaba un pequeño montículo de tierra en el panteón municipal. Es aquella cruz que visitaba, de la mano de mi madre, cada año por estas fechas, a cuyo pie ella colocaba un manojo de flores y rezaba en silencio.
El abuelo Francisco -Nico le decían en su tierra lejana- vino a morir aquí, quién sabe de qué, ya con más de noventa años, seis de los cuales permaneció casi permanentemente en cama y sin una pierna, amputada por culpa de la gangrena.
Nunca supe el porqué de aquella su temeridad de cruzar el océano, siendo ya mayor, en busca de una mejor vida, ni los pormenores de su existencia anterior a aquella larguísima postración, ni los detalles que dieron origen a la muerte del tejido de su pie, ni por qué jamás tuvo una lápida de mármol en lugar de aquella sencilla cruz de madera en su sepultura.
Nunca tuve respuesta al porqué de su negativa eterna a utilizar una pierna de palo, resguardada en un rincón del armario por siempre, ni curiosidad por descubrir los motivos que le obligaban a mantener sobre la cabeza, calada casi hasta las cejas, una negra boina; ni reparé demasiado en la punta amarillenta de aquellos sus dedos expertos en manejar los Delicados sin filtro.
Mi espíritu infantil apenas se conformó con aquellos momentos compartidos de juego inocente a la vera de su cama, de aquellos espadazos con palos de escoba, de aquellas tardes de domingo en que colocaban el televisor, blanco y negro, a la puerta de su habitación para ver la corrida; de aquel impulso que la piecera de su cama le daba a mis rústicos patines de ruedas metálicas, de los cuentos “de moces” que solía contarme como una confidencia, de aquella su voz que escuchaba de pronto a la distancia: “¿Ya comió miu jillu?”.
Con el paso de los años le he dado algunas respuestas a las preguntas que permanecieron desde entonces en mi interior. El abuelo Francisco cruzó el océano como si fuera un jovencito tratando de encontrar un camino perdido a fuerza de penurias que opacaron su siempre fresco sentido del humor y su facilidad para imitar voces y seducir “moces”; despreció el artilugio de una pierna postiza que le obligaba, lejos de olvidar, a tener siempre presente su pérdida; y conservaba aquella boina negra a manera de emblema, de insignia, de lo que fue, y de la esperanza que aún habitaba en sus entrañas.
También he desentrañado, desde hace tiempo, la razón de aquella elemental y discreta cruz de madera con su nombre pintado, pero me he convencido también de que más allá de ello, esa cruz estaba ahí para que yo, a cerca de seis décadas de distancia, la recordara.