/ viernes 15 de octubre de 2021

Contraluz | Montaigne


Como nunca en los últimos tiempos México vive espacios de polarización, individualismo, radicalismo, narcisismo, desánimo, violencia, desempleo, estridencia verbal, palabrería fútil, encono, persecuciones y confusión.

El campo político en especial, pero también el social, el cultural y otros sufren tiempos ya no solo nublados, sino de sombras y negruras en los que el diálogo y el debate racional y humanista no parecen ser la aspiración sincera que se pregona.

En muchos casos la justicia se resuelve en impunidad; la atención a los infantes se adelgaza, y se esconde especialmente para los más vulnerables ya por falta de medicamentos, ya por cierre de guarderías, ya por presuntas austeridades incomprensibles; el humanismo es frecuentemente sólo retórica que se consume en dictados feudales estridentes y contradictorios; una especie de devoción sectaria -de secta- parece autocomplacerse en vilezas que se acunan en la consigna de no pensar; se estigmatiza a empresarios; se persigue a científicos e investigadores; se ofende y rechaza a intelectuales y pensadores… Cuestiones e instituciones que quizá reclamen justa corrección, son derruidas. Todo en nombre de la lucha contra la corrupción y… del pueblo.

Pero vale preguntar qué es hoy el pueblo, o quién es hoy el pueblo, cuando se ha dejado de hablar en la tribuna pública de comunidad, de solidaridad, de civilidad.

En la historia hay lecciones y personajes que algo nos han enseñado y bien vale la pena recordarlos y estudiarlos para conocer su pensamiento y sus propuestas muchas de las cuales dejaron por herencia lecciones que aún hoy en día son vigentes y aleccionadoras.

En esa tesitura vale recordar hoy a Michel de Montaigne y sus “Ensayos” escritos de 1571 en adelante.

Michel de Montaigne, fue un célebre escritor francés, humanista y escéptico, quien es considerado uno de los pensadores de mayor influencia en la historia gracias a sus “Ensayos”, espejo de su fe inquebrantable en la verdad y en la libertad.

Aunque nació en Burdeos, Francia en 1533 la vigencia de su larga disertación escrita ha llegado hasta nuestro tiempo como inmarcesible lección de sabiduría.

En este mundo polarizado, dogmático, donde los discursos de odio permean tribunas, audiencias, y hoy han saturado las inefables redes sociales, resulta una bendición recordar al humanista que sabía dudar y encontraba en ello un valor moral “quiero, escribió, que se me vea en mi forma simple, natural y ordinaria, sin contención ni artificio, pues yo soy el objeto de mi libro”.

Así, fue crítico agudo y puntual de la cultura, la ciencia y la religión de su época, llegando a proponer la propia idea de certeza como algo innecesario.

Admirador de los clásicos, entre ellos, Lucrecio, Virgilio, Séneca, Plutarco y Sócrates, fue un humanista que tomó al hombre, y en particular a él mismo, como objeto de estudio en su principal trabajo, los Ensayos (Essais) iniciados en 1571 a la edad de 38 años.

Dudoso y escéptico, solo creyó firmemente en la verdad y en la libertad.

Fue un crítico agudo de la cultura, la ciencia y la religión de su época, hasta el punto en que llegó a considerar la propia idea de certeza como algo innecesario. Su influjo fue colosal en la literatura francesa, occidental y mundial, como pensador y creador del género conocido como ensayo.

Dícese de él que no escribió un “tratado” o unos “principios”, “no sentó cátedra”, ni se propuso como “detentador de la verdad”; tampoco persiguió certezas absolutas, ni se proclamó iluminado non plus ultra; simplemente se expresó tal cual pensaba y era, poniendo en entredicho algunos dogmas de su tiempo. Para él la duda tenía, tiene, un valor moral por lo que no expone verdades absolutas; prefiere manifestarse sincero, pensante y escéptico dejando abiertas las puertas para posteriores luces, ajenas al individualismo, al dogmatismo, al fanatismo, a las guerras, y a los tristes avatares a los que conducen.

La búsqueda de Montaigne es llegar, mediante la razón y el conocimiento, a eliminar toda actitud narcisista y presuntuosa de nuestra especie, y habitarla de prudencia y tranquilidad. Con individuos que valoren con mesura y templanza los bienes del espíritu, pero también los placeres mundanos y corporales, evitando vicios y excesos. En ello, propone Montaigne, descansa la sabiduría. Montaigne debate, dialoga, cuestiona y critica; media en cuestiones conflictivas en su tiempo como las guerras de religión. Siendo católico, reconoce ya entonces –Siglo XVI- aspectos positivos en los protestantes.

Su propuesta era la armonía, lo que le valió tanto amistades como enemigos.

"Que sais-je?” -¿Yo qué sé?- fue su lema. Escéptico ante las “verdades” inconmovibles; y tolerante ante opiniones o posturas diferentes a las suyas cuyo principal objetivo era conocerse a sí mismo y guiarse por la templanza, la amistad, el conocimiento y la libertad. Su biografía nos dice que Michel Eyquem, señor de Montaigne; nació en el seno de una familia de comerciantes que accedió a la nobleza gracias a la compra de la tierra de Montaigne en 1477. Vio la luz el 28 de febrero de 1533 en el Castillo San Miguel de Montaigne.

Calificado como “el más clásico de los modernos y el más moderno de los clásicos” fue educado en latín y posteriormente ingresó a la escuela de Guyena –hoy, Aquitania- donde estudió poesía latina y griega.

Después estudió derecho en la Universidad de Tolosa.

Fue a partir de 1554 consejero en La Cour des Aides de Périgueux, sustituyendo a su padre, y cuando ésta se disolvió, pasó a formar parte del Parlamento de Burdeos. Allí conoció a su gran amigo, el poeta y humanista Étienne de La Boétie. En 1565 se casó con Françoise de La Chassagne, y tres años después murió su padre, heredando la propiedad y el título de señor de Montaigne.

El 28 de febrero de 1571 pudo cumplir su deseo de retirarse a sus propiedades para dedicarse al estudio y la meditación, y emprendió, al cabo de un año, la redacción de los Ensayos.

Su retiro se complicó al tener qué atender cuestiones políticas y de religión y posteriormente, en 1581 fue electo alcalde de Burdeos, siendo reelegido en 1583. En ese tiempo alternó sus funciones municipales con la tarea de intermediario político entre la ciudad y el rey, y actuó como mediador en las intrigas de la Liga, lo que le valió el favor de Enrique de Navarra.

Fue ésta su última misión política antes de consagrarse únicamente a su obra, que reanudó a partir de 1586. Aunque pueden discutirse algunos puntos de vista, en ella, señalan sus biógrafos, se advierte la progresiva evolución de Montaigne hacia una mayor introspección convierte la versión definitiva de los Ensayos en un libro de confesiones en que el autor, profesando un escepticismo moderado, se revela a sí mismo y muestra su curiosidad por todos los aspectos del alma humana, desde el detalle más ínfimo hasta elevadas cuestiones de religión, filosofía o política. Su perspectiva racional y relativista le permite enfrentarse a toda clase de dogmatismos y superarlos, y abre la puerta a una nueva concepción secularizada y crítica de la historia y la cultura, capaz de integrar los nuevos descubrimientos de su tiempo, como los pueblos del Nuevo Mundo.



Como nunca en los últimos tiempos México vive espacios de polarización, individualismo, radicalismo, narcisismo, desánimo, violencia, desempleo, estridencia verbal, palabrería fútil, encono, persecuciones y confusión.

El campo político en especial, pero también el social, el cultural y otros sufren tiempos ya no solo nublados, sino de sombras y negruras en los que el diálogo y el debate racional y humanista no parecen ser la aspiración sincera que se pregona.

En muchos casos la justicia se resuelve en impunidad; la atención a los infantes se adelgaza, y se esconde especialmente para los más vulnerables ya por falta de medicamentos, ya por cierre de guarderías, ya por presuntas austeridades incomprensibles; el humanismo es frecuentemente sólo retórica que se consume en dictados feudales estridentes y contradictorios; una especie de devoción sectaria -de secta- parece autocomplacerse en vilezas que se acunan en la consigna de no pensar; se estigmatiza a empresarios; se persigue a científicos e investigadores; se ofende y rechaza a intelectuales y pensadores… Cuestiones e instituciones que quizá reclamen justa corrección, son derruidas. Todo en nombre de la lucha contra la corrupción y… del pueblo.

Pero vale preguntar qué es hoy el pueblo, o quién es hoy el pueblo, cuando se ha dejado de hablar en la tribuna pública de comunidad, de solidaridad, de civilidad.

En la historia hay lecciones y personajes que algo nos han enseñado y bien vale la pena recordarlos y estudiarlos para conocer su pensamiento y sus propuestas muchas de las cuales dejaron por herencia lecciones que aún hoy en día son vigentes y aleccionadoras.

En esa tesitura vale recordar hoy a Michel de Montaigne y sus “Ensayos” escritos de 1571 en adelante.

Michel de Montaigne, fue un célebre escritor francés, humanista y escéptico, quien es considerado uno de los pensadores de mayor influencia en la historia gracias a sus “Ensayos”, espejo de su fe inquebrantable en la verdad y en la libertad.

Aunque nació en Burdeos, Francia en 1533 la vigencia de su larga disertación escrita ha llegado hasta nuestro tiempo como inmarcesible lección de sabiduría.

En este mundo polarizado, dogmático, donde los discursos de odio permean tribunas, audiencias, y hoy han saturado las inefables redes sociales, resulta una bendición recordar al humanista que sabía dudar y encontraba en ello un valor moral “quiero, escribió, que se me vea en mi forma simple, natural y ordinaria, sin contención ni artificio, pues yo soy el objeto de mi libro”.

Así, fue crítico agudo y puntual de la cultura, la ciencia y la religión de su época, llegando a proponer la propia idea de certeza como algo innecesario.

Admirador de los clásicos, entre ellos, Lucrecio, Virgilio, Séneca, Plutarco y Sócrates, fue un humanista que tomó al hombre, y en particular a él mismo, como objeto de estudio en su principal trabajo, los Ensayos (Essais) iniciados en 1571 a la edad de 38 años.

Dudoso y escéptico, solo creyó firmemente en la verdad y en la libertad.

Fue un crítico agudo de la cultura, la ciencia y la religión de su época, hasta el punto en que llegó a considerar la propia idea de certeza como algo innecesario. Su influjo fue colosal en la literatura francesa, occidental y mundial, como pensador y creador del género conocido como ensayo.

Dícese de él que no escribió un “tratado” o unos “principios”, “no sentó cátedra”, ni se propuso como “detentador de la verdad”; tampoco persiguió certezas absolutas, ni se proclamó iluminado non plus ultra; simplemente se expresó tal cual pensaba y era, poniendo en entredicho algunos dogmas de su tiempo. Para él la duda tenía, tiene, un valor moral por lo que no expone verdades absolutas; prefiere manifestarse sincero, pensante y escéptico dejando abiertas las puertas para posteriores luces, ajenas al individualismo, al dogmatismo, al fanatismo, a las guerras, y a los tristes avatares a los que conducen.

La búsqueda de Montaigne es llegar, mediante la razón y el conocimiento, a eliminar toda actitud narcisista y presuntuosa de nuestra especie, y habitarla de prudencia y tranquilidad. Con individuos que valoren con mesura y templanza los bienes del espíritu, pero también los placeres mundanos y corporales, evitando vicios y excesos. En ello, propone Montaigne, descansa la sabiduría. Montaigne debate, dialoga, cuestiona y critica; media en cuestiones conflictivas en su tiempo como las guerras de religión. Siendo católico, reconoce ya entonces –Siglo XVI- aspectos positivos en los protestantes.

Su propuesta era la armonía, lo que le valió tanto amistades como enemigos.

"Que sais-je?” -¿Yo qué sé?- fue su lema. Escéptico ante las “verdades” inconmovibles; y tolerante ante opiniones o posturas diferentes a las suyas cuyo principal objetivo era conocerse a sí mismo y guiarse por la templanza, la amistad, el conocimiento y la libertad. Su biografía nos dice que Michel Eyquem, señor de Montaigne; nació en el seno de una familia de comerciantes que accedió a la nobleza gracias a la compra de la tierra de Montaigne en 1477. Vio la luz el 28 de febrero de 1533 en el Castillo San Miguel de Montaigne.

Calificado como “el más clásico de los modernos y el más moderno de los clásicos” fue educado en latín y posteriormente ingresó a la escuela de Guyena –hoy, Aquitania- donde estudió poesía latina y griega.

Después estudió derecho en la Universidad de Tolosa.

Fue a partir de 1554 consejero en La Cour des Aides de Périgueux, sustituyendo a su padre, y cuando ésta se disolvió, pasó a formar parte del Parlamento de Burdeos. Allí conoció a su gran amigo, el poeta y humanista Étienne de La Boétie. En 1565 se casó con Françoise de La Chassagne, y tres años después murió su padre, heredando la propiedad y el título de señor de Montaigne.

El 28 de febrero de 1571 pudo cumplir su deseo de retirarse a sus propiedades para dedicarse al estudio y la meditación, y emprendió, al cabo de un año, la redacción de los Ensayos.

Su retiro se complicó al tener qué atender cuestiones políticas y de religión y posteriormente, en 1581 fue electo alcalde de Burdeos, siendo reelegido en 1583. En ese tiempo alternó sus funciones municipales con la tarea de intermediario político entre la ciudad y el rey, y actuó como mediador en las intrigas de la Liga, lo que le valió el favor de Enrique de Navarra.

Fue ésta su última misión política antes de consagrarse únicamente a su obra, que reanudó a partir de 1586. Aunque pueden discutirse algunos puntos de vista, en ella, señalan sus biógrafos, se advierte la progresiva evolución de Montaigne hacia una mayor introspección convierte la versión definitiva de los Ensayos en un libro de confesiones en que el autor, profesando un escepticismo moderado, se revela a sí mismo y muestra su curiosidad por todos los aspectos del alma humana, desde el detalle más ínfimo hasta elevadas cuestiones de religión, filosofía o política. Su perspectiva racional y relativista le permite enfrentarse a toda clase de dogmatismos y superarlos, y abre la puerta a una nueva concepción secularizada y crítica de la historia y la cultura, capaz de integrar los nuevos descubrimientos de su tiempo, como los pueblos del Nuevo Mundo.