/ miércoles 23 de diciembre de 2020

Contraluz|Pandemia y Tradición

Desde el fondo de la calle –en el remoto punto donde ésta se incrustaba en las tinieblas- brotó un clamor de coros infantiles. Un resplandor rojo, fantástico, y movible rompió la noche. Incendio vacilante de hachones y de lámparas que parecían desprenderse del horizonte, tal y como si el crepúsculo hubiera retornado en titubeos para echarse a caminar en las aceras…

Eran en realidad los “carros” de la Navidad queretana. Carros auténticos tirados por mulas cuajadas de cascabeles y adornos, revestidas de pintorescas gualdrapas; carros de altas ruedas con llantas de hierro, de largos ejes de madera basta; carros traídos de las antiguas haciendas donde sirvieran desde tiempo inmemorial para las recolecciones. Y sobre sus lomos de macizos tablones, un despliegue de rica imaginación y honda frescura: la Biblia entera hecha carne y paisaje, reconstruidas sus escenas con humildes materiales y voces de niños…

Así iniciaba Carlos Septién García su narración del paso de los Carros Bíblicos la noche del 24 de diciembre de 1942. Eran días en que retornaba a su casa, a su ciudad, y se detenía en cada calle, ante cada templo o edificio, a respirar su esencia y su color, visitando a familiares y amigos en festivo ejercicio de paz.

Lo recordaba y lo releía hoy en que esta noche no habrá Cabalgata, ni mañana los Carros Bíblicos ideados por José María Sotelo hace 194 años.

Lejano patrimonio heredado en tiempos idos, este año, como en algún otro paréntesis de la década de los años 30, la inocente frescura de los carros no inundará calles y plazas, con sus arreos de fiesta, mecheros, cohetes, mojigangas, tríos y cuartetos de viento, y suaves cantos infantiles decimonónicos.

En este año la peste se ha prolongado mucho más que en otras ocasiones, especialmente la de hace poco más de un siglo, en que hubieron de tomarse muchas providencias.

Hoy ha de reconocerse también, en queda serenidad que la vieja tradición ha decaído. El empedrado de las calles ha sido sustituido; las mulas y caballos heráldicos lujosamente enjaezados ya no existen, ahora los carros son tirados por tractores; ya no son maderas, cartón y telas burdas de costal profusamente coloreadas, los materiales convertidos en lujosos paisajes, paraísos, murallas y palacios. Los niños cantores, participantes, se han reducido y las minúsculas bandas de viento que acompañan sus cantos, difícilmente se completan.

La realidad, signo de tiempos de crecimiento y luz de modernidad, echa también sombra mayor sobre el gozo de la fiesta sencilla que sacudía materia y espíritu popular con dulces y música, aguinaldos y canto.

Pero vale anotar que con el tiempo, quizá hemos heredado una cierta forma de nostalgia que rebrota en entreluz en muchos jóvenes de hoy que sin renunciar al imponente desarrollo de nuestros días, vuelven la vista a senderos ya andados; a destellos coloridos que, sospechan, también podrían ser partes de un todo integral que casi hemos desarmado en afanes de cambio y transformación excluyente.

Para celebrar el presente y decantar todas sus luces no está de más aprender un poco de los gozos del pasado, así fueran simples e ingenuos.

Confieso que de niño esperaba con ansia los días en que cerrarían la calle de mi casa –el callejón de Guillermo Prieto- para llenarlo de carretas, de martillazos y de voces mientras iban emergiendo las formas y colores de los “carros bíblicos” que desfilarían en vísperas de Navidad. Y escuchar después en viejo bodegón -que hoy es local de los Cómicos de la Legua- las voces infantiles ensayando los cantos que escucharía después con plenitud en la festiva celebración.

Y después la emoción del día 24 en que por la tarde confluían de todas las retorcidas calles de la entonces pequeña ciudad, multitudes prestas a admirar el paso de los carros ya enfilados frente a La Congregación, mientras en la placita donde hoy está la estatua de don Juan Caballero y Osio, los caballos y mulas, debidamente ornamentados, eran apacentados por caballerangos y labriegos.

Con ropa de fiesta, los mayores nos tomaban de la mano para dirigirnos al mejor lugar posible para ver los “carros” y lanzar, tras las representaciones debidas, los aguinaldos a los niños y niñas que cantaban acompañados por los músicos -clarinetes, trompetas y tubas- los misterios de la alianza entre Dios y el hombre: La Expulsión del Paraíso; La Escala de Jacob, El Becerro de Oro, El Voto de Jefté, Judit y Holofernes, El Festín de Baltazar; Ciudad de Sión, La Posada, El Anuncio a los Pastores, El Portal de Belén.

Hoy y mañana, espero, las calles estarán semivacías. La fiesta tradicional habrá dado paso a las celebraciones familiares restringidas y reflexivas.

Será quizá, tiempo de claridad para reconocer con humildad nuestra finitud; para abatir arrogancias; para celebrar la familia; para valorar el bien de la salud; para asumir la responsabilidad por nosotros mismos; para revalorar el verdadero sentido del amor y la amistad que pasa necesariamente por la palabra hecha Verbo: Redención.

Desde el fondo de la calle –en el remoto punto donde ésta se incrustaba en las tinieblas- brotó un clamor de coros infantiles. Un resplandor rojo, fantástico, y movible rompió la noche. Incendio vacilante de hachones y de lámparas que parecían desprenderse del horizonte, tal y como si el crepúsculo hubiera retornado en titubeos para echarse a caminar en las aceras…

Eran en realidad los “carros” de la Navidad queretana. Carros auténticos tirados por mulas cuajadas de cascabeles y adornos, revestidas de pintorescas gualdrapas; carros de altas ruedas con llantas de hierro, de largos ejes de madera basta; carros traídos de las antiguas haciendas donde sirvieran desde tiempo inmemorial para las recolecciones. Y sobre sus lomos de macizos tablones, un despliegue de rica imaginación y honda frescura: la Biblia entera hecha carne y paisaje, reconstruidas sus escenas con humildes materiales y voces de niños…

Así iniciaba Carlos Septién García su narración del paso de los Carros Bíblicos la noche del 24 de diciembre de 1942. Eran días en que retornaba a su casa, a su ciudad, y se detenía en cada calle, ante cada templo o edificio, a respirar su esencia y su color, visitando a familiares y amigos en festivo ejercicio de paz.

Lo recordaba y lo releía hoy en que esta noche no habrá Cabalgata, ni mañana los Carros Bíblicos ideados por José María Sotelo hace 194 años.

Lejano patrimonio heredado en tiempos idos, este año, como en algún otro paréntesis de la década de los años 30, la inocente frescura de los carros no inundará calles y plazas, con sus arreos de fiesta, mecheros, cohetes, mojigangas, tríos y cuartetos de viento, y suaves cantos infantiles decimonónicos.

En este año la peste se ha prolongado mucho más que en otras ocasiones, especialmente la de hace poco más de un siglo, en que hubieron de tomarse muchas providencias.

Hoy ha de reconocerse también, en queda serenidad que la vieja tradición ha decaído. El empedrado de las calles ha sido sustituido; las mulas y caballos heráldicos lujosamente enjaezados ya no existen, ahora los carros son tirados por tractores; ya no son maderas, cartón y telas burdas de costal profusamente coloreadas, los materiales convertidos en lujosos paisajes, paraísos, murallas y palacios. Los niños cantores, participantes, se han reducido y las minúsculas bandas de viento que acompañan sus cantos, difícilmente se completan.

La realidad, signo de tiempos de crecimiento y luz de modernidad, echa también sombra mayor sobre el gozo de la fiesta sencilla que sacudía materia y espíritu popular con dulces y música, aguinaldos y canto.

Pero vale anotar que con el tiempo, quizá hemos heredado una cierta forma de nostalgia que rebrota en entreluz en muchos jóvenes de hoy que sin renunciar al imponente desarrollo de nuestros días, vuelven la vista a senderos ya andados; a destellos coloridos que, sospechan, también podrían ser partes de un todo integral que casi hemos desarmado en afanes de cambio y transformación excluyente.

Para celebrar el presente y decantar todas sus luces no está de más aprender un poco de los gozos del pasado, así fueran simples e ingenuos.

Confieso que de niño esperaba con ansia los días en que cerrarían la calle de mi casa –el callejón de Guillermo Prieto- para llenarlo de carretas, de martillazos y de voces mientras iban emergiendo las formas y colores de los “carros bíblicos” que desfilarían en vísperas de Navidad. Y escuchar después en viejo bodegón -que hoy es local de los Cómicos de la Legua- las voces infantiles ensayando los cantos que escucharía después con plenitud en la festiva celebración.

Y después la emoción del día 24 en que por la tarde confluían de todas las retorcidas calles de la entonces pequeña ciudad, multitudes prestas a admirar el paso de los carros ya enfilados frente a La Congregación, mientras en la placita donde hoy está la estatua de don Juan Caballero y Osio, los caballos y mulas, debidamente ornamentados, eran apacentados por caballerangos y labriegos.

Con ropa de fiesta, los mayores nos tomaban de la mano para dirigirnos al mejor lugar posible para ver los “carros” y lanzar, tras las representaciones debidas, los aguinaldos a los niños y niñas que cantaban acompañados por los músicos -clarinetes, trompetas y tubas- los misterios de la alianza entre Dios y el hombre: La Expulsión del Paraíso; La Escala de Jacob, El Becerro de Oro, El Voto de Jefté, Judit y Holofernes, El Festín de Baltazar; Ciudad de Sión, La Posada, El Anuncio a los Pastores, El Portal de Belén.

Hoy y mañana, espero, las calles estarán semivacías. La fiesta tradicional habrá dado paso a las celebraciones familiares restringidas y reflexivas.

Será quizá, tiempo de claridad para reconocer con humildad nuestra finitud; para abatir arrogancias; para celebrar la familia; para valorar el bien de la salud; para asumir la responsabilidad por nosotros mismos; para revalorar el verdadero sentido del amor y la amistad que pasa necesariamente por la palabra hecha Verbo: Redención.