/ jueves 25 de enero de 2018

Dos hijas

Por Lucía Villarreal

 

Dos hijas: la primogénita y otra más, un par de años después. ¡Qué alegría! ¡Tan cercanas en edad! Serán compañeras de vida.

Una “hereda” a la otra ropa casi nueva y sus juguetes. También los juegos, el gusto por cierta música y hasta los programas de televisión. “Nana” corre y su hermanita menor viene detrás; primero a gatas, luego tambaleándose y, finalmente, corriendo.

Dos hijas que comparten recámara, horas de descanso y de actividad dentro de casa. Pelean por un juguete que acabó en la boca de la pequeña, mamá interviene y el perdón nunca tarda en llegar. Al rato, ya están divirtiéndose juntas otra vez. Aprenden a jugar a “las luchitas”, porque sí, las niñas también “pesadean”. Colorean una junto a la otra; después, una hace acrobacias y la otra danza cerca.

En un abrir y cerrar de ojos, la mayor llega a la adolescencia. Entonces, se abre un abismo entre ellas. A Nana ya no le divierte correr en la montaña. O sí, pero sola, sin quien la siga. O sí, que la siga su hermana, pero cuando Nana quiera. La pequeña también ha crecido, busca su propia vereda. Ya no quiere ir detrás de la hermana ni heredar su ropa ni juguetes ni programas de televisión ni música predilecta.

Las ganas de jugar juntas no coinciden en tiempo y espacio. “Eso es de chiquitas” afirma una. “No, no es” alega la otra; discuten por el control de la tele, hace rato era por la selección musical en el auto. No les parece buena idea compartir recámara: “Apaga la luz” “¡Apágala tú!” Reclaman tener su propio espacio. Compiten por el cariño: “Solo quieres a mi hermana”. Se ponen sobrenombres para molestar “¡Que no me llames así!”

 “Aquí voy yo”. “Yo llegué primero”. “¡Mamá!: dile a tu hija”

Las dejas discutir y arreglar sus diferencias, porque si no es en casa dónde aprenderán a hacerlo. A veces intervienes, como cuando llevan todo el día discutiendo y se agotó tu paciencia. También si una es abusiva o cruel.

Quieres verlas como antes, enganchadas en lo mismo, con juegos sencillos y corriendo juntas. Quieres también conocer el secreto de las familias que tienen armonía verdadera, y no de fotografía de Facebook. Se te ocurre lo de siempre: no hacerlas competir y pasar tiempo con cada una a solas.

Recuerdas aquella frase “las palabras convencen, pero el ejemplo arrasa”. El mensaje de “necesitan aceptarse como son” resonará todavía más si te ven ponerlo en práctica con tu hermana. Entonces le llamas por teléfono para saludarla.

En días particularmente difíciles, cuando te preguntas si la situación entre tus dos hijas mejorará, las escuchas de lejos interactuar: “¿Cómo te fue hoy?”, “(…) no te preocupes por eso”. Y al oír un “yo te ayudo” sabes que esta etapa de discusiones también pasará.

escribe@luciavillarreal.net

Por Lucía Villarreal

 

Dos hijas: la primogénita y otra más, un par de años después. ¡Qué alegría! ¡Tan cercanas en edad! Serán compañeras de vida.

Una “hereda” a la otra ropa casi nueva y sus juguetes. También los juegos, el gusto por cierta música y hasta los programas de televisión. “Nana” corre y su hermanita menor viene detrás; primero a gatas, luego tambaleándose y, finalmente, corriendo.

Dos hijas que comparten recámara, horas de descanso y de actividad dentro de casa. Pelean por un juguete que acabó en la boca de la pequeña, mamá interviene y el perdón nunca tarda en llegar. Al rato, ya están divirtiéndose juntas otra vez. Aprenden a jugar a “las luchitas”, porque sí, las niñas también “pesadean”. Colorean una junto a la otra; después, una hace acrobacias y la otra danza cerca.

En un abrir y cerrar de ojos, la mayor llega a la adolescencia. Entonces, se abre un abismo entre ellas. A Nana ya no le divierte correr en la montaña. O sí, pero sola, sin quien la siga. O sí, que la siga su hermana, pero cuando Nana quiera. La pequeña también ha crecido, busca su propia vereda. Ya no quiere ir detrás de la hermana ni heredar su ropa ni juguetes ni programas de televisión ni música predilecta.

Las ganas de jugar juntas no coinciden en tiempo y espacio. “Eso es de chiquitas” afirma una. “No, no es” alega la otra; discuten por el control de la tele, hace rato era por la selección musical en el auto. No les parece buena idea compartir recámara: “Apaga la luz” “¡Apágala tú!” Reclaman tener su propio espacio. Compiten por el cariño: “Solo quieres a mi hermana”. Se ponen sobrenombres para molestar “¡Que no me llames así!”

 “Aquí voy yo”. “Yo llegué primero”. “¡Mamá!: dile a tu hija”

Las dejas discutir y arreglar sus diferencias, porque si no es en casa dónde aprenderán a hacerlo. A veces intervienes, como cuando llevan todo el día discutiendo y se agotó tu paciencia. También si una es abusiva o cruel.

Quieres verlas como antes, enganchadas en lo mismo, con juegos sencillos y corriendo juntas. Quieres también conocer el secreto de las familias que tienen armonía verdadera, y no de fotografía de Facebook. Se te ocurre lo de siempre: no hacerlas competir y pasar tiempo con cada una a solas.

Recuerdas aquella frase “las palabras convencen, pero el ejemplo arrasa”. El mensaje de “necesitan aceptarse como son” resonará todavía más si te ven ponerlo en práctica con tu hermana. Entonces le llamas por teléfono para saludarla.

En días particularmente difíciles, cuando te preguntas si la situación entre tus dos hijas mejorará, las escuchas de lejos interactuar: “¿Cómo te fue hoy?”, “(…) no te preocupes por eso”. Y al oír un “yo te ayudo” sabes que esta etapa de discusiones también pasará.

escribe@luciavillarreal.net

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