/ viernes 11 de enero de 2019

El Baúl

A Margarita le gustaban los dulces que vendían en el Jardín Santa Clara. Cuando iba a misa de ocho los domingos salía del templo pensando que un día le diría a Pedro le comprara los dulces de leche que tanto le gustaban, sin imaginar que nunca los compraría, a pesar de tan enamorado que estaba de ella, según se lo decía desde que se hicieron novios y se sentaban en el Jardín de Plaza de Armas, que les venía bien para sus citas furtivas.

Margarita sabía algunas recetas para hacer dulces artesanales, que eran los que hacía su abuela en Coroneo, cada vez que la familia se reunía con la anciana para festejarle su cumpleaños. Pero recibir dulces de los que vendían en el jardín le parecía que sería un acto de amor de Pedro hacia ella, y eso la seducía aún más.

Pedro trabajaba de mozo en uno de los negocios de la calle Madero, y tardó en declararle su amor a Margarita, a pesar de que casi siempre se veían y conversaban en las tardes, después que ella salía de la iglesia fingiendo que miraba hacia otro lado, y cuando él la saludaba, se hacía la sorprendida.

-¿Dónde estaba? -le decía.

-Sentado allá, en la banca que está más para acá de la fuente -decía él señalando la Fuente de Neptuno.

-Ah, donde venden los dulces -decía Margarita sin dejar de mirar hacia donde estaba Juanito, el vendedor de los dulces. Pedro asentía solamente con la cabeza y luego hablaba de otros temas.

Juanito se arreglaba para ir a vender: se metía en un traje, se ponía su corbata, se arreglaba el bigote, se alisaba el cabello con goma, cogía una pequeña vitrina que ponía sobre una tijera de madera en el jardín y se sentaba en la banca, a esperar que le compraran sus dulces de leche.

Hubo un tiempo en que Margarita se resistió a salir con Pedro, hasta que lo vio exasperándose, y entonces aceptó; pero tardó en decirle que sí. Lo hizo el día en que él le regaló una pequeña flor blanca que quién sabe cómo se llamaría, y quién sabe dónde la había cortado, pues apenas duró viva poco más de un día. Era una flor de aspecto triste. Y cuando la recibió, ni siquiera la olió, sólo se la quedó mirando. De pronto, mandó la señal, esperando que se cumpliera su anhelo:

-Yo creía que me ibas a traer unos dulces del jardín, de los que vende el señor que está cerca de la fuente.

Pedro sintió que su rostro era un infierno y que iba de un color a otro. Pero fingió fortaleza y se comprometió:

-Mañana los compro.

El día siguiente Margarita y Pedro se olvidaron de la compra y se dejaron llevar por el chisme que flotaba en el jardín y sus vecindades. Decía la gente que la policía había ido por Juanito la tarde del día anterior y estaba en la cárcel. Que no sabían exactamente lo que había hecho. Pero una cosa era cierta: sus dulces tenían droga. La cara se les puso macilenta a Margarita y Pedro y duró así hasta un día después, cuando supieron que la corazonada de los policías había sido un error.

A Margarita le gustaban los dulces que vendían en el Jardín Santa Clara. Cuando iba a misa de ocho los domingos salía del templo pensando que un día le diría a Pedro le comprara los dulces de leche que tanto le gustaban, sin imaginar que nunca los compraría, a pesar de tan enamorado que estaba de ella, según se lo decía desde que se hicieron novios y se sentaban en el Jardín de Plaza de Armas, que les venía bien para sus citas furtivas.

Margarita sabía algunas recetas para hacer dulces artesanales, que eran los que hacía su abuela en Coroneo, cada vez que la familia se reunía con la anciana para festejarle su cumpleaños. Pero recibir dulces de los que vendían en el jardín le parecía que sería un acto de amor de Pedro hacia ella, y eso la seducía aún más.

Pedro trabajaba de mozo en uno de los negocios de la calle Madero, y tardó en declararle su amor a Margarita, a pesar de que casi siempre se veían y conversaban en las tardes, después que ella salía de la iglesia fingiendo que miraba hacia otro lado, y cuando él la saludaba, se hacía la sorprendida.

-¿Dónde estaba? -le decía.

-Sentado allá, en la banca que está más para acá de la fuente -decía él señalando la Fuente de Neptuno.

-Ah, donde venden los dulces -decía Margarita sin dejar de mirar hacia donde estaba Juanito, el vendedor de los dulces. Pedro asentía solamente con la cabeza y luego hablaba de otros temas.

Juanito se arreglaba para ir a vender: se metía en un traje, se ponía su corbata, se arreglaba el bigote, se alisaba el cabello con goma, cogía una pequeña vitrina que ponía sobre una tijera de madera en el jardín y se sentaba en la banca, a esperar que le compraran sus dulces de leche.

Hubo un tiempo en que Margarita se resistió a salir con Pedro, hasta que lo vio exasperándose, y entonces aceptó; pero tardó en decirle que sí. Lo hizo el día en que él le regaló una pequeña flor blanca que quién sabe cómo se llamaría, y quién sabe dónde la había cortado, pues apenas duró viva poco más de un día. Era una flor de aspecto triste. Y cuando la recibió, ni siquiera la olió, sólo se la quedó mirando. De pronto, mandó la señal, esperando que se cumpliera su anhelo:

-Yo creía que me ibas a traer unos dulces del jardín, de los que vende el señor que está cerca de la fuente.

Pedro sintió que su rostro era un infierno y que iba de un color a otro. Pero fingió fortaleza y se comprometió:

-Mañana los compro.

El día siguiente Margarita y Pedro se olvidaron de la compra y se dejaron llevar por el chisme que flotaba en el jardín y sus vecindades. Decía la gente que la policía había ido por Juanito la tarde del día anterior y estaba en la cárcel. Que no sabían exactamente lo que había hecho. Pero una cosa era cierta: sus dulces tenían droga. La cara se les puso macilenta a Margarita y Pedro y duró así hasta un día después, cuando supieron que la corazonada de los policías había sido un error.

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