/ viernes 18 de enero de 2019

El Baúl

Tirado en el suelo, el cuerpo tenso y un rictus de dolor, el hombre se quejaba lastimeramente. Los que lo socorrían lo alentaban y trataban de controlarle las contracciones musculares que lo castigaban sin piedad, queriendo desbaratarle la crisis que lo agobiaba desde hacía unos minutos. “Aguanta, hermano, aguanta.” Pero no había mejoría. Entonces, sus amigos y aun algunos comensales entraron en otra crisis: cómo ayudarlo.

A esas horas de la tarde, al restaurant suelen llegar los que todavía no comen, los que ya comieron pero beben café mientras leen, los que escriben quien sabe qué, los que pontifican sobre poesía, los que dicen que son poetas, los que presumen que son sin serlo, los que analizan los hechos recientes, los que componen el mundo en un parpadeo, los que se andan enamorando o ya se enamoraron y los músicos que cantan lo que se saben y luego van de mesa en mesa pidiendo les compensen lo cantado.

Ese día, apenas el hombre se había sentado, la tempestad de sufrimientos le cayó encima. Primero la combatió con sus propios recursos, hasta que no pudo y sus quejidos alertaron a los de las mesas de junto. Tan fuertes los dolores musculares y cuanto sentía el hombre, que quienes se levantaron para socorrerlo lo fueron acostando con cuidado en el suelo, mientras alguien, conmovido por lo que sucedía, llamó por teléfono y desde el otro lado de la línea empezaron a preguntarle que como se llama el paciente, que cuál es su edad aproximada, que si viene alguien con él, que si es diabético, y un montón de preguntas que él hacía a quienes estaban con el hombre. Y, entonces, los enamorados dejaron de amarse, el cantante dejó de cantar y los demás fueron dejando de hacer lo que hacían, mientras afuera, las narices contra la herrería de la ventana, otros miraban hacia adentro, intentando saber por qué tan lastimeros los quejidos del que estaba agonizando.

-Que ya viene la Cruz Roja -dijo el que hablaba por teléfono, y entonces un rumor de alivio se esparció y fue más intenso cuando entraron dos policías, se arrodillaron junto al paciente, le preguntaron su nombre, le preguntaron dónde le dolía, le preguntaron si era diabético, y después sacaron unos medicamentos y un instrumental de sus pequeñas mochilas. Uno de los uniformados tomó el teléfono del otro y dibujó, a grandes rasgos, lo que miraba. Iba a continuar, cuando entraron dos paramédicos. Traían unas mochilas tan grandes que si no hubieran traído uniforme cualquiera pensaría que eran unos montañistas desorientados. Uno de ellos se arrodilló ante el hombre, y mientras le preguntaba sus datos generales y le buscaba la vena para inyectarlo, le empezó a hablar con ternura, hasta que el enfermo fue dejando de quejarse. Cuando estaba convaleciendo, lo sentaron en una mesa, le dijeron que debía comer, pidieron le sirvieran arroz con plátano, y cuando el paciente se había recuperado, el mismo paramédico le dio la mala noticia:

-Te estabas infartando.

El hombre alzó las cejas y abrió más los ojos, el paramédico se levantó y le dio unas palmaditas en la espalda mientras le decía lo que debía de hacer en adelante y luego empezó a guardar sus cosas.

Estaba el paramédico saliendo, cuando el paciente se volvió a la empleada y le pidió otro plato con arroz.

Tirado en el suelo, el cuerpo tenso y un rictus de dolor, el hombre se quejaba lastimeramente. Los que lo socorrían lo alentaban y trataban de controlarle las contracciones musculares que lo castigaban sin piedad, queriendo desbaratarle la crisis que lo agobiaba desde hacía unos minutos. “Aguanta, hermano, aguanta.” Pero no había mejoría. Entonces, sus amigos y aun algunos comensales entraron en otra crisis: cómo ayudarlo.

A esas horas de la tarde, al restaurant suelen llegar los que todavía no comen, los que ya comieron pero beben café mientras leen, los que escriben quien sabe qué, los que pontifican sobre poesía, los que dicen que son poetas, los que presumen que son sin serlo, los que analizan los hechos recientes, los que componen el mundo en un parpadeo, los que se andan enamorando o ya se enamoraron y los músicos que cantan lo que se saben y luego van de mesa en mesa pidiendo les compensen lo cantado.

Ese día, apenas el hombre se había sentado, la tempestad de sufrimientos le cayó encima. Primero la combatió con sus propios recursos, hasta que no pudo y sus quejidos alertaron a los de las mesas de junto. Tan fuertes los dolores musculares y cuanto sentía el hombre, que quienes se levantaron para socorrerlo lo fueron acostando con cuidado en el suelo, mientras alguien, conmovido por lo que sucedía, llamó por teléfono y desde el otro lado de la línea empezaron a preguntarle que como se llama el paciente, que cuál es su edad aproximada, que si viene alguien con él, que si es diabético, y un montón de preguntas que él hacía a quienes estaban con el hombre. Y, entonces, los enamorados dejaron de amarse, el cantante dejó de cantar y los demás fueron dejando de hacer lo que hacían, mientras afuera, las narices contra la herrería de la ventana, otros miraban hacia adentro, intentando saber por qué tan lastimeros los quejidos del que estaba agonizando.

-Que ya viene la Cruz Roja -dijo el que hablaba por teléfono, y entonces un rumor de alivio se esparció y fue más intenso cuando entraron dos policías, se arrodillaron junto al paciente, le preguntaron su nombre, le preguntaron dónde le dolía, le preguntaron si era diabético, y después sacaron unos medicamentos y un instrumental de sus pequeñas mochilas. Uno de los uniformados tomó el teléfono del otro y dibujó, a grandes rasgos, lo que miraba. Iba a continuar, cuando entraron dos paramédicos. Traían unas mochilas tan grandes que si no hubieran traído uniforme cualquiera pensaría que eran unos montañistas desorientados. Uno de ellos se arrodilló ante el hombre, y mientras le preguntaba sus datos generales y le buscaba la vena para inyectarlo, le empezó a hablar con ternura, hasta que el enfermo fue dejando de quejarse. Cuando estaba convaleciendo, lo sentaron en una mesa, le dijeron que debía comer, pidieron le sirvieran arroz con plátano, y cuando el paciente se había recuperado, el mismo paramédico le dio la mala noticia:

-Te estabas infartando.

El hombre alzó las cejas y abrió más los ojos, el paramédico se levantó y le dio unas palmaditas en la espalda mientras le decía lo que debía de hacer en adelante y luego empezó a guardar sus cosas.

Estaba el paramédico saliendo, cuando el paciente se volvió a la empleada y le pidió otro plato con arroz.

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