/ viernes 17 de enero de 2020

El Baúl

El estropicio de la sobremesa


Eran una familia numerosa, los abuelos incluidos. Los empleados del restaurant alinearon tres mesas. Y mientras seguían como llegaron, festivos, a cada quien le pusieron la carta delante. Querían escoger, aunque les atraía más saber en qué consistía la comida del día. Les dijeron, y, exceptuando el par de ancianos, que ordenaron en seguida, los demás revisaron la carta para ordenar según el hambre o las ganas de comer que traían. Al final se decidieron por la comida corrida; y continuaron en el chacoteo, evocando pasajes curiosos y hasta graciosos de algunos de ellos. Tan contentos, que de pronto soltaban risotadas, mientras los abuelos, igual de divertidos con las anécdotas, se enjugaban con sus pañuelos las lágrimas que les provocaba la risa por los recuerdos.

Les pusieron varios canastitos con tortillas calientitas y les sirvieron sopa aguada, arroz con huevo estrellado para algunos, carne de cerdo en chile chipotle para todos, unas jarras de agua de sabor y de postre unas pequeñas gayabas en almíbar, y café.

No eran lugareños. Se les notaba en su forma de hablar y en las consultas que hacían a los empleados para saber dónde estaban los sitios históricos y turísticos más interesantes. Al cabo decidieron ir primero al Teatro de la República, al fin y al cabo estaban en el centro de la ciudad, y un día después al Cerro de Las Campanas porque hoy nos tomamos unas fotos aquí –bajo las arcadas luminosas- y luego nos vamos al parquecito de allá arriba. O sea, el Jardín Plaza de Armas. Pero querían saber qué decían los abuelos.

-A donde ustedes quieran ir, hijo –dijo la abuela.

Bebiendo café tuvieron elogios para la ciudad, que se los compartieron al empleado que los atendía. El joven asentía con la cabeza en cada comentario y hasta les amplió detalles de lugares como dónde estaba la Catedral, el convento de La Cruz y el exconvento de Capuchinas.

-¿Dónde está mejor ir primero? –quiso saber uno de ellos.

-Todos los lugares están bonitos –dijo el mesero.

Pidieron más café, y, retomando los recuerdos, volvieron al chacoteo. Estaban en esas cuando un olorcito los hizo volver las cabezas hacia el interior del restaurant, algunos arrugaron la nariz y otros apenas negaron con la cabeza, mientras unos empleados del negocio arrastraban bolsas negras hacia la puerta de la calle, llenas de basura y desperdicios orgánicos de las comidas de ese día, y los empleados del servicio de limpia las recogían para sacarlas de ahí.

Fue el olorcito el que les ensució la tarde. De manera que se apresuraron a terminar su café, pidieron la cuenta, la pagaron, y todos salieron rápido, excepto los que acompañaban a los abuelos.

Tal vez si la basura no hubiera pasado junto de ellos, se habrían quedado todavía más tiempo, mirando hacia el jardín de enfrente, que tanto les encantó.

El estropicio de la sobremesa


Eran una familia numerosa, los abuelos incluidos. Los empleados del restaurant alinearon tres mesas. Y mientras seguían como llegaron, festivos, a cada quien le pusieron la carta delante. Querían escoger, aunque les atraía más saber en qué consistía la comida del día. Les dijeron, y, exceptuando el par de ancianos, que ordenaron en seguida, los demás revisaron la carta para ordenar según el hambre o las ganas de comer que traían. Al final se decidieron por la comida corrida; y continuaron en el chacoteo, evocando pasajes curiosos y hasta graciosos de algunos de ellos. Tan contentos, que de pronto soltaban risotadas, mientras los abuelos, igual de divertidos con las anécdotas, se enjugaban con sus pañuelos las lágrimas que les provocaba la risa por los recuerdos.

Les pusieron varios canastitos con tortillas calientitas y les sirvieron sopa aguada, arroz con huevo estrellado para algunos, carne de cerdo en chile chipotle para todos, unas jarras de agua de sabor y de postre unas pequeñas gayabas en almíbar, y café.

No eran lugareños. Se les notaba en su forma de hablar y en las consultas que hacían a los empleados para saber dónde estaban los sitios históricos y turísticos más interesantes. Al cabo decidieron ir primero al Teatro de la República, al fin y al cabo estaban en el centro de la ciudad, y un día después al Cerro de Las Campanas porque hoy nos tomamos unas fotos aquí –bajo las arcadas luminosas- y luego nos vamos al parquecito de allá arriba. O sea, el Jardín Plaza de Armas. Pero querían saber qué decían los abuelos.

-A donde ustedes quieran ir, hijo –dijo la abuela.

Bebiendo café tuvieron elogios para la ciudad, que se los compartieron al empleado que los atendía. El joven asentía con la cabeza en cada comentario y hasta les amplió detalles de lugares como dónde estaba la Catedral, el convento de La Cruz y el exconvento de Capuchinas.

-¿Dónde está mejor ir primero? –quiso saber uno de ellos.

-Todos los lugares están bonitos –dijo el mesero.

Pidieron más café, y, retomando los recuerdos, volvieron al chacoteo. Estaban en esas cuando un olorcito los hizo volver las cabezas hacia el interior del restaurant, algunos arrugaron la nariz y otros apenas negaron con la cabeza, mientras unos empleados del negocio arrastraban bolsas negras hacia la puerta de la calle, llenas de basura y desperdicios orgánicos de las comidas de ese día, y los empleados del servicio de limpia las recogían para sacarlas de ahí.

Fue el olorcito el que les ensució la tarde. De manera que se apresuraron a terminar su café, pidieron la cuenta, la pagaron, y todos salieron rápido, excepto los que acompañaban a los abuelos.

Tal vez si la basura no hubiera pasado junto de ellos, se habrían quedado todavía más tiempo, mirando hacia el jardín de enfrente, que tanto les encantó.

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