/ viernes 14 de agosto de 2020

El Baúl

Dolencias del corazón


El reportero no encontraba el modo de decirnos que, luego de tantos suspiros y tantas ilusiones y ayunos y noches sin sueño, al fin había logrado tener conversaciones largas con la morenita de ojos verdes y labios carnosos que durante las semanas pasadas había sido la musa de poemas y versos. Los había escrito sin técnica pero con tanta pasión, que estaba dispuesto a entregarlo todo, la vida misma inclusive.

La epopeya amorosa ya tenía semanas, según decía, y actualmente era inmejorable, hasta el punto de que estaba escribiendo una canción para cantársela el día que le llevara serenata y para, aprovechando que ella saldría a agradecer la galantería, pedirle le concediera ser el destino de su inspiración y aun de sus suspiros.

Decía que esta vez era la primera que estaba realmente enamorado. Había tenido otras relaciones aparentemente perfectas, pero con la morena se sentía tan bien, que estando escribiendo los poemas llegó a sentir que levitaba. Un día, fue tan intensa esa sensación, que pensó estaba en el paraíso celestial.

Andaba tan inquieto que días después solicitó lo acompañáramos a dar serenata. “Ya sé dónde vive.” Era cierto. La había acompañado hasta ese domicilio, y se había embarrado en una puerta cercana para ver con sus propios ojos que ella sacaba una llave y abría la puerta. Él se escondió en un zaguán y de rato varias veces la vio salir y entrar.

Ese día nos reunimos donde siempre, sin saber que era para él la fecha fatal. Unos tragos largos y bien conversados fueron el preámbulo. Salimos a la calle y llegamos donde los músicos. El reportero quería darle a la morena una serena tan hermosa que la recordara por siempre, y que fuera el marco ideal para que él le cantara la canción que le había compuesto y ella le dijera que sí, que aceptaba ser su novia.

Los cancioneros habían cantado tres melodías y ninguna luz se prendía. ¿Qué estará dormida?, nos preguntó el reportero. O tiene el sueño muy pesado, dijo el que tocaba el requinto.

Casi terminaba la serenata, cuando desde detrás del balcón que mira a la calle una voz que parecía de hombre pero era de mujer, preguntó sí ya habíamos terminado. Porque si era así, dijo, ya nos podíamos ir a ver a nuestra mamá.

Compungido, el reportero le contó de la noche desdichada a la morena, días después. Ella se llevó las manos a la boca, pero se contuvo y le dijo:

-Es mi tía…; yo no vivo ahí.

Le explicó de buen talante, que su mamá le pedía asistir a la tía, una mujer vieja, que andaba en silla de ruedas y era viuda y se quejaba de todo. Luego le dio sin piedad el tiro mortal:

-Gracias. Pero tengo novio.

Los poemas, los versos y la partitura se fueron a la basura y el reportero buscó otra vez las relaciones aparentemente perfectas.

Dolencias del corazón


El reportero no encontraba el modo de decirnos que, luego de tantos suspiros y tantas ilusiones y ayunos y noches sin sueño, al fin había logrado tener conversaciones largas con la morenita de ojos verdes y labios carnosos que durante las semanas pasadas había sido la musa de poemas y versos. Los había escrito sin técnica pero con tanta pasión, que estaba dispuesto a entregarlo todo, la vida misma inclusive.

La epopeya amorosa ya tenía semanas, según decía, y actualmente era inmejorable, hasta el punto de que estaba escribiendo una canción para cantársela el día que le llevara serenata y para, aprovechando que ella saldría a agradecer la galantería, pedirle le concediera ser el destino de su inspiración y aun de sus suspiros.

Decía que esta vez era la primera que estaba realmente enamorado. Había tenido otras relaciones aparentemente perfectas, pero con la morena se sentía tan bien, que estando escribiendo los poemas llegó a sentir que levitaba. Un día, fue tan intensa esa sensación, que pensó estaba en el paraíso celestial.

Andaba tan inquieto que días después solicitó lo acompañáramos a dar serenata. “Ya sé dónde vive.” Era cierto. La había acompañado hasta ese domicilio, y se había embarrado en una puerta cercana para ver con sus propios ojos que ella sacaba una llave y abría la puerta. Él se escondió en un zaguán y de rato varias veces la vio salir y entrar.

Ese día nos reunimos donde siempre, sin saber que era para él la fecha fatal. Unos tragos largos y bien conversados fueron el preámbulo. Salimos a la calle y llegamos donde los músicos. El reportero quería darle a la morena una serena tan hermosa que la recordara por siempre, y que fuera el marco ideal para que él le cantara la canción que le había compuesto y ella le dijera que sí, que aceptaba ser su novia.

Los cancioneros habían cantado tres melodías y ninguna luz se prendía. ¿Qué estará dormida?, nos preguntó el reportero. O tiene el sueño muy pesado, dijo el que tocaba el requinto.

Casi terminaba la serenata, cuando desde detrás del balcón que mira a la calle una voz que parecía de hombre pero era de mujer, preguntó sí ya habíamos terminado. Porque si era así, dijo, ya nos podíamos ir a ver a nuestra mamá.

Compungido, el reportero le contó de la noche desdichada a la morena, días después. Ella se llevó las manos a la boca, pero se contuvo y le dijo:

-Es mi tía…; yo no vivo ahí.

Le explicó de buen talante, que su mamá le pedía asistir a la tía, una mujer vieja, que andaba en silla de ruedas y era viuda y se quejaba de todo. Luego le dio sin piedad el tiro mortal:

-Gracias. Pero tengo novio.

Los poemas, los versos y la partitura se fueron a la basura y el reportero buscó otra vez las relaciones aparentemente perfectas.

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