/ domingo 6 de diciembre de 2020

El cronista sanjuanense|La mujer emparedada

Don José Velázquez Quintanar, cronista emérito de San Juan del Río, hace algunos años escribió la fantástica leyenda de La Emparedada, basada en hechos y personajes históricos en México.

Resulta ser que en el año 1862 el militar don Vicente Cuevas Sánchez había llegado de la ciudad de Puebla, en donde permaneció después de la fragorosa batalla del 5 de mayo en la que participó con el grado de Mayor de Caballería bajo las órdenes del general Negrete, así como en la derrota de trece días después que sufrieron ante los franceses en la ciudad de Barranca Seca, cerca de Orizaba en Veracruz, donde fue hecho prisionero por las fuerzas que comandaba el general conservador Leonardo Márquez. A pesar de haber sido derrotado, los conservadores reconocieron en Cuevas su capacidad y valentía de militar y, al aceptar seguir la lucha al lado de los conservadores, le fue otorgado el grado de Teniente Coronel.

Cuando llegó a San Juan del Río se hospedó en el Mesón de San Pablo, que se ubicaba sobre la Calle Real frente a la antigua Colecturía de Diezmos. Era un amplio edificio que había sido acondicionado para recibir al batallón de caballería que comandaba Cuevas, en aquellos aciagos días en que los liberales y conservadores dividían al país en dos corrientes. El coronel Cuevas recibió su cambio a la ciudad de San Juan del Río, pero hasta el año siguiente consiguió casa para traer a su esposa a radicar.

Por esos días, la familia Macotela, una de las más importantes de San Juan, había desocupado la “Casa de la Buganvilia”, que se ubicaba en la antigua Plaza del Sol (Plaza Independencia) frente al templo parroquial, y le fue facilitada a Cuevas para que viviera en ella bajó el pago de una módica renta.

En poco tiempo el militar y su esposa doña Emilita, hicieron amistades entre la mejor sociedad sanjuanense, pues eran invitados siempre a cuanta fiesta o sarao se organizaba, al grado de volverse indispensables en cualquier evento social. Vaya que se llevaron bien. Vicente Cuevas, de cuarenta y dos años, era de muy buen carácter, a pesar de la disciplina militar. Era apuesto con su traje de gala o aún cuando vestía de paisano usando una texana de fieltro gris. Emilita, era una encantadora poblana de cabello negro y ojos de gran pestaña que gustaba vestir a la última moda francesa; era alegre, atractiva y fácilmente hacía amistades.

Pasaron algunos meses, tiempo en que el coronel debía ausentarse de la ciudad para supervisar los cuarteles de Toluca y Morelia, quedando sola doña Emilita en la Casa de la Buganvilia. Una de las veces que el coronel regresó a San Juan de improviso, se dio cuenta de que Emilita le engañaba al sostener amorío con uno de aquellos principales del pueblo y, aunque hizo el coraje de su vida, su rango y disciplina le obligaron a ser cauto. Sin embargo, sus visitas a San Juan fueron más frecuentes y en una de esas que llegó ya tarde y sin anunciarse, se dio cuenta de que, amparado por la oscuridad de la noche, un sujeto entraba a su casa y tardaba en salir, por lo que tomó la decisión de cobrar cuentas y el honor que sentía mancillado. Esa noche se escucharon balazos, pero los vecinos nunca supieron el motivo, sólo se supo luego que el coronel había ocupado un albañil para hacer algún trabajo en la Casa de la Buganvilia.

Pasaron los días y el coronel seguía llegando a la casa como de costumbre. Se le veía sólo y las amistades le preguntaban por Emilita, él les explicaba que la había trasladado a Morelia, lugar donde el coronel más tiempo pasaba. Nadie insistió en preguntar más por ella y al poco tiempo el coronel Cuevas definitivamente hubo de cambiarse a Morelia a radicar. Al poco tiempo, la casa fue alquilada a otra familia y después a otra, quedando en el olvido la estancia en San Juan del Río del coronel Vicente Cuevas y su esposa.

Al paso de ochenta años todo en San Juan había cambiado. El sistema de gobierno, la economía, el desarrollo de la ciudad le había dado otra fisonomía. Las casas del centro sufrieron remodelaciones por mantenimientos y la Casa de la Buganvilia, por ser demasiado grande, hubo que dividirla en dos para atender mejor a las solicitudes que en vista de ese progreso aumentaban. En una de esas remodelaciones tocó que, al destapiar una puerta de la casa, se encontró entre pared y pared un esqueleto cubierto con ropajes femeninos de moda del siglo antecedido, que pendía de un mecate amarrado a una fuerte alcayata. Hurgando entre los restos de aquel cadáver se encontró un trozo de papel amarillento en el que se adivinaban estas palabras: “Emilita te he querido como a nadie, pero por pérfida te dejo aquí para siempre”. Ahí estaba Emilita, la mujer emparedada.

Don José Velázquez Quintanar, cronista emérito de San Juan del Río, hace algunos años escribió la fantástica leyenda de La Emparedada, basada en hechos y personajes históricos en México.

Resulta ser que en el año 1862 el militar don Vicente Cuevas Sánchez había llegado de la ciudad de Puebla, en donde permaneció después de la fragorosa batalla del 5 de mayo en la que participó con el grado de Mayor de Caballería bajo las órdenes del general Negrete, así como en la derrota de trece días después que sufrieron ante los franceses en la ciudad de Barranca Seca, cerca de Orizaba en Veracruz, donde fue hecho prisionero por las fuerzas que comandaba el general conservador Leonardo Márquez. A pesar de haber sido derrotado, los conservadores reconocieron en Cuevas su capacidad y valentía de militar y, al aceptar seguir la lucha al lado de los conservadores, le fue otorgado el grado de Teniente Coronel.

Cuando llegó a San Juan del Río se hospedó en el Mesón de San Pablo, que se ubicaba sobre la Calle Real frente a la antigua Colecturía de Diezmos. Era un amplio edificio que había sido acondicionado para recibir al batallón de caballería que comandaba Cuevas, en aquellos aciagos días en que los liberales y conservadores dividían al país en dos corrientes. El coronel Cuevas recibió su cambio a la ciudad de San Juan del Río, pero hasta el año siguiente consiguió casa para traer a su esposa a radicar.

Por esos días, la familia Macotela, una de las más importantes de San Juan, había desocupado la “Casa de la Buganvilia”, que se ubicaba en la antigua Plaza del Sol (Plaza Independencia) frente al templo parroquial, y le fue facilitada a Cuevas para que viviera en ella bajó el pago de una módica renta.

En poco tiempo el militar y su esposa doña Emilita, hicieron amistades entre la mejor sociedad sanjuanense, pues eran invitados siempre a cuanta fiesta o sarao se organizaba, al grado de volverse indispensables en cualquier evento social. Vaya que se llevaron bien. Vicente Cuevas, de cuarenta y dos años, era de muy buen carácter, a pesar de la disciplina militar. Era apuesto con su traje de gala o aún cuando vestía de paisano usando una texana de fieltro gris. Emilita, era una encantadora poblana de cabello negro y ojos de gran pestaña que gustaba vestir a la última moda francesa; era alegre, atractiva y fácilmente hacía amistades.

Pasaron algunos meses, tiempo en que el coronel debía ausentarse de la ciudad para supervisar los cuarteles de Toluca y Morelia, quedando sola doña Emilita en la Casa de la Buganvilia. Una de las veces que el coronel regresó a San Juan de improviso, se dio cuenta de que Emilita le engañaba al sostener amorío con uno de aquellos principales del pueblo y, aunque hizo el coraje de su vida, su rango y disciplina le obligaron a ser cauto. Sin embargo, sus visitas a San Juan fueron más frecuentes y en una de esas que llegó ya tarde y sin anunciarse, se dio cuenta de que, amparado por la oscuridad de la noche, un sujeto entraba a su casa y tardaba en salir, por lo que tomó la decisión de cobrar cuentas y el honor que sentía mancillado. Esa noche se escucharon balazos, pero los vecinos nunca supieron el motivo, sólo se supo luego que el coronel había ocupado un albañil para hacer algún trabajo en la Casa de la Buganvilia.

Pasaron los días y el coronel seguía llegando a la casa como de costumbre. Se le veía sólo y las amistades le preguntaban por Emilita, él les explicaba que la había trasladado a Morelia, lugar donde el coronel más tiempo pasaba. Nadie insistió en preguntar más por ella y al poco tiempo el coronel Cuevas definitivamente hubo de cambiarse a Morelia a radicar. Al poco tiempo, la casa fue alquilada a otra familia y después a otra, quedando en el olvido la estancia en San Juan del Río del coronel Vicente Cuevas y su esposa.

Al paso de ochenta años todo en San Juan había cambiado. El sistema de gobierno, la economía, el desarrollo de la ciudad le había dado otra fisonomía. Las casas del centro sufrieron remodelaciones por mantenimientos y la Casa de la Buganvilia, por ser demasiado grande, hubo que dividirla en dos para atender mejor a las solicitudes que en vista de ese progreso aumentaban. En una de esas remodelaciones tocó que, al destapiar una puerta de la casa, se encontró entre pared y pared un esqueleto cubierto con ropajes femeninos de moda del siglo antecedido, que pendía de un mecate amarrado a una fuerte alcayata. Hurgando entre los restos de aquel cadáver se encontró un trozo de papel amarillento en el que se adivinaban estas palabras: “Emilita te he querido como a nadie, pero por pérfida te dejo aquí para siempre”. Ahí estaba Emilita, la mujer emparedada.