/ viernes 4 de diciembre de 2020

Humanitas: arte y pasión

El pintor Marcelo Rudinesko siempre permanecía en silencio frente a la ventana de su estudio durante las primeras horas de la mañana. La taza del aromático té negro que tomaba entre sus manos, le alegraba el gusto junto con los colores violetas de la mañana. Pensaba tal vez en el mito trágico del amor de Aurora y Titono; luego miraba con atención los medios tonos que había preparado en su paleta. Tal vez la luz y el color de la aurora le inspiraba el tempo de su obra.

Marcelo prácticamente no salía de su estudio-habitación, ahí vivía y tenía quien le hiciera todos los mandados y le ayudara con los servicios. En el estudio tomaba sus alimentos desde el desayuno hasta la cena sobre una vieja mesa de madera plegable, que tenía sobre la superficie una serie de inscripciones, dibujos, palabras encimadas, un verdadero palimpsesto con grafías y manchas de colores.

Cuando Rudinesko se enfrentaba a la tela en blanco lo hacía de pie, afirmaba convencido de que la pintura se hacía siempre de pie. En cambio, el dibujo debe de ser minucioso, preciso, hacerse sentado y con la debida calma portando un afilado lápiz de la casa

Koh-I-Noor fundada en 1870 en České Budějovice, en la actual república Checa.

Una de sus obsesiones era el cuidado de los pinceles, lo consideraba un oficio, se debían cuidar y limpiar como si fueran verdaderas joyas. Cada pincel desde los más delicados de pelo de Marta, el de Mangosta, el Petit gris de cola de ardilla azul, hasta las brochas de tejón y los rudos de cerda, debían de ser tratados con todo el respeto. Pues decía que eran la extensión de las manos del artista y consideraba una canallada tratarlos mal.

Despreciaba los barnices comerciales y preparaba muchas mezclas de resinas que ponía en una ventana para que el sol hiciera su trabajo, prefería el aceite de lino cocido.

Admitía que el lino holandés era un buen soporte para la pintura, sin embargo, gustaba de pintar sobre madera, al estilo antiguo. Admiraba la obra de Rogier van der Weyden particularmente “El Descendimiento”, óleo sobre once tablas de roble del báltico ensambladas en vertical. Explicaba esta obra como un retrato colectivo, cada rostro estaba pintado exaltando el dolor de cada personaje.

Rudinesko ya estaba cercano a los setenta años, su cuerpo por las noches parecía encorvado a pesar de su gran tamaño, pero en la mañana recuperaba su fuerza, el acto de pintar le activaba un poder de resiliencia.

Sus obras se expusieron en ciudades de Europa y estados Unidos, tal vez Londres fue su centro de operaciones. Más tarde dejo de exhibir y se concentró trabajando para coleccionistas privados que valoraban mucho su obra. Si bien fue un artista figurativo y naturalista, en sus últimos años exploró la materialidad, la pincelada cargada y acechó los lindes de la abstracción.

El único recuerdos que conservo de él, es una vieja libreta de apuntes con pastas de piel de camello, en donde aparecen trazos y notas que estuvo recopilando durante un viaje por el Norte de África, en una página doblada del diario escribió en lápiz rojo, con su propia mano: la pintura me salvo de no morir de la verdad en Alejandría un 27 de abril de 1938. El arte nos debe conducir a la verdad y no a la realidad que percibimos.

bobiglez@gmai.com

El pintor Marcelo Rudinesko siempre permanecía en silencio frente a la ventana de su estudio durante las primeras horas de la mañana. La taza del aromático té negro que tomaba entre sus manos, le alegraba el gusto junto con los colores violetas de la mañana. Pensaba tal vez en el mito trágico del amor de Aurora y Titono; luego miraba con atención los medios tonos que había preparado en su paleta. Tal vez la luz y el color de la aurora le inspiraba el tempo de su obra.

Marcelo prácticamente no salía de su estudio-habitación, ahí vivía y tenía quien le hiciera todos los mandados y le ayudara con los servicios. En el estudio tomaba sus alimentos desde el desayuno hasta la cena sobre una vieja mesa de madera plegable, que tenía sobre la superficie una serie de inscripciones, dibujos, palabras encimadas, un verdadero palimpsesto con grafías y manchas de colores.

Cuando Rudinesko se enfrentaba a la tela en blanco lo hacía de pie, afirmaba convencido de que la pintura se hacía siempre de pie. En cambio, el dibujo debe de ser minucioso, preciso, hacerse sentado y con la debida calma portando un afilado lápiz de la casa

Koh-I-Noor fundada en 1870 en České Budějovice, en la actual república Checa.

Una de sus obsesiones era el cuidado de los pinceles, lo consideraba un oficio, se debían cuidar y limpiar como si fueran verdaderas joyas. Cada pincel desde los más delicados de pelo de Marta, el de Mangosta, el Petit gris de cola de ardilla azul, hasta las brochas de tejón y los rudos de cerda, debían de ser tratados con todo el respeto. Pues decía que eran la extensión de las manos del artista y consideraba una canallada tratarlos mal.

Despreciaba los barnices comerciales y preparaba muchas mezclas de resinas que ponía en una ventana para que el sol hiciera su trabajo, prefería el aceite de lino cocido.

Admitía que el lino holandés era un buen soporte para la pintura, sin embargo, gustaba de pintar sobre madera, al estilo antiguo. Admiraba la obra de Rogier van der Weyden particularmente “El Descendimiento”, óleo sobre once tablas de roble del báltico ensambladas en vertical. Explicaba esta obra como un retrato colectivo, cada rostro estaba pintado exaltando el dolor de cada personaje.

Rudinesko ya estaba cercano a los setenta años, su cuerpo por las noches parecía encorvado a pesar de su gran tamaño, pero en la mañana recuperaba su fuerza, el acto de pintar le activaba un poder de resiliencia.

Sus obras se expusieron en ciudades de Europa y estados Unidos, tal vez Londres fue su centro de operaciones. Más tarde dejo de exhibir y se concentró trabajando para coleccionistas privados que valoraban mucho su obra. Si bien fue un artista figurativo y naturalista, en sus últimos años exploró la materialidad, la pincelada cargada y acechó los lindes de la abstracción.

El único recuerdos que conservo de él, es una vieja libreta de apuntes con pastas de piel de camello, en donde aparecen trazos y notas que estuvo recopilando durante un viaje por el Norte de África, en una página doblada del diario escribió en lápiz rojo, con su propia mano: la pintura me salvo de no morir de la verdad en Alejandría un 27 de abril de 1938. El arte nos debe conducir a la verdad y no a la realidad que percibimos.

bobiglez@gmai.com