/ martes 13 de agosto de 2019

Lección de El Paso

22 muertos, al menos el doble de heridos, y una sociedad binacional profundamente lastimada. No ha sido necesario un muro, ni el debate por construirlo. El Paso-Juárez ha resentido el golpe real, intenso y profundo del discurso de odio.

Un solo joven, que respondiendo a un llamado radical pudo hacer un viaje de 10 horas para depositar su propio terror en la frontera. No se siente asesino, no se siente extremista. Se siente héroe, se siente liberador y protector de una nación blanca que le corresponde por derecho. Al menos así lo ha escuchado en sus cortos 21 años de vida y más de manera reciente cuando desde la presidencia estadounidense se ha alimentado reiteradamente la existencia de un enemigo externo que ilegalmente quiere apropiarse de “América”.

El discurso antiinmigrante desde Washington ha sido tan poderoso que ha conseguido despertar de manera espontánea lo que a grupos terroristas como Al Qaeda les lleva años de planeación y logística: células durmientes dispuestas a asesinar ciudadanos a favor de una causa.

La situación parecería haberle infligido una herida relevante a las pretensiones electorales de Donald Trump, por lo que no pocos urgieron a una acción inmediata de control de daños, a una comunicación social compasiva, clara y a una visita ipso facto a la frontera texana. Pero más pronto salió la vocería federal estadounidense a exculpar (no a disculpar) al mandatario por su insistente retórica supremacista y antimexicana que a enviar un mensaje de consuelo a las víctimas y sus familias o a anunciar acciones de política pública que eviten que El Paso se repita.

La tímida respuesta de la Casa Blanca a la tragedia no es producto de la descoordinación o el desconocimiento. Es claro que Trump ha obtenido una polarización tan intensa del mercado electoral americano que, pedir amplias disculpas a la comunidad latina, moderar su discurso y proponer acciones concretas en materia de prevención de los crímenes de odio, pueden erosionar su preferencia en un bloque duro de votantes que ya han comprado su postura segregacionista.

Este bloque electoral es el mismo que lo llevó a la presidencia comprando la promesa de resucitar un pasado de grandeza, un pasado aparentemente mejor. Como lo ha expresado Yuval Noah Harari, esos electores son los agotados de un siglo de liberalismo, son los que creen que el regreso al nacionalismo es la única opción viable. Son los que quieren cerrar la frontera de Estados Unidos, pero también son los que han promovido el Brexit para extirpar al Reino Unido de la UE, o los que buscan blindar el mediterráneo para evitar la migración africana hacia Europa. Curiosamente también son los mismos extremistas musulmanes que intentan restaurar califatos y regresar a las naciones árabes a los tiempos de vida del Profeta. Válgase el comparativo extremo, pero son los mismos que aplaudieron el surgimiento del nacional socialismo en Alemania cuando Adolf Hitler les ofreció reivindicar a una nación que venía de ser derrota en la primer gran guerra. Son, en resumen, los que añoran el pasado, los que están descontentos con el ahora.

Por ello, la popularidad de Trump no se vio afectada por los hechos de El Paso, porque su base de seguidores está dispuesta a asumir en silencio los costos sociales de esa promesa de resurrección.

Para México lo sucedido en El Paso debe de ser una llamada de atención, una alerta, una lección, pues también existen en nuestro país quienes se han cansado del liberalismo económico, político y social y quienes están dispuestos a hacer todo, y a soportar todo, con tal de regresar al pasado.

22 muertos, al menos el doble de heridos, y una sociedad binacional profundamente lastimada. No ha sido necesario un muro, ni el debate por construirlo. El Paso-Juárez ha resentido el golpe real, intenso y profundo del discurso de odio.

Un solo joven, que respondiendo a un llamado radical pudo hacer un viaje de 10 horas para depositar su propio terror en la frontera. No se siente asesino, no se siente extremista. Se siente héroe, se siente liberador y protector de una nación blanca que le corresponde por derecho. Al menos así lo ha escuchado en sus cortos 21 años de vida y más de manera reciente cuando desde la presidencia estadounidense se ha alimentado reiteradamente la existencia de un enemigo externo que ilegalmente quiere apropiarse de “América”.

El discurso antiinmigrante desde Washington ha sido tan poderoso que ha conseguido despertar de manera espontánea lo que a grupos terroristas como Al Qaeda les lleva años de planeación y logística: células durmientes dispuestas a asesinar ciudadanos a favor de una causa.

La situación parecería haberle infligido una herida relevante a las pretensiones electorales de Donald Trump, por lo que no pocos urgieron a una acción inmediata de control de daños, a una comunicación social compasiva, clara y a una visita ipso facto a la frontera texana. Pero más pronto salió la vocería federal estadounidense a exculpar (no a disculpar) al mandatario por su insistente retórica supremacista y antimexicana que a enviar un mensaje de consuelo a las víctimas y sus familias o a anunciar acciones de política pública que eviten que El Paso se repita.

La tímida respuesta de la Casa Blanca a la tragedia no es producto de la descoordinación o el desconocimiento. Es claro que Trump ha obtenido una polarización tan intensa del mercado electoral americano que, pedir amplias disculpas a la comunidad latina, moderar su discurso y proponer acciones concretas en materia de prevención de los crímenes de odio, pueden erosionar su preferencia en un bloque duro de votantes que ya han comprado su postura segregacionista.

Este bloque electoral es el mismo que lo llevó a la presidencia comprando la promesa de resucitar un pasado de grandeza, un pasado aparentemente mejor. Como lo ha expresado Yuval Noah Harari, esos electores son los agotados de un siglo de liberalismo, son los que creen que el regreso al nacionalismo es la única opción viable. Son los que quieren cerrar la frontera de Estados Unidos, pero también son los que han promovido el Brexit para extirpar al Reino Unido de la UE, o los que buscan blindar el mediterráneo para evitar la migración africana hacia Europa. Curiosamente también son los mismos extremistas musulmanes que intentan restaurar califatos y regresar a las naciones árabes a los tiempos de vida del Profeta. Válgase el comparativo extremo, pero son los mismos que aplaudieron el surgimiento del nacional socialismo en Alemania cuando Adolf Hitler les ofreció reivindicar a una nación que venía de ser derrota en la primer gran guerra. Son, en resumen, los que añoran el pasado, los que están descontentos con el ahora.

Por ello, la popularidad de Trump no se vio afectada por los hechos de El Paso, porque su base de seguidores está dispuesta a asumir en silencio los costos sociales de esa promesa de resurrección.

Para México lo sucedido en El Paso debe de ser una llamada de atención, una alerta, una lección, pues también existen en nuestro país quienes se han cansado del liberalismo económico, político y social y quienes están dispuestos a hacer todo, y a soportar todo, con tal de regresar al pasado.