/ sábado 22 de mayo de 2021

Lo que no nos define | El opio de ¿los intelectuales? y de todos

El sociólogo y politólogo francés Raymond Aron escribió un extraordinario ensayo denominado El opio de los intelectuales (1955). Aron fue un duro crítico de los pensadores radicales de su generación como Sartre, Beauvoir y Camus. Su propuesta resulta sumamente atractiva en la actualidad.

Para él el marxismo —de hecho podría catalogarse a cualquier movimiento político extremista— es una típica religión secular promotora de un mesianismo optimista; asume que al final “de la historia” habrá una sociedad unidimensional y, entonces, la humanidad obtendrá paz y justicia. Por ende, todo resulta admisible siempre y cuando se cumpla a cabalidad el anhelado objetivo idealista, llámese transformación, movimiento o, incluso, oposición.

Hoy en día, lo vemos reflejado en la narrativa de distintos gobiernos, líderes de opinión y grupos sociales, misma que resalta el declive de unos y el ascenso de otros. En nombre de la libertad, la igualdad, el progreso, la tolerancia y la diversidad se están cometiendo una infinidad de atrocidades; motivadas por los prejuicios que salen de nuestro inconsciente, que no exteriorizamos en lo público pero en lo privado sí. Pensemos en las frivolidades y barbaries en el ámbito electoral, atribuibles a toda la clase política y “no política”.

Es indiscutible que la dogmática marxista mostró inconsistencias y contradicciones. Por ejemplo, asumió que el motor de la historia estaba definido por un conflicto entre los justos (proletariado) y los explotadores (burguesía). Esto lo podemos trasladar a cualquier fenómeno en la discusión pública, donde calificamos de “buenos” o de “malos”. Además de reduccionistas, las ideologías ignoran que se trata de cuestiones multidimensionales en las cuales convergen factores sociales, culturales, económicos, psicológicos, familiares y hasta personales.

Marx llamó a la religión “el opio de los pueblos” y Aron se valió de la expresión para introducir el término “opio comunista”, el cual incita concretamente a los proletarios a rebelarse. Kundera nos recuerda en su magnífica obra La Broma que: “El optimismo es el opio del pueblo.” Y las consecuencias de una simple broma mal entendida se insertan catastróficamente en un mundo que ha perdido la capacidad de reír.

Podemos observar cotidianamente cómo se pregonan verdades absolutas y de pensamiento binario. Éstas terminan cooptando el diálogo y exaltando los discursos incendiarios en un entorno frágil e hipersensible, convirtiendo a la violencia en la partera de la historia.

Sin duda alguna, la trascendencia de la obra de Aron radica en exponer cómo la violencia puede seducir a cualquier persona defendiendo una causa. Además, esta paradoja subraya cómo los extremos tarde o temprano se tocan. Thomas Cranmer lo apuntó: “No hay nada creado por la mente del hombre que, con el tiempo, no se haya corrompido parcial o completamente.”

Al parecer el efecto adormecedor del opio no es propio de los intelectuales, sino de todos. También de quien suscribe este mensaje. Al final, todos somos malos repetidores, y peores ejecutores, de grandes y nobles ideas.

¿Será el adormecimiento del opio lo que nos define?


Consultor y profesor universitario

Twitter: Petaco10marina

Facebook: Petaco Diez Marina

Instagram: Petaco10marina

El sociólogo y politólogo francés Raymond Aron escribió un extraordinario ensayo denominado El opio de los intelectuales (1955). Aron fue un duro crítico de los pensadores radicales de su generación como Sartre, Beauvoir y Camus. Su propuesta resulta sumamente atractiva en la actualidad.

Para él el marxismo —de hecho podría catalogarse a cualquier movimiento político extremista— es una típica religión secular promotora de un mesianismo optimista; asume que al final “de la historia” habrá una sociedad unidimensional y, entonces, la humanidad obtendrá paz y justicia. Por ende, todo resulta admisible siempre y cuando se cumpla a cabalidad el anhelado objetivo idealista, llámese transformación, movimiento o, incluso, oposición.

Hoy en día, lo vemos reflejado en la narrativa de distintos gobiernos, líderes de opinión y grupos sociales, misma que resalta el declive de unos y el ascenso de otros. En nombre de la libertad, la igualdad, el progreso, la tolerancia y la diversidad se están cometiendo una infinidad de atrocidades; motivadas por los prejuicios que salen de nuestro inconsciente, que no exteriorizamos en lo público pero en lo privado sí. Pensemos en las frivolidades y barbaries en el ámbito electoral, atribuibles a toda la clase política y “no política”.

Es indiscutible que la dogmática marxista mostró inconsistencias y contradicciones. Por ejemplo, asumió que el motor de la historia estaba definido por un conflicto entre los justos (proletariado) y los explotadores (burguesía). Esto lo podemos trasladar a cualquier fenómeno en la discusión pública, donde calificamos de “buenos” o de “malos”. Además de reduccionistas, las ideologías ignoran que se trata de cuestiones multidimensionales en las cuales convergen factores sociales, culturales, económicos, psicológicos, familiares y hasta personales.

Marx llamó a la religión “el opio de los pueblos” y Aron se valió de la expresión para introducir el término “opio comunista”, el cual incita concretamente a los proletarios a rebelarse. Kundera nos recuerda en su magnífica obra La Broma que: “El optimismo es el opio del pueblo.” Y las consecuencias de una simple broma mal entendida se insertan catastróficamente en un mundo que ha perdido la capacidad de reír.

Podemos observar cotidianamente cómo se pregonan verdades absolutas y de pensamiento binario. Éstas terminan cooptando el diálogo y exaltando los discursos incendiarios en un entorno frágil e hipersensible, convirtiendo a la violencia en la partera de la historia.

Sin duda alguna, la trascendencia de la obra de Aron radica en exponer cómo la violencia puede seducir a cualquier persona defendiendo una causa. Además, esta paradoja subraya cómo los extremos tarde o temprano se tocan. Thomas Cranmer lo apuntó: “No hay nada creado por la mente del hombre que, con el tiempo, no se haya corrompido parcial o completamente.”

Al parecer el efecto adormecedor del opio no es propio de los intelectuales, sino de todos. También de quien suscribe este mensaje. Al final, todos somos malos repetidores, y peores ejecutores, de grandes y nobles ideas.

¿Será el adormecimiento del opio lo que nos define?


Consultor y profesor universitario

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