/ miércoles 6 de junio de 2018

Sólo para villamelones

Corren tiempos de enorme crispación. Una crispación de la que no parece ajena la Fiesta de los Toros y en la que las redes sociales juegan un papel preponderante.

En una muy particular percepción veo que hoy las críticas, más allá de la contundencia que siempre han tenido, llevan aparejadas, muchas veces, un hálito de coraje del que estaban desprovistas antaño. Hoy, sobre todo en las redes sociales y en el mismo tendido de las plazas de toros, el odio y las descalificaciones, más hirientes que ocurrentes, son tema de todos los días.

Tuve la oportunidad, o acaso la desgracia, de ser Juez de Plaza en dos etapas de mi vida. La primera, hace ya un par de décadas, la juventud me ayudó a sortear con más despreocupación la alta responsabilidad que el cargo conllevaba. Entonces, cuando los noventas estaban en su apogeo, las broncas al juez podían ser monumentales (recuerdo una mayúscula en la Santa María queretana cuando negué una oreja a Cavazos) y cargaditas de recordatorios familiares a coro, pero poco más.

En aquellos tiempos el arriesgado oficio de autoridad en una corrida de toros podía ocasionar rechiflas y que algún borrachito llegara hasta el biombo a insultar a cualquiera que considerara, entre tumbos, podía ser el Juez, pero como digo, poco más.

En mi segunda etapa en ese mismo biombo, cuando el siglo veintiuno ya era casi adulto, encontré algo más profundo, no necesariamente expresado en gritos: el de un odio que sale por la mirada y se clava en comentarios que pueden apenas ser escuchados. Y esto, el incomprensible odio por cualquier nimia decisión de autoridad es lo que causa más temor y mueve a la reflexión.

Un odio que no sólo se muestra en la plaza misma, sino que se advierte en comentarios diversos en la red; que no se esconde entre la multitud de un tendido en un grito generalizado y hasta divertido, sino que sale de las entrañas y parece ser el antecedente de algo mucho peor.

Así como es cierto que a nuestra Fiesta la están hiriendo de manera mortal desde adentro los propios protagonistas de ella, también lo es que hay gente dispuesta a encontrarle peros a lo perfecto y socavar de manera persistente y sistematizada la credibilidad de un espectáculo que parecen dispuestos a destruir desde afuera.

Siempre he sido de la creencia de que hay que decir la verdad, aunque duela y lastime, y aunque dé argumentos a los enemigos de la Fiesta para atacarla, pero eso no valida que se nieguen méritos a quien los tiene en algo en particular, por el simple hecho de ser la figura a tundir. La mesura, el equilibrio y la razón, a decir de lo que escuchamos y leemos a diario, parecen ir sufriendo el menoscabo de tiempos difíciles.

Lo malo es que la Fiesta es la que sufre las consecuencias. Hay que encontrar la justa y razonable posición que nos permita, ajenos a todo lo “anti”, asegurar un futuro digno para el espectáculo que amamos, sin caer en la ceguera de la sinrazón, en las garras de ese odio latente que, apenas sin dejarse sentir, ya parece adueñarse de los tendidos y las redes sociales.

Corren tiempos de enorme crispación. Una crispación de la que no parece ajena la Fiesta de los Toros y en la que las redes sociales juegan un papel preponderante.

En una muy particular percepción veo que hoy las críticas, más allá de la contundencia que siempre han tenido, llevan aparejadas, muchas veces, un hálito de coraje del que estaban desprovistas antaño. Hoy, sobre todo en las redes sociales y en el mismo tendido de las plazas de toros, el odio y las descalificaciones, más hirientes que ocurrentes, son tema de todos los días.

Tuve la oportunidad, o acaso la desgracia, de ser Juez de Plaza en dos etapas de mi vida. La primera, hace ya un par de décadas, la juventud me ayudó a sortear con más despreocupación la alta responsabilidad que el cargo conllevaba. Entonces, cuando los noventas estaban en su apogeo, las broncas al juez podían ser monumentales (recuerdo una mayúscula en la Santa María queretana cuando negué una oreja a Cavazos) y cargaditas de recordatorios familiares a coro, pero poco más.

En aquellos tiempos el arriesgado oficio de autoridad en una corrida de toros podía ocasionar rechiflas y que algún borrachito llegara hasta el biombo a insultar a cualquiera que considerara, entre tumbos, podía ser el Juez, pero como digo, poco más.

En mi segunda etapa en ese mismo biombo, cuando el siglo veintiuno ya era casi adulto, encontré algo más profundo, no necesariamente expresado en gritos: el de un odio que sale por la mirada y se clava en comentarios que pueden apenas ser escuchados. Y esto, el incomprensible odio por cualquier nimia decisión de autoridad es lo que causa más temor y mueve a la reflexión.

Un odio que no sólo se muestra en la plaza misma, sino que se advierte en comentarios diversos en la red; que no se esconde entre la multitud de un tendido en un grito generalizado y hasta divertido, sino que sale de las entrañas y parece ser el antecedente de algo mucho peor.

Así como es cierto que a nuestra Fiesta la están hiriendo de manera mortal desde adentro los propios protagonistas de ella, también lo es que hay gente dispuesta a encontrarle peros a lo perfecto y socavar de manera persistente y sistematizada la credibilidad de un espectáculo que parecen dispuestos a destruir desde afuera.

Siempre he sido de la creencia de que hay que decir la verdad, aunque duela y lastime, y aunque dé argumentos a los enemigos de la Fiesta para atacarla, pero eso no valida que se nieguen méritos a quien los tiene en algo en particular, por el simple hecho de ser la figura a tundir. La mesura, el equilibrio y la razón, a decir de lo que escuchamos y leemos a diario, parecen ir sufriendo el menoscabo de tiempos difíciles.

Lo malo es que la Fiesta es la que sufre las consecuencias. Hay que encontrar la justa y razonable posición que nos permita, ajenos a todo lo “anti”, asegurar un futuro digno para el espectáculo que amamos, sin caer en la ceguera de la sinrazón, en las garras de ese odio latente que, apenas sin dejarse sentir, ya parece adueñarse de los tendidos y las redes sociales.