/ miércoles 25 de julio de 2018

Sólo para villamelones

La fidelidad es un atributo que no siempre se presenta en la vida. El ser fiel a una idea, a un concepto o a una forma de ver las cosas, requiere de valor y consistencia, de sacrificios y no pocos sinsabores, pues no siempre se es fiel a algo que resulta cómodo o conveniente.

También sucede, claro, en el toreo; en esa forma de asumir una forma de torear, de comprometerse con la profesión, a pesar de los pesares y de los intereses que de pronto se presentan.

Casos hay de toreros fieles a su Tauromaquia, dignos ejemplos de compromiso y lealtad a sus principios. A la mente me vienen algunos nombres como los de José Tomás o Morante, o acaso Diego Urdiales.

Toreros que sabe uno perfectamente cómo se van a comportar en el ruedo, salga el toro que salga por toriles y sea como fuere la mayoría en los tendidos. Toreros que no piensan nunca en torear hacia las alturas, haciendo concesiones con tal de agradar. Por eso son los toreros que son.

En México también tenemos este tipo de lidiadores, siempre firmes tras una idea del toreo que han acariciado desde siempre y sin la cual se sentirían desnudos, aunque a veces no sean del todo comprendidos por las mayorías y por esas plazas del territorio nacional donde el alcohol es protagonista y la pachanga una forma de existencia.

Pienso en toreros como el potosino Fermín Rivera, o el mismo queretano Octavio García, a quienes difícilmente se les verá buscando el regocijo popular en unas plazas y la aprobación de los más conocedores en otras.

Incluso hay toreros no demasiado puristas que nunca han pretendido ser lo que no son y se asumen como diestros heterodoxos o tremendistas, y son fieles a ello. Y aún con esas características se forjan una carrera sin hipocresías, llegando a ser admirados y reconocidos hasta por los públicos más exigentes. Las orejas a Eloy Cavazos en Madrid o el respeto a Juan José Padilla en su temporada de despedida, pueden ser ejemplos claros de ello.

Hay toreros, sin embargo, que no parecen ser los mismos de todas las plazas; diestros que torean de una forma en las plazas importantes e interpretan su profesión de muy distinta manera en los cosos de pueblo. A esos toreros es a los que cuesta más calificar, y las opiniones sobre su trabajo profesional varían de acuerdo con las circunstancias.

Me pregunto, por ejemplo, si un torero como Joselito Adame, u otro como Leo Valadez, pueden considerarse diestros fieles a una forma de interpretar el toreo. ¿Es acaso el Joselito de Madrid el mismo que podemos ver en Juriquilla, y más aún, en una plaza portátil de San Juan del Río? Mi respuesta personal es que no tiene que ver nada el uno con el otro, siendo el mismo.

Y reflexiono sobre la importancia de la fidelidad. Me gustan mucho más los toreros fieles a un concepto, a una interpretación personal única e indeclinable. Pero, por fortuna, en gustos se rompen géneros y hasta los infieles pueden granjearse consentimientos.

La fidelidad es un atributo que no siempre se presenta en la vida. El ser fiel a una idea, a un concepto o a una forma de ver las cosas, requiere de valor y consistencia, de sacrificios y no pocos sinsabores, pues no siempre se es fiel a algo que resulta cómodo o conveniente.

También sucede, claro, en el toreo; en esa forma de asumir una forma de torear, de comprometerse con la profesión, a pesar de los pesares y de los intereses que de pronto se presentan.

Casos hay de toreros fieles a su Tauromaquia, dignos ejemplos de compromiso y lealtad a sus principios. A la mente me vienen algunos nombres como los de José Tomás o Morante, o acaso Diego Urdiales.

Toreros que sabe uno perfectamente cómo se van a comportar en el ruedo, salga el toro que salga por toriles y sea como fuere la mayoría en los tendidos. Toreros que no piensan nunca en torear hacia las alturas, haciendo concesiones con tal de agradar. Por eso son los toreros que son.

En México también tenemos este tipo de lidiadores, siempre firmes tras una idea del toreo que han acariciado desde siempre y sin la cual se sentirían desnudos, aunque a veces no sean del todo comprendidos por las mayorías y por esas plazas del territorio nacional donde el alcohol es protagonista y la pachanga una forma de existencia.

Pienso en toreros como el potosino Fermín Rivera, o el mismo queretano Octavio García, a quienes difícilmente se les verá buscando el regocijo popular en unas plazas y la aprobación de los más conocedores en otras.

Incluso hay toreros no demasiado puristas que nunca han pretendido ser lo que no son y se asumen como diestros heterodoxos o tremendistas, y son fieles a ello. Y aún con esas características se forjan una carrera sin hipocresías, llegando a ser admirados y reconocidos hasta por los públicos más exigentes. Las orejas a Eloy Cavazos en Madrid o el respeto a Juan José Padilla en su temporada de despedida, pueden ser ejemplos claros de ello.

Hay toreros, sin embargo, que no parecen ser los mismos de todas las plazas; diestros que torean de una forma en las plazas importantes e interpretan su profesión de muy distinta manera en los cosos de pueblo. A esos toreros es a los que cuesta más calificar, y las opiniones sobre su trabajo profesional varían de acuerdo con las circunstancias.

Me pregunto, por ejemplo, si un torero como Joselito Adame, u otro como Leo Valadez, pueden considerarse diestros fieles a una forma de interpretar el toreo. ¿Es acaso el Joselito de Madrid el mismo que podemos ver en Juriquilla, y más aún, en una plaza portátil de San Juan del Río? Mi respuesta personal es que no tiene que ver nada el uno con el otro, siendo el mismo.

Y reflexiono sobre la importancia de la fidelidad. Me gustan mucho más los toreros fieles a un concepto, a una interpretación personal única e indeclinable. Pero, por fortuna, en gustos se rompen géneros y hasta los infieles pueden granjearse consentimientos.