/ miércoles 22 de agosto de 2018

Sólo para villamelones

Mucho se habla, a veces muy románticamente, del toro de lidia; de su bravura, de su porte y de la noble naturaleza de su destino. Se habla, en fin, de un animal que va a morir a una plaza y que en ella forma parte esencial de una Fiesta que va mucho más allá de un simple espectáculo.

Ese toro de, al menos, cuatro años, de presencia de cara, de astas íntegras, de entrega al movimiento, pero al tiempo, de pelea y respeto, es el que, al momento de explicar el toreo, se vuelve inevitable en el papel. Y es que ese toro de lidia, ese animal bravo y noble a la vez, es el que le da sentido a ese añejo mundo del que es protagonista.

Luego vienen, claro está, sus lidiadores; aquellos que tendrán que enfrentarlo, eludiendo el miedo siempre presente y poniendo en riesgo su vida. Y ahí las personalidades, los estilos y las características pueden ser disímbolas y gustar más o menos a quienes pagan un boleto por ver esa danza sui géneris entre un animal y un hombre vestido de luces, que se vuelve, en ocasiones, arte.

No podría existir el toreo si faltara alguno de estos ingredientes.

Pero muchas veces también resulta que ese toro ideal del que hablamos cuando defendemos, ante sus muchos detractores, a la Fiesta, no es necesariamente el que buscan los otros protagonistas del espectáculo, a fuerza de aminorar las fatigas de la profesión.

Escuché en estos días, luego del escándalo mediático que provocó la escasa presencia de unas reses lidiadas por Julián López, El Juli, en España, a alguien que aseguraba que los aficionados a los toros iban a las plazas a ver torear a los toreros y no a ver las características de los toros; que siempre van a ver triunfos y no dificultades (dicho todo esto, claro está, con otras palabras).

Quizá no le falte razón a quien lo aseguró. Tal vez, efectivamente, las multitudes que pueden ocupar los tendidos de una plaza de toros vayan por el triunfo grande, por el natural espléndido, por el quite de oro, por una espadazo simplemente efectivo, por una verónica dibujada, o por un par de banderillas apretado, y no a ver a un animal fiero, dispuesto a vender cara su muerte, que plantea dificultades a vencer, que no se doblega y que aprieta fuerte en el peto de un caballo mientras recibe el castigo de un puyazo.

Quizá el espectador promedio de hoy busque el toro repetidor, la carretilla con patas, la ocasión para hacer toreo casi de salón, y hasta considere innecesaria la suerte de varas. ¿Pero eso es el toreo?

Y no, el toreo no existe sin emoción y peligro; sin lucha frontal y condiciones complejas. De eso se trata; sin ello no existe del todo.

Ese toro poderoso, noble, pero bravo, capaz de poner en aprietos, estimulante a la vista, de defensas visibles e íntegras, de lucha inacabable, es imprescindible para que la Fiesta siga viviendo y no se convierta en una caricatura de sí mismo.

Mucho se habla, a veces muy románticamente, del toro de lidia; de su bravura, de su porte y de la noble naturaleza de su destino. Se habla, en fin, de un animal que va a morir a una plaza y que en ella forma parte esencial de una Fiesta que va mucho más allá de un simple espectáculo.

Ese toro de, al menos, cuatro años, de presencia de cara, de astas íntegras, de entrega al movimiento, pero al tiempo, de pelea y respeto, es el que, al momento de explicar el toreo, se vuelve inevitable en el papel. Y es que ese toro de lidia, ese animal bravo y noble a la vez, es el que le da sentido a ese añejo mundo del que es protagonista.

Luego vienen, claro está, sus lidiadores; aquellos que tendrán que enfrentarlo, eludiendo el miedo siempre presente y poniendo en riesgo su vida. Y ahí las personalidades, los estilos y las características pueden ser disímbolas y gustar más o menos a quienes pagan un boleto por ver esa danza sui géneris entre un animal y un hombre vestido de luces, que se vuelve, en ocasiones, arte.

No podría existir el toreo si faltara alguno de estos ingredientes.

Pero muchas veces también resulta que ese toro ideal del que hablamos cuando defendemos, ante sus muchos detractores, a la Fiesta, no es necesariamente el que buscan los otros protagonistas del espectáculo, a fuerza de aminorar las fatigas de la profesión.

Escuché en estos días, luego del escándalo mediático que provocó la escasa presencia de unas reses lidiadas por Julián López, El Juli, en España, a alguien que aseguraba que los aficionados a los toros iban a las plazas a ver torear a los toreros y no a ver las características de los toros; que siempre van a ver triunfos y no dificultades (dicho todo esto, claro está, con otras palabras).

Quizá no le falte razón a quien lo aseguró. Tal vez, efectivamente, las multitudes que pueden ocupar los tendidos de una plaza de toros vayan por el triunfo grande, por el natural espléndido, por el quite de oro, por una espadazo simplemente efectivo, por una verónica dibujada, o por un par de banderillas apretado, y no a ver a un animal fiero, dispuesto a vender cara su muerte, que plantea dificultades a vencer, que no se doblega y que aprieta fuerte en el peto de un caballo mientras recibe el castigo de un puyazo.

Quizá el espectador promedio de hoy busque el toro repetidor, la carretilla con patas, la ocasión para hacer toreo casi de salón, y hasta considere innecesaria la suerte de varas. ¿Pero eso es el toreo?

Y no, el toreo no existe sin emoción y peligro; sin lucha frontal y condiciones complejas. De eso se trata; sin ello no existe del todo.

Ese toro poderoso, noble, pero bravo, capaz de poner en aprietos, estimulante a la vista, de defensas visibles e íntegras, de lucha inacabable, es imprescindible para que la Fiesta siga viviendo y no se convierta en una caricatura de sí mismo.