/ miércoles 17 de octubre de 2018

Sólo para villamelones

La señora se llama Leticia Varela y es diputada por Morena en el Congreso de la Ciudad de México. Se trata de una política con ya varias horas de vuelo, que, entre otras cosas, aspiró, y no estuvo tan lejos de lograr, la titularidad de la delegación Benito Juárez en la capital del país hace seis años. Hoy se desempeña como diputada gracias a que ganó en las urnas esa responsabilidad.

La semana pasada, la señora Varela subió a la tribuna para presentar una propuesta de modificaciones a las leyes vigentes. Ahí se dijo animalista, cosa que merece el respeto general; argumentó que la obligación de respetar la vida de los animales es su obligación, función que nadie le escatima; y aseguró que la tutela de los animales es una responsabilidad común, opinión por demás igualmente respetable.

En esos argumentos basó su iniciativa que, de aprobarse por ese ente legislativo, desembocaría en la prohibición de las corridas de toros en la Ciudad de México. Incluso esto último, por más taurinos que podamos ser, hay que respetarlo, pues se trata de una opinión y una lucha de muchos mexicanos que, independientemente de ser minoría o no, tienen derecho a ser escuchados.

Pero la señora Varela, más allá de externar una postura y propiciar unas reformas acordes a su sentir, aprovechó la palestra de la sala legislativa para, abonando a su intención, mentir con el mayor de los descaros. Así, mintiendo como si estuviera en la sala de su casa, si es que ahí miente, y no en un espacio que debería ser serio y respetable, sustentó sus intenciones de modificación.

Entre otras lindezas, la legisladora aseguró que a los toros de lidia se les hacían las siguientes cosas:

Se les llenaban los oídos con periódicos mojados para que no escucharan durante su lidia en el ruedo.

Se les untaba vaselina en los ojos para que se les nublara la vista y no tuvieran una visión clara.

Les metían algodón en la nariz para que les costara trabajo respirar.

Les metían una aguja entre los genitales para que sintieran un dolor permanente.

Les frotaban una substancia corrosiva entre las piernas (creo que dijo piernas y no patas, por cierto) para evitar que se echaran al piso.

Todo eso dijo, así, sin más, con la cara dura, sin importarle el lugar donde estaba y el mínimo respeto que debería tener una investidura como la suya.

En las redes sociales, esos espacios donde cualquiera puede decir lo que sea sin que se haga responsable de ello, se dicen muchas cosas todos los días; se miente, se insulta y se injuria, sin el menor castigo, y al parecer, sin la mínima prudencia y sin un ápice de arrepentimiento. Está mal, pero tenemos que apoquinar con ello todos los días, en tanto no exista una legislación mucho más firme sobre el tema. ¿Pero en el mismísimo Congreso de la Ciudad de México?

No me indigna que la señora Varela sea animalista, ni que pretenda abolir las corridas de toros en la capital del país; es más, ni siquiera me molesta la posibilidad de que sea lo suficientemente cándida (es la palabra más suave que encontré) para creer lo que dijo; lo que me indigna es la estulticia con la que desempeña el que debería ser el noble oficio de legislar.

La señora se llama Leticia Varela y es diputada por Morena en el Congreso de la Ciudad de México. Se trata de una política con ya varias horas de vuelo, que, entre otras cosas, aspiró, y no estuvo tan lejos de lograr, la titularidad de la delegación Benito Juárez en la capital del país hace seis años. Hoy se desempeña como diputada gracias a que ganó en las urnas esa responsabilidad.

La semana pasada, la señora Varela subió a la tribuna para presentar una propuesta de modificaciones a las leyes vigentes. Ahí se dijo animalista, cosa que merece el respeto general; argumentó que la obligación de respetar la vida de los animales es su obligación, función que nadie le escatima; y aseguró que la tutela de los animales es una responsabilidad común, opinión por demás igualmente respetable.

En esos argumentos basó su iniciativa que, de aprobarse por ese ente legislativo, desembocaría en la prohibición de las corridas de toros en la Ciudad de México. Incluso esto último, por más taurinos que podamos ser, hay que respetarlo, pues se trata de una opinión y una lucha de muchos mexicanos que, independientemente de ser minoría o no, tienen derecho a ser escuchados.

Pero la señora Varela, más allá de externar una postura y propiciar unas reformas acordes a su sentir, aprovechó la palestra de la sala legislativa para, abonando a su intención, mentir con el mayor de los descaros. Así, mintiendo como si estuviera en la sala de su casa, si es que ahí miente, y no en un espacio que debería ser serio y respetable, sustentó sus intenciones de modificación.

Entre otras lindezas, la legisladora aseguró que a los toros de lidia se les hacían las siguientes cosas:

Se les llenaban los oídos con periódicos mojados para que no escucharan durante su lidia en el ruedo.

Se les untaba vaselina en los ojos para que se les nublara la vista y no tuvieran una visión clara.

Les metían algodón en la nariz para que les costara trabajo respirar.

Les metían una aguja entre los genitales para que sintieran un dolor permanente.

Les frotaban una substancia corrosiva entre las piernas (creo que dijo piernas y no patas, por cierto) para evitar que se echaran al piso.

Todo eso dijo, así, sin más, con la cara dura, sin importarle el lugar donde estaba y el mínimo respeto que debería tener una investidura como la suya.

En las redes sociales, esos espacios donde cualquiera puede decir lo que sea sin que se haga responsable de ello, se dicen muchas cosas todos los días; se miente, se insulta y se injuria, sin el menor castigo, y al parecer, sin la mínima prudencia y sin un ápice de arrepentimiento. Está mal, pero tenemos que apoquinar con ello todos los días, en tanto no exista una legislación mucho más firme sobre el tema. ¿Pero en el mismísimo Congreso de la Ciudad de México?

No me indigna que la señora Varela sea animalista, ni que pretenda abolir las corridas de toros en la capital del país; es más, ni siquiera me molesta la posibilidad de que sea lo suficientemente cándida (es la palabra más suave que encontré) para creer lo que dijo; lo que me indigna es la estulticia con la que desempeña el que debería ser el noble oficio de legislar.