/ miércoles 14 de noviembre de 2018

Sólo para villamelones

Hace ya muchos años que don Rafael Morales, el popular y sabio cronista taurino al que todos conocíamos como “Clarinero”, me confesó aquella verdad que, por otro lado, no espanta a nadie: El cronista, el hombre tras un micrófono y en una trasmisión radial, tenía que poner el ánimo que no hubiese en el ruedo, porque por muy aburrida que estuviera la corrida, la cervecera patrocinadora tenía que vender su producto, y no lo iba a hacer a radioescuchas aburridos y dispuestos a cambiar la aguja del cuadrante, o de plano apagar el aparato, ante lo triste de los acontecimientos taurinos.

Así que “Clarinero”, con su estilo y sapiencia característicos, echaba mano de la imaginación, de los datos, de las anécdotas y de la ilusión, para mantener la atención, y hasta el entusiasmo, en aquellas tardes en las que los toros, o sus lidiadores, no abundaban en emociones.

Había abrevado de un maestro de la crónica, de un hombre de una cultura general amplísima y de un linaje inocultable; de un erudito y de un poeta; de un hombre capaz de llevar de la mano, por los complejos misterios de la Tauromaquia, al más neófito espectador, para hacerlo vibrar con ese mundo de ensueño, tejiendo fino con las agujas de la palabra. Había acompañado por años y por tantas plazas, a Pepe Alameda.

Don Rafael era un digno heredero de don Pepe (o de don Carlos, si apelamos al verdadero nombre del maestro) y había logrado encontrar ese punto de equilibrio entre la realidad y lo deseable, en ese ámbito de la palabra, tan complejo, tan peligroso, tan difícil. Para ello no bastaba hablar, sino hacerlo como quien lidia a un toro difícil, siendo capaz de encontrar ente el bagaje acumulado en la memoria y la experiencia, la muleta ideal para el natural perfecto, el estoque afilado para la suerte suprema frente al micrófono.

Y es que, si la crónica taurina escrita es difícil y compleja, la hablada lo es triplemente, pues ahí no hay tiempo para analizar la frase, ni oportunidad para la consulta necesaria, ni herramientas adicionales para aderezar sobradamente las palabras. La crónica taurina hablada, donde se apela a cada paso a la improvisación del momento, desnuda al que la intenta como las buenas plazas al torero chambón. Ahí no hay espacio para el requiebro por piernas, para el desplante alevoso o para el pico de la muleta; ahí sólo hay espacio para la verdad.

Personalmente me parece que Heriberto Murrieta es un digno sucesor de esa generación de cronistas que nos alegraron las tardes de domingo, incluido aquel inolvidable Paco Malgesto del “pero oiga usted”. Con todo lo que, sin embargo, irremediablemente rodea al toreo. Es la de Murrieta una voz sustentada en el conocimiento, no exclusivamente taurino; una palabra sosegada en tiempos revueltos por las redes sociales, el malestar del tendido y los muchos aficionados de ocasión. Una voz que, como la de “Clarinero”, tenía muchas veces que buscar el mejor de los lados posibles a un cuadrado imperfecto.

Pese a ello, al parecer por las críticas (merecidísimas, por otro lado) a una ganadería en una trasmisión de la temporada pasada, Heriberto Murrieta ha sido desplazado de la crónica televisiva, sufriendo en carne propia un absurdo e indignante veto. En su lugar, varios cronistas de todos mis respetos se están dedicando a elogiar a diestra y siniestra a los protagonistas de la Fiesta, y a cubrir con su voz, sin parar y sin medida, toda la trasmisión, como si los silencios fueran el enemigo por vencer.

Cual torero incómodo, Murrieta fue enviado a la banca. Tiempos vendrán, estoy seguro, que al más puro estilo de Ventura, volverá a tomar un micrófono para narrar una corrida de toros. Porque también ahí, en los burladeros de trasmisiones, acaba imponiéndose la verdad.

Hace ya muchos años que don Rafael Morales, el popular y sabio cronista taurino al que todos conocíamos como “Clarinero”, me confesó aquella verdad que, por otro lado, no espanta a nadie: El cronista, el hombre tras un micrófono y en una trasmisión radial, tenía que poner el ánimo que no hubiese en el ruedo, porque por muy aburrida que estuviera la corrida, la cervecera patrocinadora tenía que vender su producto, y no lo iba a hacer a radioescuchas aburridos y dispuestos a cambiar la aguja del cuadrante, o de plano apagar el aparato, ante lo triste de los acontecimientos taurinos.

Así que “Clarinero”, con su estilo y sapiencia característicos, echaba mano de la imaginación, de los datos, de las anécdotas y de la ilusión, para mantener la atención, y hasta el entusiasmo, en aquellas tardes en las que los toros, o sus lidiadores, no abundaban en emociones.

Había abrevado de un maestro de la crónica, de un hombre de una cultura general amplísima y de un linaje inocultable; de un erudito y de un poeta; de un hombre capaz de llevar de la mano, por los complejos misterios de la Tauromaquia, al más neófito espectador, para hacerlo vibrar con ese mundo de ensueño, tejiendo fino con las agujas de la palabra. Había acompañado por años y por tantas plazas, a Pepe Alameda.

Don Rafael era un digno heredero de don Pepe (o de don Carlos, si apelamos al verdadero nombre del maestro) y había logrado encontrar ese punto de equilibrio entre la realidad y lo deseable, en ese ámbito de la palabra, tan complejo, tan peligroso, tan difícil. Para ello no bastaba hablar, sino hacerlo como quien lidia a un toro difícil, siendo capaz de encontrar ente el bagaje acumulado en la memoria y la experiencia, la muleta ideal para el natural perfecto, el estoque afilado para la suerte suprema frente al micrófono.

Y es que, si la crónica taurina escrita es difícil y compleja, la hablada lo es triplemente, pues ahí no hay tiempo para analizar la frase, ni oportunidad para la consulta necesaria, ni herramientas adicionales para aderezar sobradamente las palabras. La crónica taurina hablada, donde se apela a cada paso a la improvisación del momento, desnuda al que la intenta como las buenas plazas al torero chambón. Ahí no hay espacio para el requiebro por piernas, para el desplante alevoso o para el pico de la muleta; ahí sólo hay espacio para la verdad.

Personalmente me parece que Heriberto Murrieta es un digno sucesor de esa generación de cronistas que nos alegraron las tardes de domingo, incluido aquel inolvidable Paco Malgesto del “pero oiga usted”. Con todo lo que, sin embargo, irremediablemente rodea al toreo. Es la de Murrieta una voz sustentada en el conocimiento, no exclusivamente taurino; una palabra sosegada en tiempos revueltos por las redes sociales, el malestar del tendido y los muchos aficionados de ocasión. Una voz que, como la de “Clarinero”, tenía muchas veces que buscar el mejor de los lados posibles a un cuadrado imperfecto.

Pese a ello, al parecer por las críticas (merecidísimas, por otro lado) a una ganadería en una trasmisión de la temporada pasada, Heriberto Murrieta ha sido desplazado de la crónica televisiva, sufriendo en carne propia un absurdo e indignante veto. En su lugar, varios cronistas de todos mis respetos se están dedicando a elogiar a diestra y siniestra a los protagonistas de la Fiesta, y a cubrir con su voz, sin parar y sin medida, toda la trasmisión, como si los silencios fueran el enemigo por vencer.

Cual torero incómodo, Murrieta fue enviado a la banca. Tiempos vendrán, estoy seguro, que al más puro estilo de Ventura, volverá a tomar un micrófono para narrar una corrida de toros. Porque también ahí, en los burladeros de trasmisiones, acaba imponiéndose la verdad.