/ miércoles 21 de noviembre de 2018

Sólo para villamelones

No son más que retazos de toro, pero parecen representarlo todo.

Las orejas de los toros de lidia, a veces “de peso” o “de ley” y otras muchas “baratas” o “regaladas”, representan la forma en que el espectáculo de la Tauromaquia, y el negocio que subyace tras ella, suele medir el éxito o el fracaso de un torero. Triste forma de medirlos, digo yo.

Porque finalmente, en la mente del espectador, del buen espectador, no quedará el número de orejas concedido, ni las vueltas al ruedo recorridas, sino ese momento sublime, representado en un muletazo, en un capotazo o en un detalle torero, que vuelve a nuestra Fiesta en arte.

La faena de Diego Urdiales la pasada temporada española en Madrid, por ejemplo, vale por lo acontecido en el ruedo, por una lidia prodigiosa, por unos muletazos largos y profundos, por una autoridad sobre el burel, y no por los apéndices otorgados. En la retina se queda para siempre la verónica de Paco Ojeda, la chicuelina desmayada de Diego Puerta, el natural de José Tomás, la media de Curro Romero, el trincherazo de Morante, la ejecución de la suerte suprema de El Viti, o el descabello de Roberto Domínguez.

Lo demás, insisto, siguen siendo retazos que dan número y forma, pero nunca fondo, al toreo.

Vivimos, sin embargo, tiempos de formas. Hoy la consecución de una oreja, o de más apéndices si se pudiera, sirven para acumular aparentes éxitos y para, quizá, abrir puertas, pero no para trascender en el difícil mundo de los toreros. Número vanos que se buscan con ahínco, como el estudiante que busca la calificación del momento sin aprender un ápice de matemáticas. La forma por encima del fondo, lo superfluo por arriba de lo trascendente.

Por ello, en estos tiempos que corren los trofeos otorgados a los toreros en forma de orejas se han vuelto algo más común; por eso es que hoy se busca acumular resultados que aparezcan en los resúmenes y se añadan a las estadísticas, aunque el recuerdo de lo realizado se esfume al día siguiente.

Y de esta imperfecta forma de calificar desempeños taurinos resalta, más allá de la proliferación de trofeos, la ansiedad que los protagonistas muestran para con ello; una ansiedad que raya a ratos en la desesperación y hasta la indignidad. Porque personalmente me parece indigno que un torero mendigue, con la actitud y el enojo, un apéndice.

En la Plaza México se han dado apenas cuatro orejas en los dos festejos realizados en la incipiente temporada (Diego Ventura, con la faena más trascendente, no debió recibir apéndices, pues su toro fue indultado), y las cuatro fueron solicitadas, con la actitud y la postura, por los toreros, de tres nacionalidades distintas, que finalmente las recibieron.

No son más que retazos de toro, pero para recibirlos, se empieza a hacer costumbre el dejar de lado la grandeza.

No son más que retazos de toro, pero parecen representarlo todo.

Las orejas de los toros de lidia, a veces “de peso” o “de ley” y otras muchas “baratas” o “regaladas”, representan la forma en que el espectáculo de la Tauromaquia, y el negocio que subyace tras ella, suele medir el éxito o el fracaso de un torero. Triste forma de medirlos, digo yo.

Porque finalmente, en la mente del espectador, del buen espectador, no quedará el número de orejas concedido, ni las vueltas al ruedo recorridas, sino ese momento sublime, representado en un muletazo, en un capotazo o en un detalle torero, que vuelve a nuestra Fiesta en arte.

La faena de Diego Urdiales la pasada temporada española en Madrid, por ejemplo, vale por lo acontecido en el ruedo, por una lidia prodigiosa, por unos muletazos largos y profundos, por una autoridad sobre el burel, y no por los apéndices otorgados. En la retina se queda para siempre la verónica de Paco Ojeda, la chicuelina desmayada de Diego Puerta, el natural de José Tomás, la media de Curro Romero, el trincherazo de Morante, la ejecución de la suerte suprema de El Viti, o el descabello de Roberto Domínguez.

Lo demás, insisto, siguen siendo retazos que dan número y forma, pero nunca fondo, al toreo.

Vivimos, sin embargo, tiempos de formas. Hoy la consecución de una oreja, o de más apéndices si se pudiera, sirven para acumular aparentes éxitos y para, quizá, abrir puertas, pero no para trascender en el difícil mundo de los toreros. Número vanos que se buscan con ahínco, como el estudiante que busca la calificación del momento sin aprender un ápice de matemáticas. La forma por encima del fondo, lo superfluo por arriba de lo trascendente.

Por ello, en estos tiempos que corren los trofeos otorgados a los toreros en forma de orejas se han vuelto algo más común; por eso es que hoy se busca acumular resultados que aparezcan en los resúmenes y se añadan a las estadísticas, aunque el recuerdo de lo realizado se esfume al día siguiente.

Y de esta imperfecta forma de calificar desempeños taurinos resalta, más allá de la proliferación de trofeos, la ansiedad que los protagonistas muestran para con ello; una ansiedad que raya a ratos en la desesperación y hasta la indignidad. Porque personalmente me parece indigno que un torero mendigue, con la actitud y el enojo, un apéndice.

En la Plaza México se han dado apenas cuatro orejas en los dos festejos realizados en la incipiente temporada (Diego Ventura, con la faena más trascendente, no debió recibir apéndices, pues su toro fue indultado), y las cuatro fueron solicitadas, con la actitud y la postura, por los toreros, de tres nacionalidades distintas, que finalmente las recibieron.

No son más que retazos de toro, pero para recibirlos, se empieza a hacer costumbre el dejar de lado la grandeza.