/ miércoles 6 de marzo de 2019

Sólo para villamelones

Dicen, aunque no lo sé de cierto, que una buena cantidad de féminas esperaron al gran Silverio Pérez a su llegada al aeropuerto de La Habana, esperando encontrarse en persona con ese “tormento de las mujeres” de las que hablaba Agustín Lara en el pasodoble en su honor. Dicen también, y tampoco lo sé de cierto, que la decepción fue mayúscula entre aquellas cubanas alentadas por la canción de moda, cuando vieron bajar, por la escalerilla del avión, al famoso “Faraón de Texcoco”.

Silverio se había convertido en torero famoso. Lo había hecho luego de abrigar la difícil profesión de su hermano mayor, Carmelo, quien, tras una durísima cornada, había acabado por morir. Lo había hecho siendo el representante más destacado de lo que algunos llamaron la “escuela mexicana del toreo” y alcanzando la cima de la baraja taurina de nuestro país, alternando con las figuras mundiales que coincidieron con él en su tiempo.

Era un torero de personalidad definida, de trasmisión evidente, que conmovía a los espectadores y que tuvo en el trincherazo, al menos a decir del mismo pasodoble del “flaco de oro”, el más importante de sus muletazos. No tuvo suerte, sin embargo, tras el Atlántico, donde no alcanzó la notoriedad de algunos otros de sus compatriotas, e incluso donde la mala suerte lo acompañó, no pudiéndose presentar en la capital taurina del mundo.

De trato amable y buena vibra manifiesta, lo quisieron todos los que lo conocieron; no sólo los aficionados a los toros, sino también sus propios vecinos, al grado de que, con el tiempo, se convirtió en alcalde de su natal Texcoco, donde la gente lo respetó y cuidó hasta su muerte, en 2006, cuando ya contaba con noventa años.

El primero de marzo del cincuenta y tres se retiró de los ruedos. Lo hizo encerrándose con ganado de la prestigiada ganadería de Torrecillas, la misma donde se había criado el burel de nombre “Barba Azul”, al que le cortó el primer rabo en la historia de la Plaza México, en una tarde de mano a mano con Manolete. Quince años tenía entonces de alternativa, y el encargado de cortarle la coleta fue Fermín Espinosa, Armillita, quien lo había apadrinado en Puebla, con el queretano Paco Gorráez de testigo.

Agradable de trato, torero profundo, político honesto, Silverio Pérez no era, sin embargo, un hombre del todo bien parecido, aunque el pasodoble de Agustín Lara parecía afirmar lo contrario. En Cuba, donde no abundaban los toros ni llegaban con profusión las imágenes de sus protagonistas, pensaban que la letra de aquella canción de moda era precisa. Por eso aquella multitud de mujeres esperándolo en el aeropuerto; por eso aquella decepción general cuando apareció por la escalerilla. Dicen, pero no lo sé de cierto.

Dicen, aunque no lo sé de cierto, que una buena cantidad de féminas esperaron al gran Silverio Pérez a su llegada al aeropuerto de La Habana, esperando encontrarse en persona con ese “tormento de las mujeres” de las que hablaba Agustín Lara en el pasodoble en su honor. Dicen también, y tampoco lo sé de cierto, que la decepción fue mayúscula entre aquellas cubanas alentadas por la canción de moda, cuando vieron bajar, por la escalerilla del avión, al famoso “Faraón de Texcoco”.

Silverio se había convertido en torero famoso. Lo había hecho luego de abrigar la difícil profesión de su hermano mayor, Carmelo, quien, tras una durísima cornada, había acabado por morir. Lo había hecho siendo el representante más destacado de lo que algunos llamaron la “escuela mexicana del toreo” y alcanzando la cima de la baraja taurina de nuestro país, alternando con las figuras mundiales que coincidieron con él en su tiempo.

Era un torero de personalidad definida, de trasmisión evidente, que conmovía a los espectadores y que tuvo en el trincherazo, al menos a decir del mismo pasodoble del “flaco de oro”, el más importante de sus muletazos. No tuvo suerte, sin embargo, tras el Atlántico, donde no alcanzó la notoriedad de algunos otros de sus compatriotas, e incluso donde la mala suerte lo acompañó, no pudiéndose presentar en la capital taurina del mundo.

De trato amable y buena vibra manifiesta, lo quisieron todos los que lo conocieron; no sólo los aficionados a los toros, sino también sus propios vecinos, al grado de que, con el tiempo, se convirtió en alcalde de su natal Texcoco, donde la gente lo respetó y cuidó hasta su muerte, en 2006, cuando ya contaba con noventa años.

El primero de marzo del cincuenta y tres se retiró de los ruedos. Lo hizo encerrándose con ganado de la prestigiada ganadería de Torrecillas, la misma donde se había criado el burel de nombre “Barba Azul”, al que le cortó el primer rabo en la historia de la Plaza México, en una tarde de mano a mano con Manolete. Quince años tenía entonces de alternativa, y el encargado de cortarle la coleta fue Fermín Espinosa, Armillita, quien lo había apadrinado en Puebla, con el queretano Paco Gorráez de testigo.

Agradable de trato, torero profundo, político honesto, Silverio Pérez no era, sin embargo, un hombre del todo bien parecido, aunque el pasodoble de Agustín Lara parecía afirmar lo contrario. En Cuba, donde no abundaban los toros ni llegaban con profusión las imágenes de sus protagonistas, pensaban que la letra de aquella canción de moda era precisa. Por eso aquella multitud de mujeres esperándolo en el aeropuerto; por eso aquella decepción general cuando apareció por la escalerilla. Dicen, pero no lo sé de cierto.