/ miércoles 20 de marzo de 2019

Sólo para villamelones

La familia de Paco Ureña poco, o nada, tenía que ver con el mundo del toro. Eran hortelanos de la zona de Lorca, en la provincia de Murcia, y de los vegetales que cultivaban, y después vendían, vivía la familia toda, además de financiar, en su momento, las ilusiones de Paco, dispuesto a hacerse torero.

Era la del joven murciano una vocación sólida, a decir de su empeño en convertirse en matador de toros, sueño que alcanzó una tarde de septiembre en su propia tierra, cuando Javier Conde le pasó los trastes ante la mirada de Morante de la Puebla.

Pero Ureña no fue nunca un torero al que se le dieron las cosas fáciles; por el contrario, luchó con ahínco para hacerse un lugar en ese mundo reservado para unos cuantos. La mejor prueba de ello son los casi siete años que tardó en confirmar su alternativa en Las Ventas madrileña, y el cartel en el que lo incluyeron, con Iván García como padrino y Javier Solís como testigo.

A contracorriente, sin el apoyo de poderosos ni de empresarios, sin contar con el cobijo de una sombra de prestigio que le hiciera más llevadero el viaje, Paco se fue haciendo torero; un torero distinto, intenso, profundo, y sobre todo, dramático. Porque, efectivamente, en el dramatismo tuvo Ureña una de sus características esenciales.

Se fue ganando un sitio, interesando a los tendidos más exigentes y logrando el respaldo de la casa Chopera primero, y del grupo comandado por Simón Casas después, quienes llevaron sus riendas profesionales en su renacer, en la salida a la superficie, tras años de trabajo constante y sacrificio.

Fue ya en esta etapa, cuando el torero murciano renovó el aliento e interesó a las grandes empresas de su tierra; cuando triunfó en Madrid, en Valencia y en Sevilla. Diez años después de su alternativa, refrendó su doctorado en La México, de manos de Arturo Saldívar y con Sergio Flores como testigo.

Pero en su mejor momento, con tardes épicas y esperanzas de renovación puestas en él, el pasado septiembre, en Albacete, cuando la temporada declinaba y amenazaba con terminar, un toro le derrotó en el primer tercio y le alcanzó el ojo izquierdo. Increíblemente, Ureña se mantuvo en la arena y lidió al burel que le había arrebatado la visión de ese ojo.

Meses después, apenas la semana anterior, el diestro regresó a los ruedos tras un doloroso periplo de intervenciones quirúrgicas. Los médicos no lograron salvarle la visión, ni el órgano, pero el torero salvó, sin mácula, su firme intención de mantenerse en activo. “Jamás pensé en dejar de torear”, dijo, cuando en Valencia se enfrentó a los toros de Juan Pedro Domecq, cortando un apéndice.

Ureña, el gran Paco Ureña, está de vuelta “con la pureza intacta”, como rezaba una de las crónicas periodísticas de su regreso valenciano. Comprobó con ello, en la práctica, lo que siempre ha afirmado: “Soy fiel a mí mismo y a lo que siento”.

La familia de Paco Ureña poco, o nada, tenía que ver con el mundo del toro. Eran hortelanos de la zona de Lorca, en la provincia de Murcia, y de los vegetales que cultivaban, y después vendían, vivía la familia toda, además de financiar, en su momento, las ilusiones de Paco, dispuesto a hacerse torero.

Era la del joven murciano una vocación sólida, a decir de su empeño en convertirse en matador de toros, sueño que alcanzó una tarde de septiembre en su propia tierra, cuando Javier Conde le pasó los trastes ante la mirada de Morante de la Puebla.

Pero Ureña no fue nunca un torero al que se le dieron las cosas fáciles; por el contrario, luchó con ahínco para hacerse un lugar en ese mundo reservado para unos cuantos. La mejor prueba de ello son los casi siete años que tardó en confirmar su alternativa en Las Ventas madrileña, y el cartel en el que lo incluyeron, con Iván García como padrino y Javier Solís como testigo.

A contracorriente, sin el apoyo de poderosos ni de empresarios, sin contar con el cobijo de una sombra de prestigio que le hiciera más llevadero el viaje, Paco se fue haciendo torero; un torero distinto, intenso, profundo, y sobre todo, dramático. Porque, efectivamente, en el dramatismo tuvo Ureña una de sus características esenciales.

Se fue ganando un sitio, interesando a los tendidos más exigentes y logrando el respaldo de la casa Chopera primero, y del grupo comandado por Simón Casas después, quienes llevaron sus riendas profesionales en su renacer, en la salida a la superficie, tras años de trabajo constante y sacrificio.

Fue ya en esta etapa, cuando el torero murciano renovó el aliento e interesó a las grandes empresas de su tierra; cuando triunfó en Madrid, en Valencia y en Sevilla. Diez años después de su alternativa, refrendó su doctorado en La México, de manos de Arturo Saldívar y con Sergio Flores como testigo.

Pero en su mejor momento, con tardes épicas y esperanzas de renovación puestas en él, el pasado septiembre, en Albacete, cuando la temporada declinaba y amenazaba con terminar, un toro le derrotó en el primer tercio y le alcanzó el ojo izquierdo. Increíblemente, Ureña se mantuvo en la arena y lidió al burel que le había arrebatado la visión de ese ojo.

Meses después, apenas la semana anterior, el diestro regresó a los ruedos tras un doloroso periplo de intervenciones quirúrgicas. Los médicos no lograron salvarle la visión, ni el órgano, pero el torero salvó, sin mácula, su firme intención de mantenerse en activo. “Jamás pensé en dejar de torear”, dijo, cuando en Valencia se enfrentó a los toros de Juan Pedro Domecq, cortando un apéndice.

Ureña, el gran Paco Ureña, está de vuelta “con la pureza intacta”, como rezaba una de las crónicas periodísticas de su regreso valenciano. Comprobó con ello, en la práctica, lo que siempre ha afirmado: “Soy fiel a mí mismo y a lo que siento”.