/ miércoles 10 de julio de 2019

Sólo para villamelones

Hijo y nieto de toreros, Diego San Román se ha convertido en el novillero queretano que más expectación, con mucho, ha provocado en el mundo del toro. Y creo que puedo alterar el gentilicio sin modificar la afirmación en la oración: Es novillero mexicano que más expectación, con mucho, ha provocado en el mundo del toro.

Lo que más ha resaltado de él, lo que le ha marcado en sus primeros meses como profesional, es el valor. Un valor, se dice, a toda prueba, capaz de levantar de los asientos a los espectadores y convocar a la angustia ante el peligro inminente.

Y es que le peligro no le es ajeno a Diego, pues decidió arropar el oficio de su padre, y de su abuelo, cuando ya había incursionado, también con éxito, en el mundo del motociclismo, donde fue piloto. Es decir, que cambió de profesión, algunos años después de lo acostumbrado entre los becerristas y novilleros, pero mantuvo en la cotidianidad de su actividad ese peligro que le es tan cercano.

Pero el representante de la dinastía San Román (tíos y primos también se dedicaron, y se dedican, al toreo) no se circunscribe, según lo aseguran quienes mejor lo conocen, al valor, que es fundamental en su profesión, pero no lo único que hace falta para trascender. Y para comprobarlo citan el triunfo que Diego acaba de tener en la plaza de toros de Pamplona, donde abrió la puerta grande tras cortar dos orejas.

Espléndidamente manejado por Alberto Elvira, quien llevó por años la carrera de El Payo y bien conoce del toreo, dentro y fuera del ruedo, a San Román se le ha visto poco, muy poco, en México. Aquí ha aparecido pocas veces anunciado en carteles, y todavía menos se le ha descubierto contestando preguntas ante un micrófono. Pareciera que al queretano le están cuidando meticulosamente y que están centrando su carrera en Europa, donde, todos sabemos, se pueden fincar historias relevantes.

Es este el estilo de forjar caminos que ha prevalecido últimamente. Ya no se espera a ser figura aquí, para lanzarse a la aventura de probar suerte en España, como lo hicieran tantos toreros mexicanos de otras épocas, sino que se trabaja allá en la formación, como suele suceder con quienes están renovando la baraja taurina en nuestro país.

El caso es que San Román está dando de que hablar en la Meca del toreo, ya sea por un valor a toda prueba, como el demostrado en Madrid, o por una solvencia manifiesta, como en Pamplona, donde fue el primer triunfador del serial que tiene en la Feria de San Fermín su mayor estandarte.

Yo, como usted y como muchos por estos lares, lo he visto más bien poco, y contra lo que podría suponerse, le tengo más bien resquemor, recelo, desconfianza, a las elogiosísimas críticas que ha recibido el hijo de Oscar y nieto de Agustín. En este mundo en que vivimos, el que alguna de las plumas más destacadas de la crítica taurina española no escatime en calificativos más que elogiosos hacia su quehacer, me provoca, más bien, prurito en la conciencia.

Quizá estemos presenciando, a distancia, el nacimiento de una nueva figura del toreo. Eso lo definirá el tiempo y el toro, que como bien asegura el recurrente dicho, “es quien pone a cada quién en su lugar”.

Hijo y nieto de toreros, Diego San Román se ha convertido en el novillero queretano que más expectación, con mucho, ha provocado en el mundo del toro. Y creo que puedo alterar el gentilicio sin modificar la afirmación en la oración: Es novillero mexicano que más expectación, con mucho, ha provocado en el mundo del toro.

Lo que más ha resaltado de él, lo que le ha marcado en sus primeros meses como profesional, es el valor. Un valor, se dice, a toda prueba, capaz de levantar de los asientos a los espectadores y convocar a la angustia ante el peligro inminente.

Y es que le peligro no le es ajeno a Diego, pues decidió arropar el oficio de su padre, y de su abuelo, cuando ya había incursionado, también con éxito, en el mundo del motociclismo, donde fue piloto. Es decir, que cambió de profesión, algunos años después de lo acostumbrado entre los becerristas y novilleros, pero mantuvo en la cotidianidad de su actividad ese peligro que le es tan cercano.

Pero el representante de la dinastía San Román (tíos y primos también se dedicaron, y se dedican, al toreo) no se circunscribe, según lo aseguran quienes mejor lo conocen, al valor, que es fundamental en su profesión, pero no lo único que hace falta para trascender. Y para comprobarlo citan el triunfo que Diego acaba de tener en la plaza de toros de Pamplona, donde abrió la puerta grande tras cortar dos orejas.

Espléndidamente manejado por Alberto Elvira, quien llevó por años la carrera de El Payo y bien conoce del toreo, dentro y fuera del ruedo, a San Román se le ha visto poco, muy poco, en México. Aquí ha aparecido pocas veces anunciado en carteles, y todavía menos se le ha descubierto contestando preguntas ante un micrófono. Pareciera que al queretano le están cuidando meticulosamente y que están centrando su carrera en Europa, donde, todos sabemos, se pueden fincar historias relevantes.

Es este el estilo de forjar caminos que ha prevalecido últimamente. Ya no se espera a ser figura aquí, para lanzarse a la aventura de probar suerte en España, como lo hicieran tantos toreros mexicanos de otras épocas, sino que se trabaja allá en la formación, como suele suceder con quienes están renovando la baraja taurina en nuestro país.

El caso es que San Román está dando de que hablar en la Meca del toreo, ya sea por un valor a toda prueba, como el demostrado en Madrid, o por una solvencia manifiesta, como en Pamplona, donde fue el primer triunfador del serial que tiene en la Feria de San Fermín su mayor estandarte.

Yo, como usted y como muchos por estos lares, lo he visto más bien poco, y contra lo que podría suponerse, le tengo más bien resquemor, recelo, desconfianza, a las elogiosísimas críticas que ha recibido el hijo de Oscar y nieto de Agustín. En este mundo en que vivimos, el que alguna de las plumas más destacadas de la crítica taurina española no escatime en calificativos más que elogiosos hacia su quehacer, me provoca, más bien, prurito en la conciencia.

Quizá estemos presenciando, a distancia, el nacimiento de una nueva figura del toreo. Eso lo definirá el tiempo y el toro, que como bien asegura el recurrente dicho, “es quien pone a cada quién en su lugar”.