/ miércoles 13 de noviembre de 2019

Sólo para villamelones

De pronto, tardes como la segunda de la llamada “temporada grande” en la Monumental Plaza México, dejan un residuo ingrato de desesperanza.

No, desde luego, porque finalmente el duende que dormita en el ánimo de Morante de la Puebla despertó para regalarnos algunos momentos de belleza pura, sino por las condiciones pastueñas del burel al que le realizó tales florituras. No por la cadencia y la lentitud de sus muletazos o la dulzura de una muñeca de grande, sino, precisamente, porque todo eso se dio con un toro sin aparente bravura, sin demasiada presencia y lastimado de uno de los cuartos traseros.

Y al ya eterno sentir que la ganadería mexicana parece ir muriendo a fuerza de sacar la producción del torito a modo, y a la molestia por esa postura comodina de las figuras, sobre todo españolas, que vienen a hacer la América mientras se toman unas merecidas vacaciones invernales, se unen ya otros elementos, acaso siempre presentes, que acaban por minar el ánimo y la esperanza.

Me refiero, claro está, al profundo desconocimiento que parece privar, entre el gran público, de las virtudes elementales de la llamada más bella de todas las fiestas; a la insensibilidad notoria que permea en el ambiente; a la mentira vil con la que se maleduca, a través de los medios de comunicación, a las nuevas generaciones de aficionados; y a esa incapacidad manifiesta de algunos que llevan las riendas de los toreros más jóvenes.

No puedo catalogar más que como desconocimiento e insensibilidad el no poder distinguir un bello natural de un vil trapazo, y corear a ambos con el mismo “olé”, ni considerar digno de aplauso un quite con algo que se pregona como gaoneras, pero que se conforman, muy a propósito, con ser capotazos espantamoscas.

Tampoco puedo entender que se omita llamarles a las cosas por su nombre y se catalogue como una estocada un poco desprendida lo que es un bajonazo en toda regla, o no se tenga la mínima capacidad de hacerle entender a un torero, desde el callejón y al oído, que está aburriendo al respetable o que se le pasa un tiempo valioso para pasaportar al burel que le tocó en suerte.

Por todo eso, y algunas otras cosas más, la segunda corrida de la temporada grande, más allá de las orejas -una, al menos, muy dadivosa-, deja desazón en el ánimo y nubarrones para la distancia inmediata de la Fiesta. Deja esa sensación de que la batalla se está perdiendo desde dentro y que la tarea de rescatar a la Tauromaquia parte de un autoanálisis que está muy, pero muy, lejano de existir.

De pronto, tardes como la segunda de la llamada “temporada grande” en la Monumental Plaza México, dejan un residuo ingrato de desesperanza.

No, desde luego, porque finalmente el duende que dormita en el ánimo de Morante de la Puebla despertó para regalarnos algunos momentos de belleza pura, sino por las condiciones pastueñas del burel al que le realizó tales florituras. No por la cadencia y la lentitud de sus muletazos o la dulzura de una muñeca de grande, sino, precisamente, porque todo eso se dio con un toro sin aparente bravura, sin demasiada presencia y lastimado de uno de los cuartos traseros.

Y al ya eterno sentir que la ganadería mexicana parece ir muriendo a fuerza de sacar la producción del torito a modo, y a la molestia por esa postura comodina de las figuras, sobre todo españolas, que vienen a hacer la América mientras se toman unas merecidas vacaciones invernales, se unen ya otros elementos, acaso siempre presentes, que acaban por minar el ánimo y la esperanza.

Me refiero, claro está, al profundo desconocimiento que parece privar, entre el gran público, de las virtudes elementales de la llamada más bella de todas las fiestas; a la insensibilidad notoria que permea en el ambiente; a la mentira vil con la que se maleduca, a través de los medios de comunicación, a las nuevas generaciones de aficionados; y a esa incapacidad manifiesta de algunos que llevan las riendas de los toreros más jóvenes.

No puedo catalogar más que como desconocimiento e insensibilidad el no poder distinguir un bello natural de un vil trapazo, y corear a ambos con el mismo “olé”, ni considerar digno de aplauso un quite con algo que se pregona como gaoneras, pero que se conforman, muy a propósito, con ser capotazos espantamoscas.

Tampoco puedo entender que se omita llamarles a las cosas por su nombre y se catalogue como una estocada un poco desprendida lo que es un bajonazo en toda regla, o no se tenga la mínima capacidad de hacerle entender a un torero, desde el callejón y al oído, que está aburriendo al respetable o que se le pasa un tiempo valioso para pasaportar al burel que le tocó en suerte.

Por todo eso, y algunas otras cosas más, la segunda corrida de la temporada grande, más allá de las orejas -una, al menos, muy dadivosa-, deja desazón en el ánimo y nubarrones para la distancia inmediata de la Fiesta. Deja esa sensación de que la batalla se está perdiendo desde dentro y que la tarea de rescatar a la Tauromaquia parte de un autoanálisis que está muy, pero muy, lejano de existir.