/ miércoles 7 de febrero de 2018

Sólo para villamelones

La tarde del pasado sábado, durante la corrida conmemorativa de la promulgación de nuestra Constitución, un grito destemplado, acaso irreflexivo, se dejó escuchar desde el tendido de sol de la queretana plaza Santa María; pretendía hacerle ver a Julián López, El Juli, que muleteaba con demasiada distancia de por medio a su primer burel. El diestro madrileño, el que recibió ayer martes la Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes, de manos del rey Felipe VI en Málaga, detuvo su quehacer, volvió el rostro para encarar a las alturas y responder que el del grito estaba todavía más lejos. Aquella muestra de enojo, y también de soberbia, pudo tener una respuesta que, por miedo o por falta de imaginación, no llegó: esa tarde el que cobraba era El Juli.

Julián López está atravesando por esa etapa a la que suelen llegar las figuras de largo peregrinar por los ruedos, en mayor o menor medida, justificadamente o no: la de la exigencia recubierta de crítica constante. Habría que recordar, tan sólo, los ejemplos de Manolete o de Manolo Martínez, o ahora mismo los de Ponce o Hermoso de Mendoza. Sólo que el niño prodigio del toreo, el hoy también ganadero, el consentido de México, con base en distancias y “julipies”, aviva de manera constante el fuego del reproche de los más exigentes.

Justo el otorgamiento de la Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes, la misma que le repudiaron a Francisco Rivera Ordóñez, el hijo de Paquirri, le viene al Juli con la aparición de un libro, escrito por Néstor García, quien fuera apoderado del malogrado Iván Fandiño, donde de alguna manera se cuenta la silenciosa y persistente forma en la que ciertas figuras, de las que el madrileño ha sido abanderado, le fueron cerrando siempre el paso al torero vasco. Le llega también cuando tanto se habla de los toritos a modo que Julián lidia en plazas mexicanas, y de los incesantes rumores de que pone y quita ganaderías y alternantes a su gusto y antojo.

Nada es nuevo, sin embargo, en este cíclico mundo del toro. Lo mismo pasó con otros, que a sabiendas de su poder y su magnetismo popular, decidieron mandar más allá de los límites de la circunferencia de los ruedos e imponer condiciones en los carteles, en los sorteos, en las formas y pormenores de una Fiesta, que de lejos parecieran románticamente inamovibles.

Y aunque las voces críticas se multiplican a últimas fechas, al Juli lo siguen queriendo, y consintiendo, las mayorías; la prueba más cercana y clara de ello se dio en la corrida del domingo anterior en la México, cuando al diestro español no le fueron pitados los bureles de escasa presencia, de la ganadería de Teófilo Gómez, que le salieron por la puerta de toriles, a diferencia de los de Sergio Flores, que conformó con él un cartel de mano a mano. La buena vibra que aún genera entre los aficionados mexicanos, que quizá lo siguen viendo como aquel niño torero al que le apasionaba ponerse frente a una res brava, y una faena a un clásico toro de regalo, previamente escogido, lo salvaron de la rechifla en una tarde que presagiaba petardo.

De cualquier forma, cada vez son más las voces que se suman a la crítica de un enorme torero que, con la seguridad de quien se siente poderoso, le ha ido dando espacio a la fatuidad, y aún peor, a vicios técnicos que calan abiertamente en su tauromaquia, y en otros que, al menos, ensucian las sanas prácticas del espectáculo taurino.

Alentado por alguna cerveza, el aficionado de sol en la Santa María le cuestionó, no de la mejor manera, sus distancias, y en una respuesta que podría ir dedicada a todos sus críticos, el Juli respondió que el gritón estaba aún más lejos de la res, de las dos de Montecristo que curiosamente le tocaron esa tarde en suerte. El caso es que el aficionado no cobra por torear, y sobre todo, no carga sobre sus espaldas el inalienable compromiso de ser fiel al toreo auténtico que debería caracterizar y enaltecer a las figuras.

La tarde del pasado sábado, durante la corrida conmemorativa de la promulgación de nuestra Constitución, un grito destemplado, acaso irreflexivo, se dejó escuchar desde el tendido de sol de la queretana plaza Santa María; pretendía hacerle ver a Julián López, El Juli, que muleteaba con demasiada distancia de por medio a su primer burel. El diestro madrileño, el que recibió ayer martes la Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes, de manos del rey Felipe VI en Málaga, detuvo su quehacer, volvió el rostro para encarar a las alturas y responder que el del grito estaba todavía más lejos. Aquella muestra de enojo, y también de soberbia, pudo tener una respuesta que, por miedo o por falta de imaginación, no llegó: esa tarde el que cobraba era El Juli.

Julián López está atravesando por esa etapa a la que suelen llegar las figuras de largo peregrinar por los ruedos, en mayor o menor medida, justificadamente o no: la de la exigencia recubierta de crítica constante. Habría que recordar, tan sólo, los ejemplos de Manolete o de Manolo Martínez, o ahora mismo los de Ponce o Hermoso de Mendoza. Sólo que el niño prodigio del toreo, el hoy también ganadero, el consentido de México, con base en distancias y “julipies”, aviva de manera constante el fuego del reproche de los más exigentes.

Justo el otorgamiento de la Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes, la misma que le repudiaron a Francisco Rivera Ordóñez, el hijo de Paquirri, le viene al Juli con la aparición de un libro, escrito por Néstor García, quien fuera apoderado del malogrado Iván Fandiño, donde de alguna manera se cuenta la silenciosa y persistente forma en la que ciertas figuras, de las que el madrileño ha sido abanderado, le fueron cerrando siempre el paso al torero vasco. Le llega también cuando tanto se habla de los toritos a modo que Julián lidia en plazas mexicanas, y de los incesantes rumores de que pone y quita ganaderías y alternantes a su gusto y antojo.

Nada es nuevo, sin embargo, en este cíclico mundo del toro. Lo mismo pasó con otros, que a sabiendas de su poder y su magnetismo popular, decidieron mandar más allá de los límites de la circunferencia de los ruedos e imponer condiciones en los carteles, en los sorteos, en las formas y pormenores de una Fiesta, que de lejos parecieran románticamente inamovibles.

Y aunque las voces críticas se multiplican a últimas fechas, al Juli lo siguen queriendo, y consintiendo, las mayorías; la prueba más cercana y clara de ello se dio en la corrida del domingo anterior en la México, cuando al diestro español no le fueron pitados los bureles de escasa presencia, de la ganadería de Teófilo Gómez, que le salieron por la puerta de toriles, a diferencia de los de Sergio Flores, que conformó con él un cartel de mano a mano. La buena vibra que aún genera entre los aficionados mexicanos, que quizá lo siguen viendo como aquel niño torero al que le apasionaba ponerse frente a una res brava, y una faena a un clásico toro de regalo, previamente escogido, lo salvaron de la rechifla en una tarde que presagiaba petardo.

De cualquier forma, cada vez son más las voces que se suman a la crítica de un enorme torero que, con la seguridad de quien se siente poderoso, le ha ido dando espacio a la fatuidad, y aún peor, a vicios técnicos que calan abiertamente en su tauromaquia, y en otros que, al menos, ensucian las sanas prácticas del espectáculo taurino.

Alentado por alguna cerveza, el aficionado de sol en la Santa María le cuestionó, no de la mejor manera, sus distancias, y en una respuesta que podría ir dedicada a todos sus críticos, el Juli respondió que el gritón estaba aún más lejos de la res, de las dos de Montecristo que curiosamente le tocaron esa tarde en suerte. El caso es que el aficionado no cobra por torear, y sobre todo, no carga sobre sus espaldas el inalienable compromiso de ser fiel al toreo auténtico que debería caracterizar y enaltecer a las figuras.