/ miércoles 30 de diciembre de 2020

Sólo para villamelones | A la conclusión de la pandemia

Este año, protagonizado por la terrible pandemia que ha aquejado al mundo, uno de los ámbitos más sacrificados ha sido el de la Fiesta de los Toros, a la que muchos parecen haber condenado ya a una desaparición inminente. Así parecieran advertirlo las terribles condiciones que impiden su sustento y que han obstaculizado que las diversas iniciativas para reactivar al sector tengan resultados más allá de lo discreto.

Ganaderos que se ven en la necesidad de sacrificar sus reses en los rastros, matadores cuyas carreras se han visto interrumpidas súbitamente, empresarios que han puesto candado indefinido a las puertas de sus cosos taurinos, y sobre todo, empleados del sector (subalternos, mozos de estoque, ayudantes, sastres, elaboradores de enseres) que se ven en situación económica lastimosa y en condiciones invisibles para las autoridades.

La afición por el mundo del toro, sin embargo, es lo suficientemente grande y poderosa como para vaticinar que cuando la pesadilla termine habrá un renacer del espectáculo; doloroso, difícil, contracorriente, pero vivo.

Si quienes gustamos de este mundo tan vilipendiado y agredido tuviésemos algo de conciencia, deberíamos darnos cuenta que la pandemia puede ser, o debe ser, un parteaguas para la Fiesta; un motivo, triste pero evidente, para reflexionar en torno a lo que la hemos convertido, rectificando caminos y sacando de la experiencia el provecho que puede darnos.

Si cuando la incipiente normalidad retorne no estamos dispuestos a cambiar lo necesario, a aniquilar los vicios y retomar esencias; si no somos imaginativos y justos, honrados y transparentes, auténticos y generosos; si por el contrario, nos anquilosamos y nos dejamos embaucar por los intereses más ruines, como hasta hace apenas unos meses parecíamos dispuestos, la Fiesta, indefectiblemente, estará condenada a morir. Acaso no la mate la pandemia, pero acabaremos asesinándola nosotros mismos.

Sin reivindicar suertes esenciales, sin abrir oportunidades a los que empujan, sin atender a la arena y sí a los escritorios de los despachos, sin olvidar prácticas demagógicas y mezquinas, sin hacer a un lado el engaño institucionalizado, no habrá vacuna que nos salve de perecer en nuestra propia y perversa tinta.

Son estos, sin embargo, tiempos de esperanza. Habrá que tenerla y pensar en un espectáculo taurino fuerte, justo, honesto y brillante, cuando esta guerra inesperada y cruel acabe por abdicar. Porque la Fiesta de los Toros regresará. Será nuestra responsabilidad que perdure.

Este año, protagonizado por la terrible pandemia que ha aquejado al mundo, uno de los ámbitos más sacrificados ha sido el de la Fiesta de los Toros, a la que muchos parecen haber condenado ya a una desaparición inminente. Así parecieran advertirlo las terribles condiciones que impiden su sustento y que han obstaculizado que las diversas iniciativas para reactivar al sector tengan resultados más allá de lo discreto.

Ganaderos que se ven en la necesidad de sacrificar sus reses en los rastros, matadores cuyas carreras se han visto interrumpidas súbitamente, empresarios que han puesto candado indefinido a las puertas de sus cosos taurinos, y sobre todo, empleados del sector (subalternos, mozos de estoque, ayudantes, sastres, elaboradores de enseres) que se ven en situación económica lastimosa y en condiciones invisibles para las autoridades.

La afición por el mundo del toro, sin embargo, es lo suficientemente grande y poderosa como para vaticinar que cuando la pesadilla termine habrá un renacer del espectáculo; doloroso, difícil, contracorriente, pero vivo.

Si quienes gustamos de este mundo tan vilipendiado y agredido tuviésemos algo de conciencia, deberíamos darnos cuenta que la pandemia puede ser, o debe ser, un parteaguas para la Fiesta; un motivo, triste pero evidente, para reflexionar en torno a lo que la hemos convertido, rectificando caminos y sacando de la experiencia el provecho que puede darnos.

Si cuando la incipiente normalidad retorne no estamos dispuestos a cambiar lo necesario, a aniquilar los vicios y retomar esencias; si no somos imaginativos y justos, honrados y transparentes, auténticos y generosos; si por el contrario, nos anquilosamos y nos dejamos embaucar por los intereses más ruines, como hasta hace apenas unos meses parecíamos dispuestos, la Fiesta, indefectiblemente, estará condenada a morir. Acaso no la mate la pandemia, pero acabaremos asesinándola nosotros mismos.

Sin reivindicar suertes esenciales, sin abrir oportunidades a los que empujan, sin atender a la arena y sí a los escritorios de los despachos, sin olvidar prácticas demagógicas y mezquinas, sin hacer a un lado el engaño institucionalizado, no habrá vacuna que nos salve de perecer en nuestra propia y perversa tinta.

Son estos, sin embargo, tiempos de esperanza. Habrá que tenerla y pensar en un espectáculo taurino fuerte, justo, honesto y brillante, cuando esta guerra inesperada y cruel acabe por abdicar. Porque la Fiesta de los Toros regresará. Será nuestra responsabilidad que perdure.