/ miércoles 27 de enero de 2021

Sólo para villamelones | Arruza

De aquel famoso “Ciclón Mexicano” vi muy poco. Apenas aquellas apariciones, ya como rejoneador, en las trasmisiones televisivas dominicales desde la Plaza México. También lo intempestivo y dramático de su deceso, en un accidente carretero, cuando volvía de su ganadería a la Ciudad de México. Y desde luego, la conversación franca y amena sobre él de don Edmundo Fausto Zorrilla, por muchos años responsable de las relaciones públicas de la Casa Domecq en México, e íntimo amigo del torero.

De pláticas, de lecturas y de algún video, tengo las imágenes del gran Carlos Arruza a su paso por las temporadas españolas, donde hizo inigualable mancuerna con Manolete, de sus triunfos sonoros como torero de a pie, antes de, ya pasados los años, convertirse en un rejoneador que también marcó una época en nuestro país.

Y también de Carlos Arruza, uno de los toreros más importantes que ha dado nuestro país, conservo en la retina una tanda de faroles de rodillas que llamaron poderosamente mi atención en esos tiempos de juvenil y apasionado interés por la Tauromaquia. Y la conservo porque aquella serie de capotazos distaban mucho de lo que se acostumbraba entonces, y aún se acostumbra ahora, de aprovechar el viaje natural de la res para ejecutarlos. Arruza, en aquella ocasión, estructuró una serie de faroles en los terrenos del burel, una y otra vez, como si de una tanda de verónicas se tratara, demostrando un valor cierto y contundente.

Desde luego, aquellos faroles formaban parte de un video, pues como he dicho, no vi nunca a Arruza en sus tiempos de torero de a pie. Pertenecía a la época en la que se convirtió en un torero capaz de lidiar sesenta corridas en un año al lado de Manolete, en la que inventó la “arrucina” y el más tarde tan socorrido “teléfono”. Había tomado la alternativa en el Toreo de la Condesa de manos de don Fermín Espinosa, Armillita Chicho, con un toro de Piedras Negras, y había confirmado su doctorado, teniendo como padrino a Antonio Bienvenida, en Madrid.

El que fuera también sobrino del poeta León Felipe, fue un excelente banderillero, y acabó retirándose de los toros cuando la década de los cincuenta del pasado siglo aún era muy joven. Algún tiempo después regresó como torero a caballo, donde también marcó una época, allá por los lejanos sesentas.

Recordé al gran Carlos Arruza, mítico torero mexicano, por la reciente muerte de uno de sus hijos: Carlos, el mayor, quien también arropó la profesión de rejoneador, mientras su otro vástago, Manolo, se hizo matador de toros. Reafirmé de nuevo que el toreo, como todo en la vida, persiste por esos instantes que nunca mueren en el recuerdo, como aquellos faroles de rodillas que el ciclón estructuró una tarde cualquiera.

De aquel famoso “Ciclón Mexicano” vi muy poco. Apenas aquellas apariciones, ya como rejoneador, en las trasmisiones televisivas dominicales desde la Plaza México. También lo intempestivo y dramático de su deceso, en un accidente carretero, cuando volvía de su ganadería a la Ciudad de México. Y desde luego, la conversación franca y amena sobre él de don Edmundo Fausto Zorrilla, por muchos años responsable de las relaciones públicas de la Casa Domecq en México, e íntimo amigo del torero.

De pláticas, de lecturas y de algún video, tengo las imágenes del gran Carlos Arruza a su paso por las temporadas españolas, donde hizo inigualable mancuerna con Manolete, de sus triunfos sonoros como torero de a pie, antes de, ya pasados los años, convertirse en un rejoneador que también marcó una época en nuestro país.

Y también de Carlos Arruza, uno de los toreros más importantes que ha dado nuestro país, conservo en la retina una tanda de faroles de rodillas que llamaron poderosamente mi atención en esos tiempos de juvenil y apasionado interés por la Tauromaquia. Y la conservo porque aquella serie de capotazos distaban mucho de lo que se acostumbraba entonces, y aún se acostumbra ahora, de aprovechar el viaje natural de la res para ejecutarlos. Arruza, en aquella ocasión, estructuró una serie de faroles en los terrenos del burel, una y otra vez, como si de una tanda de verónicas se tratara, demostrando un valor cierto y contundente.

Desde luego, aquellos faroles formaban parte de un video, pues como he dicho, no vi nunca a Arruza en sus tiempos de torero de a pie. Pertenecía a la época en la que se convirtió en un torero capaz de lidiar sesenta corridas en un año al lado de Manolete, en la que inventó la “arrucina” y el más tarde tan socorrido “teléfono”. Había tomado la alternativa en el Toreo de la Condesa de manos de don Fermín Espinosa, Armillita Chicho, con un toro de Piedras Negras, y había confirmado su doctorado, teniendo como padrino a Antonio Bienvenida, en Madrid.

El que fuera también sobrino del poeta León Felipe, fue un excelente banderillero, y acabó retirándose de los toros cuando la década de los cincuenta del pasado siglo aún era muy joven. Algún tiempo después regresó como torero a caballo, donde también marcó una época, allá por los lejanos sesentas.

Recordé al gran Carlos Arruza, mítico torero mexicano, por la reciente muerte de uno de sus hijos: Carlos, el mayor, quien también arropó la profesión de rejoneador, mientras su otro vástago, Manolo, se hizo matador de toros. Reafirmé de nuevo que el toreo, como todo en la vida, persiste por esos instantes que nunca mueren en el recuerdo, como aquellos faroles de rodillas que el ciclón estructuró una tarde cualquiera.