/ miércoles 29 de septiembre de 2021

Sólo para villamelones | Las verónicas de Ortega

La tanda fue más larga, desde luego, y valió toda la pena, pero tres fueron las verónicas excelsas, profundas, inconmensurables… Una tanda precedida por un par de capotazos midiendo la embestida, presagiando la consumación del arte.

Las verónicas de Juan Ortega, con el compás abierto, cargando la suerte, desmayando los brazos, templando el paso de los pitones del toro, dejando salir de dentro la emoción, fueron suficientes para no sólo paralizar a la Real Maestranza de Caballería, sino para aturdir de unánimes aplausos las redes sociales.

Fue una tanda, ante un toro de Jandilla, capaz de merecer el premio del recuerdo eterno, el resumen de una corrida, de una feria, de una temporada, como un fiel ejemplo de lo que hemos dicho siempre: a veces, muchas veces, al toreo le basta un detalle.

Así, nuevamente, el sevillano Ortega levanta la mano en tiempos de apremio, de desolados panoramas, y nos dice no sólo que ahí está para lo que haga falta, sino también para recordarnos lo que realmente es importante en eso que llamamos toreo.

En el callejón, en uno de los burladeros de contrabarrera, Paco Ojeda miraba el acontecimiento, escondido el rostro por la obligatoria mascarilla y evidenciado el tiempo por el cano de su pelo. A él, muchos años atrás, lo había visto ejecutar las verónicas más emocionantes que recuerdo, en la queretana plaza Santa María. Las mejores, hasta ahora.

Las de Ortega, rematadas con una impecable media, se quedarán para siempre en la pupila. La emoción que cimbró la plaza sevillana mientras el bicho, negro y con más de quinientos kilos en los lomos, pasaba a la par de la taleguilla del nacido en Triana, rozando sus pitones en la tela tersa del capote, se impregnaron en la piel de todos a los que aún les queda sensibilidad en el alma.

Cierto que ahí estaban también El Fandi y Manzanares, y que este último hasta cortó una oreja; cierto que Ortega no logró cuajar un trasteo que le alcanzara para un apéndice, pero esas certezas no empañaron un ápice aquella tanda, y sobre todo, las tres soberbias verónicas (dos por el pitón izquierdo) de las que se hablará por mucho, mucho, tiempo.

Juan Ortega Pardo, un torero de treinta años y con casi siete de alternativa, llegó para quedarse. Mucho puede ofrecer con capote y muleta, pero todos esperaremos siempre volver a ver esas verónicas que llenaron de magia a la Fiesta.

La tanda fue más larga, desde luego, y valió toda la pena, pero tres fueron las verónicas excelsas, profundas, inconmensurables… Una tanda precedida por un par de capotazos midiendo la embestida, presagiando la consumación del arte.

Las verónicas de Juan Ortega, con el compás abierto, cargando la suerte, desmayando los brazos, templando el paso de los pitones del toro, dejando salir de dentro la emoción, fueron suficientes para no sólo paralizar a la Real Maestranza de Caballería, sino para aturdir de unánimes aplausos las redes sociales.

Fue una tanda, ante un toro de Jandilla, capaz de merecer el premio del recuerdo eterno, el resumen de una corrida, de una feria, de una temporada, como un fiel ejemplo de lo que hemos dicho siempre: a veces, muchas veces, al toreo le basta un detalle.

Así, nuevamente, el sevillano Ortega levanta la mano en tiempos de apremio, de desolados panoramas, y nos dice no sólo que ahí está para lo que haga falta, sino también para recordarnos lo que realmente es importante en eso que llamamos toreo.

En el callejón, en uno de los burladeros de contrabarrera, Paco Ojeda miraba el acontecimiento, escondido el rostro por la obligatoria mascarilla y evidenciado el tiempo por el cano de su pelo. A él, muchos años atrás, lo había visto ejecutar las verónicas más emocionantes que recuerdo, en la queretana plaza Santa María. Las mejores, hasta ahora.

Las de Ortega, rematadas con una impecable media, se quedarán para siempre en la pupila. La emoción que cimbró la plaza sevillana mientras el bicho, negro y con más de quinientos kilos en los lomos, pasaba a la par de la taleguilla del nacido en Triana, rozando sus pitones en la tela tersa del capote, se impregnaron en la piel de todos a los que aún les queda sensibilidad en el alma.

Cierto que ahí estaban también El Fandi y Manzanares, y que este último hasta cortó una oreja; cierto que Ortega no logró cuajar un trasteo que le alcanzara para un apéndice, pero esas certezas no empañaron un ápice aquella tanda, y sobre todo, las tres soberbias verónicas (dos por el pitón izquierdo) de las que se hablará por mucho, mucho, tiempo.

Juan Ortega Pardo, un torero de treinta años y con casi siete de alternativa, llegó para quedarse. Mucho puede ofrecer con capote y muleta, pero todos esperaremos siempre volver a ver esas verónicas que llenaron de magia a la Fiesta.