/ miércoles 18 de agosto de 2021

Solo para villamelones | Manolo Martínez

A cinco lustros de distancia de aquella su muerte en San Diego, víctima de un cáncer hepático, la figura y la obra de Manuel Martínez Ancira puede aquilatarse en su justa medida, ya sin los estorbos del “Manolo, Manolo y ya” ni del torear “con la punta de la muleta”. A tantos años vistos, se puede analizar, sin filias ni fobias, las dimensiones del torero regiomontano.

Y así, con la frialdad del tiempo congelando los sentimientos extra taurinos, nadie se atrevería a negar que Manolo Martínez, como todos los conocimos, fue un torero excepcional, un torero de época, un mandón, el último mandón, de la Fiesta.

A pesar de haber compartido los ruedos con algunas de las grandes figuras de otrora, con una generación de toreros excepcional, y con nuevos diestros que se convirtieron también en figuras, Manolo Martínez siempre se cocerá aparte y eternamente se le reconocerá como el mejor torero mexicano del siglo veinte.

Nacido en cuna acomodada de la capital de Nuevo León, el diestro se fue forjando un lugar de privilegio en el escalafón taurino nacional, y una vez ahí, nunca lo abandonó. Dueño de un conocimiento de los terrenos evidente, de una calidad, sobre todo en la muleta, de primerísimo orden, Manolo bordó el toreo, su toreo, de manera excelsa. Nadie como él, sin lugar a dudas; de ahí aquel grito que se escuchaba reiteradamente en las plazas: “Manolo, Manolo y ya…”

Ni aquella terrible cornada de “Borrachón”, que le rompió la femoral; ni las gracejadas del popular Don Susanito, que acabó abandonándolo ante su indiferencia; ni la guerra que le hicieron en España para que no figurara; ni siquiera su pésimo carácter y sus malas amistades, lograron desdibujar, con ese tiempo que nos da la serenidad del análisis, su trascendente e inigualable paso por la historia del toreo.

Recuerdo algunas de sus faenas en la Santa María queretana, y también sus francachelas en el Casa Blanca, su hotel siempre escogido en Querétaro, donde yo trabajaba; rememoro sus muletazos y sus faenas igualmente largas, y también sus desencuentros con la afición y su déspota altanería cuando estaba enojado. Porque Martínez era un torero de tiempo completo que partía plaza en cualquier lugar y a cualquier hora, y que mostraba su fuerza, su poder, a cualquier provocación. Era un ave de tempestades, como su padrino Lorenzo Garza.

Debo reconocer que, por algún tiempo, mi pluma juvenil lo atacó sin piedad en la prensa queretana, sobre todo por sus posturas extra plaza, pues, también hay que reconocerlo, Manolo imponía ganaderías y alternantes, y tenía el poder suficiente, ganado por su labor frente a los toros, para cerrar las puertas de quien quisiera.

El último mandón de la Fiesta acaba de cumplir, hace apenas un par de días, veinticinco años de fallecido, y su nombre, con el paso del tiempo, se ha engrandecido hasta generalizar la opinión de que se trató del más grande torero mexicano del pasado siglo. Ni más ni menos.

A cinco lustros de distancia de aquella su muerte en San Diego, víctima de un cáncer hepático, la figura y la obra de Manuel Martínez Ancira puede aquilatarse en su justa medida, ya sin los estorbos del “Manolo, Manolo y ya” ni del torear “con la punta de la muleta”. A tantos años vistos, se puede analizar, sin filias ni fobias, las dimensiones del torero regiomontano.

Y así, con la frialdad del tiempo congelando los sentimientos extra taurinos, nadie se atrevería a negar que Manolo Martínez, como todos los conocimos, fue un torero excepcional, un torero de época, un mandón, el último mandón, de la Fiesta.

A pesar de haber compartido los ruedos con algunas de las grandes figuras de otrora, con una generación de toreros excepcional, y con nuevos diestros que se convirtieron también en figuras, Manolo Martínez siempre se cocerá aparte y eternamente se le reconocerá como el mejor torero mexicano del siglo veinte.

Nacido en cuna acomodada de la capital de Nuevo León, el diestro se fue forjando un lugar de privilegio en el escalafón taurino nacional, y una vez ahí, nunca lo abandonó. Dueño de un conocimiento de los terrenos evidente, de una calidad, sobre todo en la muleta, de primerísimo orden, Manolo bordó el toreo, su toreo, de manera excelsa. Nadie como él, sin lugar a dudas; de ahí aquel grito que se escuchaba reiteradamente en las plazas: “Manolo, Manolo y ya…”

Ni aquella terrible cornada de “Borrachón”, que le rompió la femoral; ni las gracejadas del popular Don Susanito, que acabó abandonándolo ante su indiferencia; ni la guerra que le hicieron en España para que no figurara; ni siquiera su pésimo carácter y sus malas amistades, lograron desdibujar, con ese tiempo que nos da la serenidad del análisis, su trascendente e inigualable paso por la historia del toreo.

Recuerdo algunas de sus faenas en la Santa María queretana, y también sus francachelas en el Casa Blanca, su hotel siempre escogido en Querétaro, donde yo trabajaba; rememoro sus muletazos y sus faenas igualmente largas, y también sus desencuentros con la afición y su déspota altanería cuando estaba enojado. Porque Martínez era un torero de tiempo completo que partía plaza en cualquier lugar y a cualquier hora, y que mostraba su fuerza, su poder, a cualquier provocación. Era un ave de tempestades, como su padrino Lorenzo Garza.

Debo reconocer que, por algún tiempo, mi pluma juvenil lo atacó sin piedad en la prensa queretana, sobre todo por sus posturas extra plaza, pues, también hay que reconocerlo, Manolo imponía ganaderías y alternantes, y tenía el poder suficiente, ganado por su labor frente a los toros, para cerrar las puertas de quien quisiera.

El último mandón de la Fiesta acaba de cumplir, hace apenas un par de días, veinticinco años de fallecido, y su nombre, con el paso del tiempo, se ha engrandecido hasta generalizar la opinión de que se trató del más grande torero mexicano del pasado siglo. Ni más ni menos.