/ miércoles 13 de enero de 2021

Sólo para villamelones|Ureña

Como a veces sucede en el mundo del toro, la res de Gavira, con la que se doctoró, o la de Martín Lorca con la que confirmó ese doctorado en Madrid, no han sido las más importantes de su carrera. Ha sido, sin duda, el toro de Alcurrucén, su segundo de esa tarde en Albacete, que aún con el capote, le pegó un derrote en la cara y le hizo perder el ojo izquierdo. Ahí mismo, aquel 14 de septiembre del 2018, sufrió rotura del nervio óptico, y un tiempo más tarde, los cirujanos le tuvieron que retirar el globo ocular.

Pero ese torero, nacido en una pequeñísima población murciana llamada La Escucha, a unos dieciocho kilómetros de Lorca, tenía un corazón enorme, una vocación a toda prueba, y una valentía serena, sólida, capaz de hacerle permanecer en el ruedo, pese al gravísimo percance, hasta que concluyó con la faena de muleta. Fue ahí, y en los meses posteriores, donde los aficionados aquilataron las agallas del hombre.

Francisco José Ureña Valero, integrante de una familia dedicada a cultivar huertos y alejada de la Tauromaquia, decidió que quería convertirse en torero, se marchó a vivir solo a la población sevillana de Benacazón, e inició, en solitario, una dura carrera por alcanzar sus sueños. Se alternativó en Lorca, de manos de Javier Conde y casi siete años después pudo lograr llegar a Madrid, para confirmar su doctorado.

Una vida en solitario, de sacrificios, de entrega y de solidez de principios, fue la que llevó Paco Ureña en ese mundo que no le fue fácil, pero en el que empezó a destacar hasta que esa tarde de septiembre, en Albacete, tuvo la oportunidad de decidir entre echarse definitivamente para atrás, o sobreponerse a un percance de proporciones demoledoras y convertirse en un torero con la visión de un solo ojo.

Reapareció apenas cuatro meses más tarde para estructurar la más importante de sus temporadas, la del 2019, cuando le cortó las dos orejas a un toro de Victoriano del Río, al que lidió con una costilla rota en Madrid, y cuatro en una tarde de ensueño en Bilbao.

Dice sentirse afortunado porque la cornada en el ojo izquierdo no le ha impedido, ni limitado, a ser el torero que quiere ser, y satisfecho de no quejarse, ni de mostrar ninguna pesadumbre delante del público que lo va a ver a las plazas de toros, porque asegura que, para él, “torear es vivir”.

Es el de Paco Ureña uno de esos nombres que resaltan a pesar del parón que este terrible 2020 ha representado para el espectáculo taurino. Es el de uno de esos toreros que nunca defraudarán y que pueden llevar con orgullo su apellido y su profesión. Uno de esos toreros que dignifican su quehacer y muestran las proporciones épicas que puede tener el toreo.

Como a veces sucede en el mundo del toro, la res de Gavira, con la que se doctoró, o la de Martín Lorca con la que confirmó ese doctorado en Madrid, no han sido las más importantes de su carrera. Ha sido, sin duda, el toro de Alcurrucén, su segundo de esa tarde en Albacete, que aún con el capote, le pegó un derrote en la cara y le hizo perder el ojo izquierdo. Ahí mismo, aquel 14 de septiembre del 2018, sufrió rotura del nervio óptico, y un tiempo más tarde, los cirujanos le tuvieron que retirar el globo ocular.

Pero ese torero, nacido en una pequeñísima población murciana llamada La Escucha, a unos dieciocho kilómetros de Lorca, tenía un corazón enorme, una vocación a toda prueba, y una valentía serena, sólida, capaz de hacerle permanecer en el ruedo, pese al gravísimo percance, hasta que concluyó con la faena de muleta. Fue ahí, y en los meses posteriores, donde los aficionados aquilataron las agallas del hombre.

Francisco José Ureña Valero, integrante de una familia dedicada a cultivar huertos y alejada de la Tauromaquia, decidió que quería convertirse en torero, se marchó a vivir solo a la población sevillana de Benacazón, e inició, en solitario, una dura carrera por alcanzar sus sueños. Se alternativó en Lorca, de manos de Javier Conde y casi siete años después pudo lograr llegar a Madrid, para confirmar su doctorado.

Una vida en solitario, de sacrificios, de entrega y de solidez de principios, fue la que llevó Paco Ureña en ese mundo que no le fue fácil, pero en el que empezó a destacar hasta que esa tarde de septiembre, en Albacete, tuvo la oportunidad de decidir entre echarse definitivamente para atrás, o sobreponerse a un percance de proporciones demoledoras y convertirse en un torero con la visión de un solo ojo.

Reapareció apenas cuatro meses más tarde para estructurar la más importante de sus temporadas, la del 2019, cuando le cortó las dos orejas a un toro de Victoriano del Río, al que lidió con una costilla rota en Madrid, y cuatro en una tarde de ensueño en Bilbao.

Dice sentirse afortunado porque la cornada en el ojo izquierdo no le ha impedido, ni limitado, a ser el torero que quiere ser, y satisfecho de no quejarse, ni de mostrar ninguna pesadumbre delante del público que lo va a ver a las plazas de toros, porque asegura que, para él, “torear es vivir”.

Es el de Paco Ureña uno de esos nombres que resaltan a pesar del parón que este terrible 2020 ha representado para el espectáculo taurino. Es el de uno de esos toreros que nunca defraudarán y que pueden llevar con orgullo su apellido y su profesión. Uno de esos toreros que dignifican su quehacer y muestran las proporciones épicas que puede tener el toreo.