Por Lucía Villarreal
“Su hijo tiene Asperger” confirmó el neurólogo. Ella, como madre, había presentido que las interacciones con ese bebé no iban bien. ¿Por qué él no respondía con sonrisa social a los juegos, como años antes lo había hecho su hermanita mayor?
Cuando el diagnóstico fue oficial, vino el duelo. Ella perdió al niño que creyó tener, perdió el futuro que había imaginado. Seguramente, nunca podría obtener un título universitario. Y entonces, ¿cómo haría para ser independiente?, o es que ¿nunca lograría valerse por sí mismo? La pena de madre, inmensa y solitaria, se desbordaba en llanto intermitente.
Como ocurre con los duelos, pasó de la negación al enojo. Llegó incluso a buscar culpables: si es un trastorno genético ¿quién es el responsable? En algún momento, su esposo le propuso “en lugar de preocuparnos, a ocuparnos”. Ella estuvo de acuerdo y logró pactar con la vida, con Dios. Logró decir “con esta carga, sí puedo”.
Entonces, comenzó un largo camino de terapias: la de lenguaje, la conductual, la sensorial, la psicoterapia y la neurológica. Cuando ese chiquito hizo contacto visual por primera vez con sus padres, les dio la fortaleza para seguir y la seguridad de que nada los detendría en su afán de ayudarlo.
En la escuela, las cosas nunca fueron fáciles para ellos. Las maestras de preescolar no sabían qué hacer con el niño. La madre tomó como propia la tarea de capacitar a las maestras, pero percibía que ni la escuela ni el staff tenían interés en hacer ajustes para favorecerlo a él. Solo una de las profesoras decidió involucrarse de lleno. Al final del preescolar, fueron informados que el colegio no podía con el niño. Ese rechazo reabrió la vieja herida del duelo por el hijo que no tenía.
En la primaria, el panorama no mejoró. El niño comenzó a sufrir aislamiento y burlas de sus compañeros por su conducta atípica. Las maestras no supieron controlar la situación y, peor aún, la directora recomendó a la madre “no digas nada del diagnóstico a otras madres de familia”. ¡Qué difícil vivir en una comunidad donde tu condición es desconocida!
La pena fue solitaria hasta que coincidieron con otras familias que tenían también un hijo con síndrome de Asperger. Entre ellas pudieron rebotar ideas, compartir experiencias, desahogarse y, sobretodo, crear comunidad.
La vida les dio un giro cuando encontraron un colegio adecuado para ese hijo que ya cursaba el quinto grado. En esa escuela, podía ser él, con sus tics y formalismos al hablar, sin ser señalado, y, como resultado, comenzó a confiar en sí mismo.
Ahora, a sus catorce años, es un chico con la capacidad de ponerse en el lugar del otro. ¡Y pensar que el diagnóstico de Asperger venía con la sentencia “su hijo nunca podrá sentir empatía”! La madre sonríe orgullosa, lista para el siguiente desafío.