A Bogotá, el viajero primerizo debería llegar al alba, en paracaídas, y aterrizar directamente sobre el cerro de Monserrate. Que no se extrañe si es recibido por una bruma espesa que lo arropa todo y llena la mirada, porque a medida de que el sol sale, el manto blanco se desvanece, y entonces, de un momento a otro, aparece turbiamente, como entre sueños, la fragosa retícula urbana del Distrito Capital.
No culpemos al andante si se siente en el confín de dos vidas paralelas. Con la visión de aquella urdimbre de concreto y de luces que se apagan una a una ante sus ojos, Monserrate, a sus espaldas, se viste de puro bosque con velos de niebla que flotan etéreos, vienen y van. La voz de una ciudad que se espabila abruptamente sin bostezos, se mezcla con soplos de un viento terco y el crujir del teleférico que justo empieza a trabajar.
La antigua Bacatá al fin despierta: la invitación está hecha. Quizás el visitante decida zambullirse en las calles con todo el furor que la curiosidad alimenta. Como buen andariego, tomará la vía antigua, la de costumbre, la de tradición: aquella escalinata empedrada que, llena de mitos e historias de conquistas y devotos peregrinos, lo llevará peldaño a peldaño al encuentro de una urbe que corre vertiginosamente sin esperar a nadie.
Este viajante no tiene prisa, empero. En un descenso apacible y sosegado se irá sumergiendo en las callejas hasta advertirse engullido por la ciudad. Él, que no conoce mejor oficio que el de flâneur, sabe que sus bolsillos, ahora vacíos, regresarán llenos de las estampas bogotanas que le ponga su camino:
graffitis asombrosos, edificios rojos de tabique aparente, callejones de muros carcomidos, perros sin dueño, olor a café,
casonas blancas, portones de madera, torrentes de autos, vaivenes de gente, mimos y carreras de cuyos, mendigos de mirada triste,
vendedores de flores, vendedores de fruta, vendedores de dulces, olor a almojábana recién hecha, notas de vallenato, claxonazos,
risas de estudiantes entrando a la escuela, llamas que caminan por las calles, ejecutivos trajeados, gente en bicicleta…
Hasta aquí la primera estampa. Nuestro viajero celebra entonces estar al fin en Bogotá. Si levanta la mirada, Monserrate tendrá puesto nuevamente el velo blanco como augurio de la lluvia que momentos más tarde caerá. Retoma el paso y, vagabundo, va por más.
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