«Viajar no es siempre bonito. Viajar no es siempre cómodo. A veces duele, incluso llega a romper tu corazón. Y eso está bien. El camino te cambia, debería de cambiarte. Deja cicatrices en tu memoria, en tu conciencia, en tu corazón y en tu cuerpo. Te llevas algo contigo… Ojalá dejes algo bueno atrás.»
Anthony Bourdain
Me atrevería a decir que si alguien regresa de un viaje siendo la misma persona, es como si el viaje no hubiera sucedido. ¿De qué sirve salir de casa si regresamos intactos, como dijo Bourdain?
Viajar quita velos que la vida cotidiana no quita. Y cuando esos velos caen, la sacudida es inminente. Más allá de la idea romántica, casi idílica, que rodea al viaje, existe una realidad que difiere de nuestra cotidianidad y a la que hay que adaptarse, aunque sea por unos días, cuando se está fuera de casa. Unas veces serán algunos protocolos o convenciones sociales; otras, será la falta de comodidades a las que estamos acostumbrados en nuestro día a día. Creo firmemente que todo viaje que nos saque de nuestra zona de confort será un viaje de introspección también.
Sí, viajar no siempre es bonito, ni cómodo. Habrá lugares que nos reciban majestuosos con las puertas abiertas de par en par y donde nos sentiremos como en casa. Pero habrá otros donde nuestras referencias serán insuficientes para entenderlos, confrontarlos y atravesarlos, donde nos sentiremos perturbados, o donde la vida suceda de maneras tan insospechadas que quizás eso nos rompa el corazón.
El viaje es un maestro en ocasiones amoroso, en ocasiones duro y cruel. Nos muestra las caras opuestas de la humanidad y los matices que habitan entre las dos. Nos daremos cuenta de que hemos visto tan poco, que tal vez (y recalco: tal vez) será entonces donde aceptemos torpemente la pequeñez de nuestra especie en este mundo y sintamos cierto alivio por ello. El viaje —el buen viaje—es un maestro que nos pone frente un espejo de aumento para hacernos ver de cerca nuestras propias imperfecciones y la belleza que se esconde en ellas.
Hay viajes de los que hay que volver con la melena despeinada, las vestimentas sucias y arrugadas de tanto andar y el alma lo suficientemente dislocada para que al cruzar el umbral de nuestro hogar nos surja el deseo de un nuevo (pequeño o gran) comienzo. El camino te cambia, debería de cambiarte.
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