En las calles de Munich, de Berlín, de Hamburgo, de Colonia, de Frankfurt había optimismo; era fácil escuchar anhelos de reunificación de las dos alemanias en aquel mayo de 1987; preveía la mayoría que pasando el año 2000 se daría el trascendental paso de retornar a la unidad, luego de que los aliados, Estados Unidos, Inglaterra, Francia y la Unión Soviética, en agosto de 1945 en Potsdam, habían acordado el reparto y con ello dado inicio a la guerra fría.
El muro de Berlín, erigido como ignominioso signo en 1961 para evitar el éxodo de alemanes del este al oeste de su país, marcaba la división de la capital entre las zonas occidental y soviética, en tanto que a lo largo de Alemania se extendía la cortina de hierro dividiendo la parte de Occidente y la de Oriente conocidas entonces como la RFA y RDA.
En aquel mayo de 1987 en la zona occidental, la gente se veía optimista y gozaba de pleno despegue económico, apuntando ya al liderazgo en Europa; no les gustaba mucho su canciller Helmut Kohl a quien tildaban de timorato y calculador; y también habían surgido los primeras “cabezas rapadas” con sus visos neonazis así como pululaban en los jardines decenas de indigentes a quienes llamaban “pájaros” que vivían de seguros de desempleo y que simplemente habían “tronado” dejando familia y trabajo, hartos de la exigente organización social y laboral.
Eran días de la llamada guerra fría, de un mundo percibido como el enfrentamiento entre capitalismo y comunismo; en el que en medio de euforias democráticas se apuntaban ya esperanzadoras premoniciones de globalización, de desarme, de desarrollo para todos.
La Unión Soviética había empezado a cambiar con un líder, Mijail Gorbachov que por primera vez reconocía, especialmente después de la tragedia nuclear de Chernobyl, que en su país se había mentido mucho y que no era tan fuerte como se había divulgado, ni en lo económico, ni en desarrollo, ni en armamentismo. Hablaba entonces de “perestroika” –reforma económica y acercamiento con occidente- y de “glasnost” –transparencia-.
En Alemania Occidental RFA la gente trabajaba con denuedo y con su impresionante organización. Los jóvenes iban a las universidades y las fábricas bullían de actividad, de creatividad y de producción.
Eso sí, había un tema, que no abordaban, aunque algún imprudente se los planteara: en ese entonces todavía no hablaban de Hitler; era un tema tabú, cuya sola mención les abrumaba.
Había ya, grupos de cabezas rapadas –hombres y mujeres jóvenes-, violentos y agresivos, que caminaban en medio de estoperoles y de ropas negras hincando los tacones de sus botas por las calles.
Las gentes se hacían a un lado a su paso; y era frecuente que policías los cercaran y dispersaran mediante estrategias cuasi militares.
Fue en ese tiempo cuando conocí el muro de Berlín y la cortina de hierro a lo largo de la capital y de todo el país.
Era una barda inmensa llena de pintas y de letreros que llevaba 26 años de haber sido levantada; como todo muro, era un signo brutal de estupidez y confesión de incapacidad.
Crucé con otros compañeros el punto de control Charlie – Checkpoint Charlie, el famoso paso fronterizo – y el Museo del Muro. Fuimos a la Alemania del Este animado por los anfitriones del Occidente que ya soñaban con la reunificación –al final de cuentas adhesión-, para volver a ser el país unido que anhelaban.
Alemania Occidental tenía ya muchos estantes de gran desarrollo: igual existían empresas formidables tanto automotrices como metalúrgicas y agropecuarias, como investigadores y científicos de altísimo nivel en muchas de sus universidades; en política “los verdes” alcanzaban ya presencia y propuesta en todos los departamentos. La libertad de manifestación se expresaba en todas partes en pequeños o grandes grupos: contra los bancos, contra los partidos políticos, contra las autoridades civiles, contra las bases extranjeras, contra las sectas novedosas.
La gente ya vivía bien, se advertía en todas partes, Berlín era un lugar donde las 24 horas podía encontrarse fiesta; Hamburgo recibía a miles de barcos y de sus puertos salían contenedores con toneladas de productos a todo el mundo; Munich seguía siendo turística, industrial y católica con grandes templos y enorme organización; Bonn, la capital elegida por Konrad Adenauer, era una ciudad pequeña y agradable muy cercana a Colonia y su gran Catedral, y a su esplendoroso río Rhin.
Casi todo iba bien entonces, menos el Muro.
Berlín Oriental era muy distinto, tanto que parecía otro pueblo en otra dimensión. Había más niños y menos fiesta.
Al lado del otro Berlín, era como una ciudad provinciana con muchos edificios multifamiliares, con grandes parques, con edificios icónicos bien reconstruidos y con museos esplendorosos.
El pasado sábado se conmemoraron los 30 años de la “caída del muro” y a reunificación.
Hubo fiesta y vítores y advertencia clara de que los muros no resuelven los problemas.
Pero el trabajo y la adaptación ha sido harto difícil. En el Este muchas fábricas cerraron porque no pudieron emparejar salarios con el Oeste o porque las tecnologías del Occidente arrasaron con los viejos moldes artesanales que se mantenían en el Este.
Las diferencias en ingresos y salarios en general no han logrado, a 30 años, suplirse; y muchos de los alemanes de Oriente se consideran de segunda clase ante sus hermanos que habitaban al otro lado del muro.
El 30 aniversario de la “caída del muro” es hoy advertencia contra los nuevos muros de hormigón que se extienden por todo el mundo; y también contra los otros muros, los del odio, del racismo, de la guerra y la violencia; contra los muros que erigen el discurso divisionista y soberbio; contra los muros de las “noticias falsas” que tanto dañan…
Discernimiento, compromiso y responsabilidad corresponden hoy a todos si queremos un mundo de puentes, de entendimiento, de paz y de concordia.