/ miércoles 11 de septiembre de 2019

Contraluz: Genio y figura

Manolo Martínez, el torero de época y pasiones que llenó la segunda mitad del siglo pasado

Como cualquier hijo de vecino el hombre entró al vestíbulo del hotel Mirabel llevando en la diestra una maleta; dos jóvenes le seguían a algunos pasos dialogando entre sí.

Cuando le reconocimos, desde una mesa del restaurante, nos levantamos a saludarlo:

-Matador, qué gusto verlo, que hace por aquí.

“Ya no soy matador, dijo, ahora ando apoyando a unos muchachos que son novilleros y que tienen muchas cualidades; estoy seguro de que si se cuidan van a ser grandes toreros”.

No había insolencia en su trato, más bien un dejo de timidez que lo hacía parco.

El hombre era Manolo Martínez, el torero de época y pasiones que llenó la segunda mitad del siglo pasado; y los jóvenes que lo acompañaban tengo entendido que eran el español José Tomás y el mexicano Fernando Ochoa.

A 23 años de su deceso en un Hospital de La Jolla –agosto de 1996- recordé esa, la última vez que lo vi, y la serena urbanidad con que se despidió y se enfiló al mostrador de recepción.

Alternativa en Monterrey; Lorenzo Garza, padrino; Humberto Moro, testigo.

Sólo en una ocasión lo había entrevistado, en compañía de Carlos Sánchez Pliego, entonces alguacil de la Plaza Santa María, y el fotógrafo Juan Ugalde, en una “suite” del hotel Casa Blanca cuando, a mediados de los años 70s la plaza queretana se había convertido en “Catedral del toreo” en México, al cerrar durante tres años la Plaza México.

Cuando aquella entrevista, corto de palabra, Manolo Martínez se había convertido en el mandón de la fiesta brava en México. Y el grito de batalla de sus seguidores “¡Manolo, Manolo y ya!” campeaba en todas las plazas del país.

La víspera, al triunfar en un mano a mano con Paco Camino había rechazado una corona que algún aficionado le quiso colocar en las sienes, “eso no me gusta… lo de coronas y eso. A los trofeos no les doy mucha importancia, no marcan nada esencial en la carrera de un torero. En otras disciplinas posiblemente sí, en un atleta que supera marcas, en un deportista… pero el arte no se puede premiar con trofeos…”

Habló aquella vez sin ningún resabio de sus alternantes y de otros toreros: de Mariano Ramos y de Cruz Flores “torean muy bien. A los dos les di la alternativa”. De Ernesto Sanromán “El Queretano” “He toreado mucho con él, no aquí pero sí en muchas partes”. Y de españoles: “Paco (Camino) siempre ha sido muy buen torero; y hay otros: Capea, Manzanares, Teruel. Sí, creo que es él… está toreando muy bien”.

Definió asimismo por qué había ya menos variedad de lances en la fiesta: “La fiesta evoluciona, ahora se torea con más arte, más despacio. Existe menos variedad por el tipo de toro y por el público. Antes se exhibía gran variedad de quites y lances con el capote, el toro llegaba a la muleta con muy pocos pases dentro y las faenas eran mucho de aliño. Ahora se cuida más al toro en los dos primeros tercios porque al público le interesa más lo que se pueda hacer con la muleta…”

Ahora estaba ahí, ganadero y empresario a la vez, apoyando a jóvenes novilleros. Atrás parecía haber quedado su polémica figura con que levantaba pasiones en los ruedos, en donde su andar hosco y serio al hacer el paseíllo contrastaba con su capacidad para entender al toro, dirigir a la cuadrilla, ligar pases imposibles, domeñar la bravura de los astados y dejar girones de estética, fondo y forma, en sus lances con la capa, en sus chicuelinas que convocaban el silencio para derramar después euforas de oles que sonaban distintos de tan plenos, tan largos, tan hondos; en sus escasas pero perfectas gaoneras, en sus revoleras y medias verónicas; y con la muleta en sus ayudados y naturales, y en sus pases de trinchera, de desdén o el martinete con que remataba series templadas que parecían detener el tiempo para llenar de alas la emoción.

Solitario, encumbrado, no todo ciertamente fueron tardes de luces; hubo muchas de sombras que daban hilo a sus muchos detractores, pero bastaba poco para que callaran y dieran paso a la euforia de las legiones que le seguían en todas las plazas.

Parco en las entrevistas, desbordaba en el ruedo pasión, sapiencia y sentimiento.

Con 16 cornadas entonces, una de ellas la de “Borrachón” de San Mateo en donde los médicos de la Plaza México se preguntaron si no estaban operando a un cadáver, se había vuelto más serio y cuidadoso.

“Admiro a todas las figuras del toreo, como Garza, Manolete. Fueron honrados, torearon como sentían el toreo. Eso es el chiste…”

Y así fue él: distinto a todos, con personalidad, con empaque, con sabiduría y conocimiento, con desencuentros, pero sobre todo con emoción que de alguna forma sabía hacer llegar plenamente a los tendidos, como cirio en ofrenda, como estatua renacentista, como conjunción suprema, como parpadeo de vida, como reto a la muerte.

Lo recordé ahora, el 16 de agosto pasado, en el 23 aniversario de su muerte, tiempo en el que he sabido del arrepentimiento de muchos de sus detractores; también de quienes extrañan los llenos a reventar de la Santa María, las procesiones de martinistas de muchas partes del país a nuestra ciudad, los tendidos albeando de pañuelos, la banda de música y sus dianas, los largos silencios expectantes, las explosiones de oles desde la entraña, el cante de la vida y de la muerte, la lucha del espíritu y la bestia, el arrebol quieto del valor resuelto en arte.

Como cualquier hijo de vecino el hombre entró al vestíbulo del hotel Mirabel llevando en la diestra una maleta; dos jóvenes le seguían a algunos pasos dialogando entre sí.

Cuando le reconocimos, desde una mesa del restaurante, nos levantamos a saludarlo:

-Matador, qué gusto verlo, que hace por aquí.

“Ya no soy matador, dijo, ahora ando apoyando a unos muchachos que son novilleros y que tienen muchas cualidades; estoy seguro de que si se cuidan van a ser grandes toreros”.

No había insolencia en su trato, más bien un dejo de timidez que lo hacía parco.

El hombre era Manolo Martínez, el torero de época y pasiones que llenó la segunda mitad del siglo pasado; y los jóvenes que lo acompañaban tengo entendido que eran el español José Tomás y el mexicano Fernando Ochoa.

A 23 años de su deceso en un Hospital de La Jolla –agosto de 1996- recordé esa, la última vez que lo vi, y la serena urbanidad con que se despidió y se enfiló al mostrador de recepción.

Alternativa en Monterrey; Lorenzo Garza, padrino; Humberto Moro, testigo.

Sólo en una ocasión lo había entrevistado, en compañía de Carlos Sánchez Pliego, entonces alguacil de la Plaza Santa María, y el fotógrafo Juan Ugalde, en una “suite” del hotel Casa Blanca cuando, a mediados de los años 70s la plaza queretana se había convertido en “Catedral del toreo” en México, al cerrar durante tres años la Plaza México.

Cuando aquella entrevista, corto de palabra, Manolo Martínez se había convertido en el mandón de la fiesta brava en México. Y el grito de batalla de sus seguidores “¡Manolo, Manolo y ya!” campeaba en todas las plazas del país.

La víspera, al triunfar en un mano a mano con Paco Camino había rechazado una corona que algún aficionado le quiso colocar en las sienes, “eso no me gusta… lo de coronas y eso. A los trofeos no les doy mucha importancia, no marcan nada esencial en la carrera de un torero. En otras disciplinas posiblemente sí, en un atleta que supera marcas, en un deportista… pero el arte no se puede premiar con trofeos…”

Habló aquella vez sin ningún resabio de sus alternantes y de otros toreros: de Mariano Ramos y de Cruz Flores “torean muy bien. A los dos les di la alternativa”. De Ernesto Sanromán “El Queretano” “He toreado mucho con él, no aquí pero sí en muchas partes”. Y de españoles: “Paco (Camino) siempre ha sido muy buen torero; y hay otros: Capea, Manzanares, Teruel. Sí, creo que es él… está toreando muy bien”.

Definió asimismo por qué había ya menos variedad de lances en la fiesta: “La fiesta evoluciona, ahora se torea con más arte, más despacio. Existe menos variedad por el tipo de toro y por el público. Antes se exhibía gran variedad de quites y lances con el capote, el toro llegaba a la muleta con muy pocos pases dentro y las faenas eran mucho de aliño. Ahora se cuida más al toro en los dos primeros tercios porque al público le interesa más lo que se pueda hacer con la muleta…”

Ahora estaba ahí, ganadero y empresario a la vez, apoyando a jóvenes novilleros. Atrás parecía haber quedado su polémica figura con que levantaba pasiones en los ruedos, en donde su andar hosco y serio al hacer el paseíllo contrastaba con su capacidad para entender al toro, dirigir a la cuadrilla, ligar pases imposibles, domeñar la bravura de los astados y dejar girones de estética, fondo y forma, en sus lances con la capa, en sus chicuelinas que convocaban el silencio para derramar después euforas de oles que sonaban distintos de tan plenos, tan largos, tan hondos; en sus escasas pero perfectas gaoneras, en sus revoleras y medias verónicas; y con la muleta en sus ayudados y naturales, y en sus pases de trinchera, de desdén o el martinete con que remataba series templadas que parecían detener el tiempo para llenar de alas la emoción.

Solitario, encumbrado, no todo ciertamente fueron tardes de luces; hubo muchas de sombras que daban hilo a sus muchos detractores, pero bastaba poco para que callaran y dieran paso a la euforia de las legiones que le seguían en todas las plazas.

Parco en las entrevistas, desbordaba en el ruedo pasión, sapiencia y sentimiento.

Con 16 cornadas entonces, una de ellas la de “Borrachón” de San Mateo en donde los médicos de la Plaza México se preguntaron si no estaban operando a un cadáver, se había vuelto más serio y cuidadoso.

“Admiro a todas las figuras del toreo, como Garza, Manolete. Fueron honrados, torearon como sentían el toreo. Eso es el chiste…”

Y así fue él: distinto a todos, con personalidad, con empaque, con sabiduría y conocimiento, con desencuentros, pero sobre todo con emoción que de alguna forma sabía hacer llegar plenamente a los tendidos, como cirio en ofrenda, como estatua renacentista, como conjunción suprema, como parpadeo de vida, como reto a la muerte.

Lo recordé ahora, el 16 de agosto pasado, en el 23 aniversario de su muerte, tiempo en el que he sabido del arrepentimiento de muchos de sus detractores; también de quienes extrañan los llenos a reventar de la Santa María, las procesiones de martinistas de muchas partes del país a nuestra ciudad, los tendidos albeando de pañuelos, la banda de música y sus dianas, los largos silencios expectantes, las explosiones de oles desde la entraña, el cante de la vida y de la muerte, la lucha del espíritu y la bestia, el arrebol quieto del valor resuelto en arte.

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