/ jueves 29 de julio de 2021

Cuando la represión se confunde con la justicia

Punto al que lo lea

En fechas recientes el gobierno francés anunció que los ciudadanos de ese país deberán vacunarse obligatoriamente si no quieren sufrir severas represalias, entre las que se incluyen restricciones de tránsito en espacios públicos. Las protestas no se hicieron esperar. Obviamente, el pueblo francés resiente estas medidas extremas que coartan la libertad y transgreden el respeto que el Estado debe mantener hacia los ciudadanos. Dos de los grandes logros de la Revolución Francesa fueron la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (en 1789) y la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana (en 1791), documentos en los cuales se establecieron ciertos aspectos que, inalienablemente, deben ser concedidos a cada ser humano para que este pueda vivir plena y dignamente. Libertad, igualdad y fraternidad son las tres palabras que, desde El siglo de las luces, engloban los fundamentos de esta república democrática en la que se cimentaron las bases de un pensamiento político crítico que se fue expandiendo a lo largo de Europa y saltó a América para encender, en varios países, la mecha independentista en los albores del siglo XIX.

No me sorprendió enterarme de las protestas en París, lo que me descolocó fue descubrir las críticas que el resto del mundo esgrimió en contra de los manifestantes, a quienes se les tachó de irresponsables, retrógradas y paranoicos. Estamos tan fastidiados por los estragos que esta larguísima pandemia ha ocasionado que no somos capaces de discernir las sospechosas jugadas políticas y económicas que se están llevando a cabo en todas las latitudes con el fin de enriquecer más a los poderosos y devastar a las clases desfavorecidas. Al relacionar a los manifestantes franceses con los famosos “antivacunas”, muchas personas están equivocando el rumbo de sus opiniones, puesto que una gran parte de los inconformes que están protestando en contra de las medidas represoras ya recibieron una o las dos dosis del fármaco. Lo que se está cuestionando no es la eficacia de la vacuna, sino el derecho de cada persona a decidir libremente si desea inocularse o no. Y es en este punto donde la crítica se eriza más, puesto que no faltan quienes emiten comentarios como estos en las redes sociales: “Entonces, los meseros pueden decidir no lavarse las manos al servir un plato o yo puedo decidir escupirle a alguien en la calle”. Y sí, efectivamente, el mesero puede decidir no lavarse las manos y usted puede escupirle a otra persona en la calle, pero debemos confiar en que ni el mesero ni usted obrarán de esa forma desleal y violenta. La base de cualquier democracia consiste en creer en los demás; en entender que no existen seres humanos superiores que deben llevar las riendas, mientras que los otros, inferiores o estúpidos, deben ser reprimidos para evitar que sirvan comida infestada de detritus fecales.

Si usted, vacunado o no, comienza a manifestar síntomas de enfermedad, debe aislarse para evitar contagiar a otras personas. Esa será una decisión responsable y ética. Pero siempre existirán quienes tomen la decisión contraria y sigan adelante con sus vidas sin importar que su irresponsabilidad propague el virus. No podemos evitar que algunos ciudadanos carezcan de empatía, pero no por ello usted tendrá el derecho de dispararles en el pecho o convertirlos en indeseables (a los que se les deberá negar el tránsito por los espacios públicos o la entrada a una cafetería). Tampoco podemos estigmatizar a los ciudadanos responsables que no desean vacunarse, pero que serán precavidos y evitarán poner en riesgo a los demás. Hay una gama muy amplia de posibilidades y es importante concederle a cada persona el derecho de tomar sus propias decisiones, basadas en reflexiones conscientes que obedecen a circunstancias específicas que no podemos ni debemos juzgar con ligereza.

Además de estas consideraciones, es importante tomar en cuenta la esfera económica, misma que no puede disociarse de la atmósfera sociopolítica enrarecida que se ha instaurado en nuestra realidad cotidiana a raíz de que se desencadenó esta distopía pandémica. Sin especular acerca del origen del virus que se quedará anclado a la memoria de todos los que estamos atravesando esta época, lo que podemos aseverar, sin miedo a equivocarnos, es que las farmacéuticas están cerrando tratos millonarios que les reportarán ganancias inimaginables. Del mismo modo, los proveedores de dispositivos electrónicos, los jerarcas de las redes sociales, los accionistas de las plataformas de streaming y demás negocios afines están acumulando riquezas que, en un mundo tan inequitativo, resultan obscenas. Los pequeños comerciantes, los artistas, los disidentes políticos, los marginados, los campesinos que no se han sumado a la automatización del trabajo rural, las comunidades étnicas que se rehúsan a adoptar formas de vida que les son ajenas y demás grupos vulnerados por el neoliberalismo, están recibiendo una sacudida atroz. Si condenamos a los franceses que protestan en contra de este reordenamiento que nada tiene que ver con teorías de conspiración ni con exageraciones fantasiosas, aceptaremos sin ambages el siguiente golpe del capitalismo, que depende de la exclusión y la desigualdad social. El capitalismo, hay que entenderlo de una buena vez, no puede sobrevivir sin que exista un grupo privilegiado y otro oprimido. Esa es su naturaleza. No tiende a buscar el equilibrio ni a poner al alcance de nuestras manos el “American Dream”. Su propósito es mantenernos permanentemente insatisfechos, en busca de placeres desechables que garanticen el constante flujo de capital. Y así como ocurre con las mercancías, los seres humanos nos hemos ido convirtiendo en productos que, al envejecer o tomar decisiones poco convenientes para el sistema, debemos ser erradicados o tirados a la basura.

Vale la pena considerar elementos históricos, sociopolíticos y económicos antes de oponernos a las protestas que surgen en el mundo. Hay que aguzar la oreja y permanecer en estado de alerta para no convertirnos en aquellas personas del pasado que permitieron que el fascismo llegara tan lejos, cuando parecía que la represión era una medida incómoda, pero necesaria.

En fechas recientes el gobierno francés anunció que los ciudadanos de ese país deberán vacunarse obligatoriamente si no quieren sufrir severas represalias, entre las que se incluyen restricciones de tránsito en espacios públicos. Las protestas no se hicieron esperar. Obviamente, el pueblo francés resiente estas medidas extremas que coartan la libertad y transgreden el respeto que el Estado debe mantener hacia los ciudadanos. Dos de los grandes logros de la Revolución Francesa fueron la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (en 1789) y la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana (en 1791), documentos en los cuales se establecieron ciertos aspectos que, inalienablemente, deben ser concedidos a cada ser humano para que este pueda vivir plena y dignamente. Libertad, igualdad y fraternidad son las tres palabras que, desde El siglo de las luces, engloban los fundamentos de esta república democrática en la que se cimentaron las bases de un pensamiento político crítico que se fue expandiendo a lo largo de Europa y saltó a América para encender, en varios países, la mecha independentista en los albores del siglo XIX.

No me sorprendió enterarme de las protestas en París, lo que me descolocó fue descubrir las críticas que el resto del mundo esgrimió en contra de los manifestantes, a quienes se les tachó de irresponsables, retrógradas y paranoicos. Estamos tan fastidiados por los estragos que esta larguísima pandemia ha ocasionado que no somos capaces de discernir las sospechosas jugadas políticas y económicas que se están llevando a cabo en todas las latitudes con el fin de enriquecer más a los poderosos y devastar a las clases desfavorecidas. Al relacionar a los manifestantes franceses con los famosos “antivacunas”, muchas personas están equivocando el rumbo de sus opiniones, puesto que una gran parte de los inconformes que están protestando en contra de las medidas represoras ya recibieron una o las dos dosis del fármaco. Lo que se está cuestionando no es la eficacia de la vacuna, sino el derecho de cada persona a decidir libremente si desea inocularse o no. Y es en este punto donde la crítica se eriza más, puesto que no faltan quienes emiten comentarios como estos en las redes sociales: “Entonces, los meseros pueden decidir no lavarse las manos al servir un plato o yo puedo decidir escupirle a alguien en la calle”. Y sí, efectivamente, el mesero puede decidir no lavarse las manos y usted puede escupirle a otra persona en la calle, pero debemos confiar en que ni el mesero ni usted obrarán de esa forma desleal y violenta. La base de cualquier democracia consiste en creer en los demás; en entender que no existen seres humanos superiores que deben llevar las riendas, mientras que los otros, inferiores o estúpidos, deben ser reprimidos para evitar que sirvan comida infestada de detritus fecales.

Si usted, vacunado o no, comienza a manifestar síntomas de enfermedad, debe aislarse para evitar contagiar a otras personas. Esa será una decisión responsable y ética. Pero siempre existirán quienes tomen la decisión contraria y sigan adelante con sus vidas sin importar que su irresponsabilidad propague el virus. No podemos evitar que algunos ciudadanos carezcan de empatía, pero no por ello usted tendrá el derecho de dispararles en el pecho o convertirlos en indeseables (a los que se les deberá negar el tránsito por los espacios públicos o la entrada a una cafetería). Tampoco podemos estigmatizar a los ciudadanos responsables que no desean vacunarse, pero que serán precavidos y evitarán poner en riesgo a los demás. Hay una gama muy amplia de posibilidades y es importante concederle a cada persona el derecho de tomar sus propias decisiones, basadas en reflexiones conscientes que obedecen a circunstancias específicas que no podemos ni debemos juzgar con ligereza.

Además de estas consideraciones, es importante tomar en cuenta la esfera económica, misma que no puede disociarse de la atmósfera sociopolítica enrarecida que se ha instaurado en nuestra realidad cotidiana a raíz de que se desencadenó esta distopía pandémica. Sin especular acerca del origen del virus que se quedará anclado a la memoria de todos los que estamos atravesando esta época, lo que podemos aseverar, sin miedo a equivocarnos, es que las farmacéuticas están cerrando tratos millonarios que les reportarán ganancias inimaginables. Del mismo modo, los proveedores de dispositivos electrónicos, los jerarcas de las redes sociales, los accionistas de las plataformas de streaming y demás negocios afines están acumulando riquezas que, en un mundo tan inequitativo, resultan obscenas. Los pequeños comerciantes, los artistas, los disidentes políticos, los marginados, los campesinos que no se han sumado a la automatización del trabajo rural, las comunidades étnicas que se rehúsan a adoptar formas de vida que les son ajenas y demás grupos vulnerados por el neoliberalismo, están recibiendo una sacudida atroz. Si condenamos a los franceses que protestan en contra de este reordenamiento que nada tiene que ver con teorías de conspiración ni con exageraciones fantasiosas, aceptaremos sin ambages el siguiente golpe del capitalismo, que depende de la exclusión y la desigualdad social. El capitalismo, hay que entenderlo de una buena vez, no puede sobrevivir sin que exista un grupo privilegiado y otro oprimido. Esa es su naturaleza. No tiende a buscar el equilibrio ni a poner al alcance de nuestras manos el “American Dream”. Su propósito es mantenernos permanentemente insatisfechos, en busca de placeres desechables que garanticen el constante flujo de capital. Y así como ocurre con las mercancías, los seres humanos nos hemos ido convirtiendo en productos que, al envejecer o tomar decisiones poco convenientes para el sistema, debemos ser erradicados o tirados a la basura.

Vale la pena considerar elementos históricos, sociopolíticos y económicos antes de oponernos a las protestas que surgen en el mundo. Hay que aguzar la oreja y permanecer en estado de alerta para no convertirnos en aquellas personas del pasado que permitieron que el fascismo llegara tan lejos, cuando parecía que la represión era una medida incómoda, pero necesaria.

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