/ jueves 23 de enero de 2020

Dar razones de la fe; entre la teología fundamental y la existencia humana

Literatura y Filosofía

El 28 de enero se celebra a Santo Tomás de Aquino como patrono de los estudiantes. Sin embargo, la mayoría de los estudiantes no lo saben y, aunque lo supieran, no lo festejarían; ya que la religión ha sido suplantada, en buena medida, por el ateísmo. Aun así, me parece que bien vale la pena recordar a este gran pensador (a unos días de su festejo), quien escribiera la famosa Summa Teológica.

Tomás de Aquino nació en Roccasecca en 1225, cerca de Aquino. Estudió con los benedictinos en Montecasino, y después en la Universidad de Nápoles (al respecto cabe mencionar que las universidades fueron producto de la Iglesia católica). Murió el 7 de marzo de 1274 (a los 49 años). Siglos después, en 1567, fue declarado Doctor de la Iglesia.

Una de las características del pensamiento de Tomás de Aquino es el uso de la razón para dar cuenta de la fe, aunque ello no significa que la fe perdiera valor ante la razón. En este artículo doy cuenta —precisamente— de eso: de dar razones de la fe.

Empecemos por la etimología del término. La palabra «fe» en griego es un sustantivo: pistis (πίστις εως ἡ), también significa confianza. Está emparentada con pistós (πιστός ἡ όν): fiel, leal honrado, creíble, creyente; dócil, sumiso; seguro, verosímil, cierto; genuino, verdadero; convincente, firme, fidedigno; y con pistótes (πιστότης ητος ἡ): fidelidad, honradez, buena fe; sin embargo, fe también es un verbo, esto sucede cuando se usa pisteoo (πιστεύω): creer, confiar, estar seguro de, creer, dar crédito. Como se puede observar, a diferencia del idioma español, en griego la fe puede ser un sustantivo o un verbo. Esto significa, en el segundo caso, que la fe puede ser dinámica por sí misma; es decir, que es una acción que se lleva a cabo. Nos dice —en otras palabras— lo que se hace, como verbo.

Lo anterior podría parecer sencillo; sin embargo, la fe es una forma de creencia que necesita dar cuenta de su propia construcción —digamos— epistemológica. Y es que, como dice el Aquinate: “Si bien no podemos saber de Dios «qué cosa es», no obstante, para estudiar lo que en esta doctrina se dice de Dios, empleamos sus obras, bien sean de naturaleza o de gracia, en lugar de definición, cosa que, por lo demás, se hace en algunas ciencias filosóficas, en las que, tomando los efectos como definición de las causas, se demuestra algo de la naturaleza de las causas por sus efectos” (Aquino, Suma Teológica, p. 71). Así, siguiendo con el hilo conductor de dar cuenta de la fe a partir de la razón, se colige que puede ser lo que se hace con ella, no lo que es; es decir, que no sin razón (non sine causa) se puede investigar sobre Dios. Para ello es indispensable partir de una serie de conceptos teológicos (no por ello menos dignos de razonamiento), entre los cuales descuella: “el alma es aquello por lo que el cuerpo humano tiene el ser en acto” (Aquino, “Cuestiones disputadas sobre el alma”, p. 409). Al respecto tómese en cuenta que el mismo Tomás de Aquino aclara que Platón define al hombre no como la unión de cuerpo y alma, sino como un alma que usa un cuerpo (supra). En otras palabras: la aprehensión que se hace de Dios tiene cabida en un cuerpo que está en acto gracias al alma. Esto, por su parte, nos lleva a pensar en que dar cuenta de nuestra fe está relacionado estrechamente con la idea de Dios.

Quizá por ello, estudiar la fe no sea cosa fácil, sobre todo si se parte de la idea de que en la práctica la fe se sostiene (casi) por sí sola. Esto —claro— desde un enfoque simple, sin mayor pretensión de profundidad epistemológica o incluso ontológica. Sin embargo, aunque no es una aporía, tampoco es tan sencillo: la fe no es objeto de estudio in extrema res, es decir que se comience la argumentación por el final (la conclusión), en lugar de por el inicio (aquello que dé cuenta de la importancia del propio objeto de estudio).

Es por ello que, a diferencia de otras materias de posible análisis y reflexión, la fe tiene dos aspectos que no sólo se unen, sino que también se imbrican: se trata, en primer lugar de quien tiene la fe (el sujeto que realiza la acción); y en segundo lugar, refiere la base de lo que se cree de manera absoluta, esto es que lo que se crea se justifique a sí mismo. Y esto no es tan sencillo; de ahí que la Teología Fundamental busque “ofrecer al creyente las razones que motivan su opción de fe y presentar a quienes no comparten su misma profesión de fe las razones para poder creer” (Fisichella, p. 1). Esto me parece totalmente cierto: hace falta una ciencia (un modo de conocer) que nos permita —como afirma Fisichella— “dar razón de la fe” (p. 1). Pero, habría que preguntarse por qué dar cuenta de algo que es totalmente íntimo.

Entiendo su necesidad a principios de la cristiandad, cuando los padres apologéticos tuvieron que contestar los ataques de los que buscaban imponer más bien un sentido gnóstico al cristianismo. Asimismo reconozco y valoro cómo se fue desarrollando a través del tiempo, hasta sustituir lo que antiguamente se conoció como «apologética» (defensa de la fe); así: “la teología fundamental aparece cada vez más frecuentemente en los títulos de la primera mitad del siglo XIX, al lado del nombre de «apologética", hasta que llegó a suplantarlo definitivamente” (Fisichella, p. 1). Pero —insisto—, ¿cuál es la necesidad de explicar o justificar la fe en un sentido personal? Quizá la explicación está en la división que se hizo de la Teología fundamental respecto de la Teología de los fundamentos. Al respecto Rahner sostiene que “en el momento en que establecía esta distinción [Teología fundamental de Teología de los fundamentos] conocía la «teología fundamental» como la apologética de los manuales- [así] además de una teología fundamental que recupere los datos de la revelación [piensa que] es necesaria una teología de los fundamentos, es decir, la elaboración de una serie de categorías cognoscitivas a priori capaces de permitir el conocimiento del misterio salvífico” (citado en Fisichella, p. 1); sin embargo, esto nos lleva a una cuestión radical: la permanente creencia de dos cosas: 1) Jesucristo es un ser histórico, de tal suerte que lo que dijo es verídicamente demostrable; y 2) tenemos una teología basada en la firme creencia de los primeros cristianos, o, dicho de otra forma: nuestra fe es una fe basada en la fe de los primeros cristianos, que dejaron por escrito lo que dijo Jesucristo. Esto nos lleva a aceptar lo que dijo Santo Tomás de Aquino: “podemos referirnos a lo que santo Tomás indica con la palabra “principio”. Fundamento es “id a quo aliquid procedit”. Decir, por tanto, que “fundamento” es el principio del que se deriva una cosa, supone reconocer que la teología se deriva constitutivamente de la Revelación y que debe referirse a ella para toda forma real de su saber específico que quiera estar en conformidad. / Esto significa concretamente que la Revelación representa para la teología un fundamento dinámico.” (S/A Teología fundamental, p. 1)

Pero, cuál Revelación. Claramente no a nosotros de manera directa, pero sí a los primeros cristianos, los que escucharon directamente a Jesús. De ahí que el “núcleo histórico en torno a la persona y la vida de Jesús [sea] indispensable para una cristología y teología fundamental” (S/A Teología fundamental, p. 1). Así, la teología fundamental es necesaria si pretendemos reconocer nuestra fe de una manera argumentativa en dos sentido: 1) histórica, y 2) como Revelación directa de Dios hacia los primeros cristianos, por medio de Jesucristo. Al final de cuentas lo que está en juego es la capacidad de dar razones de la fe, lo cual nos lleva a movernos entre una ciencia especulativa (la Teología Fundamental) y nuestra propia existencia pensante: como seres cognoscentes de su propia capacidad cognoscitiva.

El 28 de enero se celebra a Santo Tomás de Aquino como patrono de los estudiantes. Sin embargo, la mayoría de los estudiantes no lo saben y, aunque lo supieran, no lo festejarían; ya que la religión ha sido suplantada, en buena medida, por el ateísmo. Aun así, me parece que bien vale la pena recordar a este gran pensador (a unos días de su festejo), quien escribiera la famosa Summa Teológica.

Tomás de Aquino nació en Roccasecca en 1225, cerca de Aquino. Estudió con los benedictinos en Montecasino, y después en la Universidad de Nápoles (al respecto cabe mencionar que las universidades fueron producto de la Iglesia católica). Murió el 7 de marzo de 1274 (a los 49 años). Siglos después, en 1567, fue declarado Doctor de la Iglesia.

Una de las características del pensamiento de Tomás de Aquino es el uso de la razón para dar cuenta de la fe, aunque ello no significa que la fe perdiera valor ante la razón. En este artículo doy cuenta —precisamente— de eso: de dar razones de la fe.

Empecemos por la etimología del término. La palabra «fe» en griego es un sustantivo: pistis (πίστις εως ἡ), también significa confianza. Está emparentada con pistós (πιστός ἡ όν): fiel, leal honrado, creíble, creyente; dócil, sumiso; seguro, verosímil, cierto; genuino, verdadero; convincente, firme, fidedigno; y con pistótes (πιστότης ητος ἡ): fidelidad, honradez, buena fe; sin embargo, fe también es un verbo, esto sucede cuando se usa pisteoo (πιστεύω): creer, confiar, estar seguro de, creer, dar crédito. Como se puede observar, a diferencia del idioma español, en griego la fe puede ser un sustantivo o un verbo. Esto significa, en el segundo caso, que la fe puede ser dinámica por sí misma; es decir, que es una acción que se lleva a cabo. Nos dice —en otras palabras— lo que se hace, como verbo.

Lo anterior podría parecer sencillo; sin embargo, la fe es una forma de creencia que necesita dar cuenta de su propia construcción —digamos— epistemológica. Y es que, como dice el Aquinate: “Si bien no podemos saber de Dios «qué cosa es», no obstante, para estudiar lo que en esta doctrina se dice de Dios, empleamos sus obras, bien sean de naturaleza o de gracia, en lugar de definición, cosa que, por lo demás, se hace en algunas ciencias filosóficas, en las que, tomando los efectos como definición de las causas, se demuestra algo de la naturaleza de las causas por sus efectos” (Aquino, Suma Teológica, p. 71). Así, siguiendo con el hilo conductor de dar cuenta de la fe a partir de la razón, se colige que puede ser lo que se hace con ella, no lo que es; es decir, que no sin razón (non sine causa) se puede investigar sobre Dios. Para ello es indispensable partir de una serie de conceptos teológicos (no por ello menos dignos de razonamiento), entre los cuales descuella: “el alma es aquello por lo que el cuerpo humano tiene el ser en acto” (Aquino, “Cuestiones disputadas sobre el alma”, p. 409). Al respecto tómese en cuenta que el mismo Tomás de Aquino aclara que Platón define al hombre no como la unión de cuerpo y alma, sino como un alma que usa un cuerpo (supra). En otras palabras: la aprehensión que se hace de Dios tiene cabida en un cuerpo que está en acto gracias al alma. Esto, por su parte, nos lleva a pensar en que dar cuenta de nuestra fe está relacionado estrechamente con la idea de Dios.

Quizá por ello, estudiar la fe no sea cosa fácil, sobre todo si se parte de la idea de que en la práctica la fe se sostiene (casi) por sí sola. Esto —claro— desde un enfoque simple, sin mayor pretensión de profundidad epistemológica o incluso ontológica. Sin embargo, aunque no es una aporía, tampoco es tan sencillo: la fe no es objeto de estudio in extrema res, es decir que se comience la argumentación por el final (la conclusión), en lugar de por el inicio (aquello que dé cuenta de la importancia del propio objeto de estudio).

Es por ello que, a diferencia de otras materias de posible análisis y reflexión, la fe tiene dos aspectos que no sólo se unen, sino que también se imbrican: se trata, en primer lugar de quien tiene la fe (el sujeto que realiza la acción); y en segundo lugar, refiere la base de lo que se cree de manera absoluta, esto es que lo que se crea se justifique a sí mismo. Y esto no es tan sencillo; de ahí que la Teología Fundamental busque “ofrecer al creyente las razones que motivan su opción de fe y presentar a quienes no comparten su misma profesión de fe las razones para poder creer” (Fisichella, p. 1). Esto me parece totalmente cierto: hace falta una ciencia (un modo de conocer) que nos permita —como afirma Fisichella— “dar razón de la fe” (p. 1). Pero, habría que preguntarse por qué dar cuenta de algo que es totalmente íntimo.

Entiendo su necesidad a principios de la cristiandad, cuando los padres apologéticos tuvieron que contestar los ataques de los que buscaban imponer más bien un sentido gnóstico al cristianismo. Asimismo reconozco y valoro cómo se fue desarrollando a través del tiempo, hasta sustituir lo que antiguamente se conoció como «apologética» (defensa de la fe); así: “la teología fundamental aparece cada vez más frecuentemente en los títulos de la primera mitad del siglo XIX, al lado del nombre de «apologética", hasta que llegó a suplantarlo definitivamente” (Fisichella, p. 1). Pero —insisto—, ¿cuál es la necesidad de explicar o justificar la fe en un sentido personal? Quizá la explicación está en la división que se hizo de la Teología fundamental respecto de la Teología de los fundamentos. Al respecto Rahner sostiene que “en el momento en que establecía esta distinción [Teología fundamental de Teología de los fundamentos] conocía la «teología fundamental» como la apologética de los manuales- [así] además de una teología fundamental que recupere los datos de la revelación [piensa que] es necesaria una teología de los fundamentos, es decir, la elaboración de una serie de categorías cognoscitivas a priori capaces de permitir el conocimiento del misterio salvífico” (citado en Fisichella, p. 1); sin embargo, esto nos lleva a una cuestión radical: la permanente creencia de dos cosas: 1) Jesucristo es un ser histórico, de tal suerte que lo que dijo es verídicamente demostrable; y 2) tenemos una teología basada en la firme creencia de los primeros cristianos, o, dicho de otra forma: nuestra fe es una fe basada en la fe de los primeros cristianos, que dejaron por escrito lo que dijo Jesucristo. Esto nos lleva a aceptar lo que dijo Santo Tomás de Aquino: “podemos referirnos a lo que santo Tomás indica con la palabra “principio”. Fundamento es “id a quo aliquid procedit”. Decir, por tanto, que “fundamento” es el principio del que se deriva una cosa, supone reconocer que la teología se deriva constitutivamente de la Revelación y que debe referirse a ella para toda forma real de su saber específico que quiera estar en conformidad. / Esto significa concretamente que la Revelación representa para la teología un fundamento dinámico.” (S/A Teología fundamental, p. 1)

Pero, cuál Revelación. Claramente no a nosotros de manera directa, pero sí a los primeros cristianos, los que escucharon directamente a Jesús. De ahí que el “núcleo histórico en torno a la persona y la vida de Jesús [sea] indispensable para una cristología y teología fundamental” (S/A Teología fundamental, p. 1). Así, la teología fundamental es necesaria si pretendemos reconocer nuestra fe de una manera argumentativa en dos sentido: 1) histórica, y 2) como Revelación directa de Dios hacia los primeros cristianos, por medio de Jesucristo. Al final de cuentas lo que está en juego es la capacidad de dar razones de la fe, lo cual nos lleva a movernos entre una ciencia especulativa (la Teología Fundamental) y nuestra propia existencia pensante: como seres cognoscentes de su propia capacidad cognoscitiva.

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