/ viernes 16 de agosto de 2019

Dejar de leer es dejar de pensar

Punto al que lo lea

Arrebatados por una cultura visual cada vez más avasallante, a diario nos entregamos a revisar los miles de mensajes telegramáticos que aparecen en redes sociales, Whatsapp, publicidad urbana y etiquetas de cientos de productos. Privilegiamos la captación eficaz e instantánea de contenidos breves a los que podemos responder de manera inmediata. Progresivamente hemos ido dejando atrás la lectura de textos complejos que exigen la tarea de la interpretación y el análisis detallado.

En países como el nuestro la literatura no echó nunca raíces profundas, la mayor parte de los ciudadanos ha manifestado desde hace décadas apatía hacia el ejercicio cotidiano de la lectura. Hoy en día, dominados por la vorágine cibernética, es mucho más difícil lograr que una persona elija un libro en lugar de un dispositivo electrónico.

El estigma descalificador que desde los años escolares se impone sobre la lectura y, frente a los ojos de muchos niños, la reduce a una actividad engorrosa que “quita el tiempo” y exige un esfuerzo “innecesario”, difícilmente puede sortearse una vez que todos esos estudiantes egresan hacia las universidades.

Todas estas situaciones resultan desalentadoras, sin duda, puesto que condenan a un gran número de personas a permanecer atadas a las necesidades que dicta el mercado, que es, a fin de cuentas, el que rige las formas de comunicación a través de las cuales intercambiamos nuestra información laboral, doméstica y amorosa hoy en día. La sustitución progresiva de palabras por emoticones empobrece poco a poco el caudal léxico del que los usuarios de Facebook o Whatsapp podrían echar mano si tuvieran que comunicarse únicamente mediante la escritura. La interpretación de esos emoticones y signos es, por lo general, unívoca, y escinde al lector de llevar a cabo un trabajo más profundo de decodificación. Al simplificar nuestros mensajes cotidianos, acostumbramos a nuestro cerebro a tomar atajos y nuestra capacidad expresiva y creativa se amodorra sin remedio.

Foto: Cortesía

La mecánica principal de las redes sociales depende de la respuesta inmediata. Existe una urgencia por contestar, por opinar, por mostrarnos, por evidenciar nuestra existencia a toda costa. Pareciera como si no se nos concediera tiempo para pensar. La incapacidad de entender mensajes complejos genera, además, rencillas interminables en las redes sociales: cada persona entiende lo que quiere entender y defiende su “punto de vista”, a veces con agresividad y violencia. Antes de leer con atención, muchos se precipitan y reaccionan sin entender realmente el escrito sobre el que están opinando. Pareciera que el objetivo principal no es COMPRENDER, sino RESPONDER. Esta actitud de exteriorización intelectual conduce a la intolerancia, puesto que se vuelve fácil encasillar tanto a “los que piensan como yo” como a “los que no piensan como yo”. Una sola frase que parezca contravenir “lo que pienso” (o lo que creo que pienso) basta para atacar a aquel que la publicó. La banalización de las convicciones ideológicas se deriva, precisamente, de la falta de comprensión lectora.

Costos del Like

¿Y qué es lo que perdemos con todo esto? Mucho. El ser humano tiene la increíble capacidad de preguntarse y preocuparse por el sentido de la vida, por el origen de su propia consciencia, por la pertinencia de los sistemas políticos o sociales en los que se inserta, por la justicia, por la libertad. La gran virtud de esas preguntas es que pueden hacerse de manera personal e íntima, puesto que cada persona proviene de un entorno único y vive una realidad particular. Si en lugar de hacerse cuestionamientos personales un “usuario” recibe un bombardeo de preguntas prefabricadas y está condenado a responder en automático a cada provocación que recibe, jugará el juego que el sistema necesita que juegue. Se insertará como un engrane perfecto en la maquinaria capitalista y obedecerá ciegamente los designios de un sistema que requiere mantenerlo plenamente activo como consumidor. Cuando peleamos con alguien en Facebook le regalamos a las estadísticas información privilegiada sobre lo que no nos gusta. Cuando erguimos un pulgar, brindamos pistas invaluables sobre los productos que en algún momento, por nuestras preferencias, podemos llegar a comprar. Información sesgada, pensamiento dirigido, bajo la ilusión de que todo consumidor es “libre”, obedeceremos consignas invisibles.

Pero nunca es tarde para recuperar la capacidad lectora. Precisamente por la ductilidad de la mente humana y la plasticidad asombrosa del cerebro, es posible recuperar capacidades atrofiadas. Al leer textos complejos que exigen un nivel de atención mayor, reconducimos nuestro pensamiento hacia nuevas rutas de tránsito intelectual. Al leer una novela o un cuento, encendemos el espíritu creativo y sacudimos la imaginación. La lectura es, ante todo, un placer, puesto que activa el pensamiento y nos brinda la posibilidad de acompañarnos a nosotros mismos. Alguien que lee jamás se sentirá solo, puesto que su pensamiento estará siempre estimulado por miles de preguntas, por cientos de historias, por personajes ficticios e históricos, por dudas filosóficas que retan la inteligencia. Leer es pensar y pensar es la actividad de la que depende, en gran medida, la identidad de cada ser humano. Nadie puede pensar por otro. Nadie puede leer por otro.

Arrebatados por una cultura visual cada vez más avasallante, a diario nos entregamos a revisar los miles de mensajes telegramáticos que aparecen en redes sociales, Whatsapp, publicidad urbana y etiquetas de cientos de productos. Privilegiamos la captación eficaz e instantánea de contenidos breves a los que podemos responder de manera inmediata. Progresivamente hemos ido dejando atrás la lectura de textos complejos que exigen la tarea de la interpretación y el análisis detallado.

En países como el nuestro la literatura no echó nunca raíces profundas, la mayor parte de los ciudadanos ha manifestado desde hace décadas apatía hacia el ejercicio cotidiano de la lectura. Hoy en día, dominados por la vorágine cibernética, es mucho más difícil lograr que una persona elija un libro en lugar de un dispositivo electrónico.

El estigma descalificador que desde los años escolares se impone sobre la lectura y, frente a los ojos de muchos niños, la reduce a una actividad engorrosa que “quita el tiempo” y exige un esfuerzo “innecesario”, difícilmente puede sortearse una vez que todos esos estudiantes egresan hacia las universidades.

Todas estas situaciones resultan desalentadoras, sin duda, puesto que condenan a un gran número de personas a permanecer atadas a las necesidades que dicta el mercado, que es, a fin de cuentas, el que rige las formas de comunicación a través de las cuales intercambiamos nuestra información laboral, doméstica y amorosa hoy en día. La sustitución progresiva de palabras por emoticones empobrece poco a poco el caudal léxico del que los usuarios de Facebook o Whatsapp podrían echar mano si tuvieran que comunicarse únicamente mediante la escritura. La interpretación de esos emoticones y signos es, por lo general, unívoca, y escinde al lector de llevar a cabo un trabajo más profundo de decodificación. Al simplificar nuestros mensajes cotidianos, acostumbramos a nuestro cerebro a tomar atajos y nuestra capacidad expresiva y creativa se amodorra sin remedio.

Foto: Cortesía

La mecánica principal de las redes sociales depende de la respuesta inmediata. Existe una urgencia por contestar, por opinar, por mostrarnos, por evidenciar nuestra existencia a toda costa. Pareciera como si no se nos concediera tiempo para pensar. La incapacidad de entender mensajes complejos genera, además, rencillas interminables en las redes sociales: cada persona entiende lo que quiere entender y defiende su “punto de vista”, a veces con agresividad y violencia. Antes de leer con atención, muchos se precipitan y reaccionan sin entender realmente el escrito sobre el que están opinando. Pareciera que el objetivo principal no es COMPRENDER, sino RESPONDER. Esta actitud de exteriorización intelectual conduce a la intolerancia, puesto que se vuelve fácil encasillar tanto a “los que piensan como yo” como a “los que no piensan como yo”. Una sola frase que parezca contravenir “lo que pienso” (o lo que creo que pienso) basta para atacar a aquel que la publicó. La banalización de las convicciones ideológicas se deriva, precisamente, de la falta de comprensión lectora.

Costos del Like

¿Y qué es lo que perdemos con todo esto? Mucho. El ser humano tiene la increíble capacidad de preguntarse y preocuparse por el sentido de la vida, por el origen de su propia consciencia, por la pertinencia de los sistemas políticos o sociales en los que se inserta, por la justicia, por la libertad. La gran virtud de esas preguntas es que pueden hacerse de manera personal e íntima, puesto que cada persona proviene de un entorno único y vive una realidad particular. Si en lugar de hacerse cuestionamientos personales un “usuario” recibe un bombardeo de preguntas prefabricadas y está condenado a responder en automático a cada provocación que recibe, jugará el juego que el sistema necesita que juegue. Se insertará como un engrane perfecto en la maquinaria capitalista y obedecerá ciegamente los designios de un sistema que requiere mantenerlo plenamente activo como consumidor. Cuando peleamos con alguien en Facebook le regalamos a las estadísticas información privilegiada sobre lo que no nos gusta. Cuando erguimos un pulgar, brindamos pistas invaluables sobre los productos que en algún momento, por nuestras preferencias, podemos llegar a comprar. Información sesgada, pensamiento dirigido, bajo la ilusión de que todo consumidor es “libre”, obedeceremos consignas invisibles.

Pero nunca es tarde para recuperar la capacidad lectora. Precisamente por la ductilidad de la mente humana y la plasticidad asombrosa del cerebro, es posible recuperar capacidades atrofiadas. Al leer textos complejos que exigen un nivel de atención mayor, reconducimos nuestro pensamiento hacia nuevas rutas de tránsito intelectual. Al leer una novela o un cuento, encendemos el espíritu creativo y sacudimos la imaginación. La lectura es, ante todo, un placer, puesto que activa el pensamiento y nos brinda la posibilidad de acompañarnos a nosotros mismos. Alguien que lee jamás se sentirá solo, puesto que su pensamiento estará siempre estimulado por miles de preguntas, por cientos de historias, por personajes ficticios e históricos, por dudas filosóficas que retan la inteligencia. Leer es pensar y pensar es la actividad de la que depende, en gran medida, la identidad de cada ser humano. Nadie puede pensar por otro. Nadie puede leer por otro.

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