/ jueves 20 de enero de 2022

Dinero llama dinero: De cómo los artistas que nacieron en cunas de oro relumbran fácilmente bajo el reflector

Punto al que lo lea

Imagine usted a un pequeño niño de cinco años al que su madre lleva con frecuencia a escuchar conciertos educativos en los que se les explica a los infantes el papel de cada instrumento, la estructura de una sinfonía, los nombres de algunos compositores y la época en la que fueron creadas esas memorables piezas musicales. Visualice a esa madre, comprometida con la crianza artística e intelectual de su criatura. ¿Ya la vio? Vestida con ropa impoluta de temporada, tacones cómodos, perfumada con alguna fragancia que su pequeñuelo ya identifica con sus cálidos abrazos. Esa dama refinada que quizás es chilanga, vive en la Condesa o en la progresivamente gentrificada colonia Roma. O tal vez habita en Querétaro y es propietaria de una casa con alberca en Juriquilla. Tiene una galería y viaja una o dos veces al año a Europa para entrar en contacto con las oleadas vanguardistas, determinadas por la ley de la oferta y la demanda. En una amplia habitación de su confortable morada hay un librero repleto de autores clásicos y revelaciones contemporáneas. Cuenta con un doctorado en algún área especializada de las humanidades y su padre, inmigrante español que llegó a México a raíz de la Guerra Civil Española, fue una eminencia en el Colegio de Filosofía y Letras de la UNAM. Su esposo, de apellido francés, es médico, pero también se crió en el seno de una familia pequeñoburguesa en la que hay intelectuales destacados. El hijo, aquel niño hipotético (cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia), crece estimulado por todos los flancos artísticos posibles, por lo que, al convertirse en adolescente, no es nada raro que muestre inclinación hacia el teatro. Repito que este niño es imaginario (para evitar que se hieran susceptibilidades). El ahora joven de veinte años viaja constantemente a Londres, Berlín, Nueva York y Buenos Aires, se familiariza con diversos discursos escénicos y se encandila con los musicales. O con el teatro posdramático alemán. O con las corrientes del biodrama bonaerense, que promueven un teatro de corte documental basado en la memoria histórica. La joven promesa de la escena mexicana regresa con el seso repleto de imágenes significativas, mismas que reproduce con habilidad con la ayuda de sus compañeros de generación. Porque, aunque pudo estudiar en el extranjero, decidió integrarse a las filas del alumnado que se forma en escuelas públicas. Sí. No quiere ser un privilegiado. Pronto lo vemos destacar y ganar preseas estudiantiles que, en poco tiempo, se convierten en reconocimientos profesionales. La gran mayoría de los espectadores que aplauden sus ingeniosas ideas jamás han viajado a Nueva York ni a Londres, por lo que no reconocen los detalles plagiados que el joven genio presume como ideas propias.

De vez en cuando, uno que otro colega que logra ver montajes extranjeros icónicos en el Cervantino descubre las extrañas semejanzas que vinculan esas piezas con las creaciones del enfant terrible; pero, en cuanto abre la boca para denunciar la sospechosa coincidencia, es aplastado bajo acusaciones que lo tachan de “resentido”, “mediocre”, “envidioso que para brillar necesita opacar a sus colegas destacados”. El joven genio, en breve, obtiene premios y accede a teatros en los que se cobran boletos de 500 pesos. Si nació en algún estado de la República, regresa a su ciudad de origen envuelto en los laureles de la fama y se le hace un homenaje antes de cumplir los cuarenta años. Probablemente, las autoridades culturales que organizan la celebración lo conocen desde que era chiquito y recuerdan con nostalgia a ese niño que ponía tanta atención en los conciertos.

Bien, dejemos por un momento al chiquilín espabilado, al joven genio que revolucionó el género posdramático queretano, el teatro musical mexicano o el biodrama chilango. Imaginemos ahora a una niña nacida en una familia de clase media. Su madre trabaja todo el día en el área de marketing de una empresa que vende recipientes de plástico a gran escala. No hay artistas en la familia y nadie, a excepción de esta niña, muestra interés por la lectura. Cada libro que la maestra de literatura le pide que lea, la hace inmensamente feliz. Escribe extensas reseñas en las que demuestra una capacidad destacada para descubrir los secretos que encierran las novelas, obras de teatro y poemas en los que se ha sumergido con avidez. El padre es contador y la ayuda con las matemáticas de vez en cuando. Quizás le enternece que esa escuincla viva en otro mundo y se dedique a inventar criaturas imaginarias. Sabe que, eventualmente, deberá abandonar ese vicio que no la conducirá a ningún lado. No son ricos y con dificultades podrán pagarle la universidad. La niña escribe historias que le granjean buenas calificaciones y en algún momento entra en contacto, por azares del destino, con el teatro. Resulta tener una habilidad histriónica fuera de lo común. Sus padres van a ver algunas de sus obras escolares y aplauden conmovidos, pero, cuando llega el momento de estudiar la universidad le aconsejan que desista de su deseo de profesionalizarse en esa área tan competida y poco remunerada. Estos padres hipotéticos no son tan estrictos e inflexibles como otros que prohíben terminantemente que sus vástagos se conviertan en artistas. Finalmente, la joven convence a sus progenitores y logra inscribirse en alguna escuela pública. Estudia actuación, pero la dirección y la dramaturgia le gustan sobremanera. Tiene un compañero que no le cae bien porque es adinerado y es capaz de costear vestuarios, utilería y herramientas tecnológicas que para ella son inaccesibles. Los ejercicios que esta joven de clase media presenta echan mano de elementos sencillos, cajas de cartón, ropa prestada, cubos que le pertenecen a la escuela. No sabe mucho sobre música y no cuenta con un bagaje amplio en lo que respecta a otras disciplinas artísticas. La literatura y el teatro han sido sus únicos asideros creativos, por lo que su cultísimo compañero es quien deslumbra a los maestros con su prosapia. Al egresar, se percata de que no conoce a ningún funcionario y de que su familia no se codea con propietarios de teatros independientes en los que los boletos cuestan 500 pesos. Su apellido es común y corriente. Tampoco nació en un medio del todo desfavorecido ni fue violentada por sus padres, por lo que no puede apelar a las políticas de inclusión o protección étnica ni social. Es una joven promedio que no ha pasado hambre, pero que nunca ha vivido en una casa de más de dos habitaciones. Sus obras son originales, transgresoras e interesantes, las levanta con sus propios medios y persevera para acercar a los espectadores, que son quienes verdaderamente le importan. No trabaja para sus colegas ni para los festivales. Una mañana, descubre que su compañero rico fue homenajeado en su ciudad natal. Ella nació en esa misma ciudad, en algún estado de la República, sus padres costearon su estadía académica en la capital con grandes dificultades. Cuando regresa, no recibe ningún reconocimiento. Después de todo, sus obras no se parecen a la vanguardia extranjera y, cuando era niña, nunca la vieron emocionarse en los conciertos.

Quizás es momento de desconfiar de los homenajeados y revisar su historial antes de caer en la trampa mediática que los ensalza de súbito. Tal vez hay que mantener la mirada atenta para descubrir discursos honestos en los teatros que no atraen a las élites y no cobran 500 por cada boleto. Recordemos que más allá de los bombos, platillos y reflectores que imponen los medios y algunas instituciones, en la sombra se mueven los artistas cuyas miradas revelan perspectivas personales, alejadas de las modas que algunos muchachos ricos nos venden como si fueran nuevas.

Imagine usted a un pequeño niño de cinco años al que su madre lleva con frecuencia a escuchar conciertos educativos en los que se les explica a los infantes el papel de cada instrumento, la estructura de una sinfonía, los nombres de algunos compositores y la época en la que fueron creadas esas memorables piezas musicales. Visualice a esa madre, comprometida con la crianza artística e intelectual de su criatura. ¿Ya la vio? Vestida con ropa impoluta de temporada, tacones cómodos, perfumada con alguna fragancia que su pequeñuelo ya identifica con sus cálidos abrazos. Esa dama refinada que quizás es chilanga, vive en la Condesa o en la progresivamente gentrificada colonia Roma. O tal vez habita en Querétaro y es propietaria de una casa con alberca en Juriquilla. Tiene una galería y viaja una o dos veces al año a Europa para entrar en contacto con las oleadas vanguardistas, determinadas por la ley de la oferta y la demanda. En una amplia habitación de su confortable morada hay un librero repleto de autores clásicos y revelaciones contemporáneas. Cuenta con un doctorado en algún área especializada de las humanidades y su padre, inmigrante español que llegó a México a raíz de la Guerra Civil Española, fue una eminencia en el Colegio de Filosofía y Letras de la UNAM. Su esposo, de apellido francés, es médico, pero también se crió en el seno de una familia pequeñoburguesa en la que hay intelectuales destacados. El hijo, aquel niño hipotético (cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia), crece estimulado por todos los flancos artísticos posibles, por lo que, al convertirse en adolescente, no es nada raro que muestre inclinación hacia el teatro. Repito que este niño es imaginario (para evitar que se hieran susceptibilidades). El ahora joven de veinte años viaja constantemente a Londres, Berlín, Nueva York y Buenos Aires, se familiariza con diversos discursos escénicos y se encandila con los musicales. O con el teatro posdramático alemán. O con las corrientes del biodrama bonaerense, que promueven un teatro de corte documental basado en la memoria histórica. La joven promesa de la escena mexicana regresa con el seso repleto de imágenes significativas, mismas que reproduce con habilidad con la ayuda de sus compañeros de generación. Porque, aunque pudo estudiar en el extranjero, decidió integrarse a las filas del alumnado que se forma en escuelas públicas. Sí. No quiere ser un privilegiado. Pronto lo vemos destacar y ganar preseas estudiantiles que, en poco tiempo, se convierten en reconocimientos profesionales. La gran mayoría de los espectadores que aplauden sus ingeniosas ideas jamás han viajado a Nueva York ni a Londres, por lo que no reconocen los detalles plagiados que el joven genio presume como ideas propias.

De vez en cuando, uno que otro colega que logra ver montajes extranjeros icónicos en el Cervantino descubre las extrañas semejanzas que vinculan esas piezas con las creaciones del enfant terrible; pero, en cuanto abre la boca para denunciar la sospechosa coincidencia, es aplastado bajo acusaciones que lo tachan de “resentido”, “mediocre”, “envidioso que para brillar necesita opacar a sus colegas destacados”. El joven genio, en breve, obtiene premios y accede a teatros en los que se cobran boletos de 500 pesos. Si nació en algún estado de la República, regresa a su ciudad de origen envuelto en los laureles de la fama y se le hace un homenaje antes de cumplir los cuarenta años. Probablemente, las autoridades culturales que organizan la celebración lo conocen desde que era chiquito y recuerdan con nostalgia a ese niño que ponía tanta atención en los conciertos.

Bien, dejemos por un momento al chiquilín espabilado, al joven genio que revolucionó el género posdramático queretano, el teatro musical mexicano o el biodrama chilango. Imaginemos ahora a una niña nacida en una familia de clase media. Su madre trabaja todo el día en el área de marketing de una empresa que vende recipientes de plástico a gran escala. No hay artistas en la familia y nadie, a excepción de esta niña, muestra interés por la lectura. Cada libro que la maestra de literatura le pide que lea, la hace inmensamente feliz. Escribe extensas reseñas en las que demuestra una capacidad destacada para descubrir los secretos que encierran las novelas, obras de teatro y poemas en los que se ha sumergido con avidez. El padre es contador y la ayuda con las matemáticas de vez en cuando. Quizás le enternece que esa escuincla viva en otro mundo y se dedique a inventar criaturas imaginarias. Sabe que, eventualmente, deberá abandonar ese vicio que no la conducirá a ningún lado. No son ricos y con dificultades podrán pagarle la universidad. La niña escribe historias que le granjean buenas calificaciones y en algún momento entra en contacto, por azares del destino, con el teatro. Resulta tener una habilidad histriónica fuera de lo común. Sus padres van a ver algunas de sus obras escolares y aplauden conmovidos, pero, cuando llega el momento de estudiar la universidad le aconsejan que desista de su deseo de profesionalizarse en esa área tan competida y poco remunerada. Estos padres hipotéticos no son tan estrictos e inflexibles como otros que prohíben terminantemente que sus vástagos se conviertan en artistas. Finalmente, la joven convence a sus progenitores y logra inscribirse en alguna escuela pública. Estudia actuación, pero la dirección y la dramaturgia le gustan sobremanera. Tiene un compañero que no le cae bien porque es adinerado y es capaz de costear vestuarios, utilería y herramientas tecnológicas que para ella son inaccesibles. Los ejercicios que esta joven de clase media presenta echan mano de elementos sencillos, cajas de cartón, ropa prestada, cubos que le pertenecen a la escuela. No sabe mucho sobre música y no cuenta con un bagaje amplio en lo que respecta a otras disciplinas artísticas. La literatura y el teatro han sido sus únicos asideros creativos, por lo que su cultísimo compañero es quien deslumbra a los maestros con su prosapia. Al egresar, se percata de que no conoce a ningún funcionario y de que su familia no se codea con propietarios de teatros independientes en los que los boletos cuestan 500 pesos. Su apellido es común y corriente. Tampoco nació en un medio del todo desfavorecido ni fue violentada por sus padres, por lo que no puede apelar a las políticas de inclusión o protección étnica ni social. Es una joven promedio que no ha pasado hambre, pero que nunca ha vivido en una casa de más de dos habitaciones. Sus obras son originales, transgresoras e interesantes, las levanta con sus propios medios y persevera para acercar a los espectadores, que son quienes verdaderamente le importan. No trabaja para sus colegas ni para los festivales. Una mañana, descubre que su compañero rico fue homenajeado en su ciudad natal. Ella nació en esa misma ciudad, en algún estado de la República, sus padres costearon su estadía académica en la capital con grandes dificultades. Cuando regresa, no recibe ningún reconocimiento. Después de todo, sus obras no se parecen a la vanguardia extranjera y, cuando era niña, nunca la vieron emocionarse en los conciertos.

Quizás es momento de desconfiar de los homenajeados y revisar su historial antes de caer en la trampa mediática que los ensalza de súbito. Tal vez hay que mantener la mirada atenta para descubrir discursos honestos en los teatros que no atraen a las élites y no cobran 500 por cada boleto. Recordemos que más allá de los bombos, platillos y reflectores que imponen los medios y algunas instituciones, en la sombra se mueven los artistas cuyas miradas revelan perspectivas personales, alejadas de las modas que algunos muchachos ricos nos venden como si fueran nuevas.

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