/ jueves 12 de noviembre de 2020

Dos locos de lengua suelta. La utópica antropología de Desiderio Rampante: Parte III

Punto al que lo lea

Para seguir con el recuento de personajes peculiares que deambulan por el centro de la capital queretana, me permito compartir, con mi propia perspectiva, los retratos de dos locos que fueron inmortalizados en La utópica antropología de Desiderio Rampante.

El detractor

A El Detractor le llaman de ese modo, porque no está de acuerdo con nada. Aborrece, con particular fiereza, todas las manifestaciones explícitas del capitalismo. Elige, cada mes, una de las muchas cafeterías que atestan las calles adoquinadas del centro histórico; entra en el lugar y, con una sonrisa grandilocuente, pide alguna bebida de moda: té matcha, frapuchino, smoothie de lavanda, revoltijo de chía con limón orgánico, germinado flotante de alfalfa o café traído de la sierra tarahumara por las manitas santas de niños veganos jamás alimentados con proteína animal. Después de que la bebida en cuestión es acarreada por el mesero en turno, El Detractor impide que el servicial jovenzuelo se retire. Le sujeta el brazo y lo invita a sentarse un momento. El mesero (o mesera), por lo general, busca una excusa plausible: “señor, no me permiten departir con la clientela”, “caballero, tengo que atender muchas mesas”, “lo siento, mi mamá me prohíbe hablar con desconocidos”. Pero El Detractor no se rinde. Sustrae de su bolsillo una libretita artesanal y lee una retahíla de secretos vergonzosos que, de inmediato, ruborizan al mesero. ¿Cómo es que El detractor consigue toda esa información íntima, que utiliza para obligar a sus víctimas a sostener con él una conversación? Fácil. Aunque detesta las redes sociales, se zambulle en ellas para encontrar información profusa sobre el mesero a quien obligará a escuchar el incordio que tiene preparado. A las víctimas las elige durante sus rondas vespertinas, en las cuales inspecciona con cautela los lugares a los que despectivamente designa como “comederos hípsters”. ¿Y por qué El detractor atenta contra estos universitarios que, con el fin de sostener sus estudios, trabajan sirviendo platillos sobrevaluados en establecimientos pretenciosos? Porque, según, él, de ese modo logrará despertar las consciencias dormidas de posibles revolucionarios. Cuando El detractor logra, mediante un sofisticado chantaje, que el mesero deposite las asentaderas en una silla, inicia el bombardero de conceptos subversivos: “¿Quieres ser emprendedor? ¿Admiras a los emprendedores que abrieron esta cafetería? ¡Yo te voy a decir lo que es un emprendedor! Es un joven que se rindió ante el sistema y decidió convertirse, por deseo propio, en un esclavo. Un emprendedor asume que es su responsabilidad demostrar que sirve para algo. Sus padres le han repetido hasta el cansancio que el mundo es de los audaces, que sólo los vagos fracasan, que el éxito está al alcance de la mano, que cualquier persona que se esfuerce lo suficiente sacará su cabeza de la mierda. Pero eso no es cierto, estimado mesero. Simplemente NO ES CIERTO. Hay un plan. Sí. Te lo digo con estos ojotes desorbitados y esta carota de enfermo mental para que se te quede bien gravada la imagen en el cerebro. Gravada, no grabada. Se grava en la piedra y se graba en esos dispositivos asquerosos que le están robando la intimidad a las personas. Nos están idiotizando, mi estimado. Ellos, los que nos miran, los que nos filman, los que nos espían, quieren que nos sintamos culpables por no estar a la altura de las expectativas del mercado. Para que se nos acepte como miembros funcionales del sistema, tenemos que demostrar que tenemos coraje, agallas, gónadas u ovarios, según sea el caso. En el socialismo, por el simple hecho de ser un humano, se te otorga la posibilidad de que los demás cuiden de ti. Velen por ti. En el socialismo, si empiezas a deprimirte porque sientes que eres una repugnante larva inútil, habrá gente que se encargará de que encuentres un lugar. No tendrás que demostrar que eres mejor, que eres más rápido, que eres más listo, que sabes hacer malabares mientras comes piña enchilada. No tendrás que convertirte en un simio que se la pasa haciendo trucos frente a la cámara con el fin de obtener suscriptores. Fuchi. Guácala. Eso no está bien. ¿Ves este té matcha? Es verde. Parece una laguna contaminada, llena de caca. Pero, supuestamente, si me la tomo, mi cutis se restirará y me pareceré a Tony Curtis. ¿Conoces a Tony Curtis? No. Así pasan de moda los ídolos. Antes los ídolos sabían actuar. Tenían consciencia. Sabían que, si iban a decir algo frente a la cámara, ese algo tenía que ser interesante, chistoso o poético. Pero ahora no. Ahora no importa el contenido. Lo que importa es conseguir miradas. Miradas huecas. Miradas vacías. El emprendedor es un monigote que quiere descubrir el hilo negro. Quiere hacer algo inédito. Pero no hay nada nuevo bajo el sol, mi estimado. Mejor hay que encontrar un huequito en el cual a uno lo dejen ser quien es. Y ya. ¿No estás cansado de venderte al mejor postor?”

Y así puede seguir El detractor, pero casi siempre llega el propietario de la cafetería a amonestar al mesero. Algunos de ellos se levantan aturdidos, asustados. Algunos otros se llevan algo en qué pensar.

Foto | EFE

La condecorada

Es fácil reconocer a La condecorada. Lleva un cúmulo de medallas atadas al cuello. Viste un traje de hombre, que le queda demasiado grande y, prendidas a su saco, carga una pléyade de insignias brillantes. Nadie sabe si todos esos reconocimientos fueron robados a sus legítimos propietarios o si, por el contrario, le pertenecen a esa mujer que, quizás alguna vez, destacó en un sinfín de disciplinas y oficios. Ella camina con prestancia y paso elegante por las calles. No se digna a mirar a los transeúntes, por lo general los elude. Pero, de vez en cuando, muy de vez en cuando, alguna de las viandantes (siempre mujeres) le atrapa la mirada. Y es entonces que llega el momento de “la condecoración”. La condecorada se le acerca a la elegida y la interpela con un tono categórico y honorable, como el que usan los académicos que están por otorgar el premio Nobel. Al percibir esa presencia estrambótica, muchas féminas reculan asustadas, el traje viril y la voz untuosa ahuyentan a cualquiera. Pero antes de que la interpelada huya a la carrera, La condecorada extiende la mano para mostrar una de sus preseas. Todas han sido pulidas con esmero. Destellan. Ciegan con su resplandor. Y, aunque se dice que no todo lo que relumbra es oro, nuestros ojos están demasiado acostumbrados a codiciar lo que brilla. Las mujeres, invariablemente, miran a la señora loca para preguntarle en silencio: “¿Esa medalla es para mí?”. Y entonces, ella suelta el discurso: “Usted, que al salir de su casa agachó la cabeza para confundirse con las banquetas. Usted, que ha heredado el miedo a levantar la voz. Usted, que no se quiebra a pesar de los embates de la vida. Usted, mujer que lleva impregnada en el cuerpo la humillación de todas aquellas que no fueron reconocidas. Usted, esta tarde cualquiera, dejará de ser cualquiera. Usted se convertirá en usted para que no le pese más el anonimato de todas las que no debieron extraviarse en el cauce de la historia. Esta tarde, haciendo uso de las atribuciones que me han sido concedidas, me permito entregarle la medalla que se merece. La que debieron entregarle mucho antes. La que le recordará que lleva en la cabeza ideas que deben ser clamadas a voz en cuello. Grite. Libere la lengua. No lo haga sin el corazón. Acuérdese de que el odio no es la mejor ruta, nunca se disfruta. Esta medalla le brindará valor y sabiduría, virtudes que usted ya posee, pero que no ha podido abrillantar para que reluzcan”.

Y La condecorada aplaude. Entrega la insignia. Se va. Si alguna vez, estimada lectora, te topas con ella, acepta la presea y guárdala, para que las palabras de esa loca esclarecida resuenen en tu casa y habiten, ocasionalmente, tus sueños.

Para seguir con el recuento de personajes peculiares que deambulan por el centro de la capital queretana, me permito compartir, con mi propia perspectiva, los retratos de dos locos que fueron inmortalizados en La utópica antropología de Desiderio Rampante.

El detractor

A El Detractor le llaman de ese modo, porque no está de acuerdo con nada. Aborrece, con particular fiereza, todas las manifestaciones explícitas del capitalismo. Elige, cada mes, una de las muchas cafeterías que atestan las calles adoquinadas del centro histórico; entra en el lugar y, con una sonrisa grandilocuente, pide alguna bebida de moda: té matcha, frapuchino, smoothie de lavanda, revoltijo de chía con limón orgánico, germinado flotante de alfalfa o café traído de la sierra tarahumara por las manitas santas de niños veganos jamás alimentados con proteína animal. Después de que la bebida en cuestión es acarreada por el mesero en turno, El Detractor impide que el servicial jovenzuelo se retire. Le sujeta el brazo y lo invita a sentarse un momento. El mesero (o mesera), por lo general, busca una excusa plausible: “señor, no me permiten departir con la clientela”, “caballero, tengo que atender muchas mesas”, “lo siento, mi mamá me prohíbe hablar con desconocidos”. Pero El Detractor no se rinde. Sustrae de su bolsillo una libretita artesanal y lee una retahíla de secretos vergonzosos que, de inmediato, ruborizan al mesero. ¿Cómo es que El detractor consigue toda esa información íntima, que utiliza para obligar a sus víctimas a sostener con él una conversación? Fácil. Aunque detesta las redes sociales, se zambulle en ellas para encontrar información profusa sobre el mesero a quien obligará a escuchar el incordio que tiene preparado. A las víctimas las elige durante sus rondas vespertinas, en las cuales inspecciona con cautela los lugares a los que despectivamente designa como “comederos hípsters”. ¿Y por qué El detractor atenta contra estos universitarios que, con el fin de sostener sus estudios, trabajan sirviendo platillos sobrevaluados en establecimientos pretenciosos? Porque, según, él, de ese modo logrará despertar las consciencias dormidas de posibles revolucionarios. Cuando El detractor logra, mediante un sofisticado chantaje, que el mesero deposite las asentaderas en una silla, inicia el bombardero de conceptos subversivos: “¿Quieres ser emprendedor? ¿Admiras a los emprendedores que abrieron esta cafetería? ¡Yo te voy a decir lo que es un emprendedor! Es un joven que se rindió ante el sistema y decidió convertirse, por deseo propio, en un esclavo. Un emprendedor asume que es su responsabilidad demostrar que sirve para algo. Sus padres le han repetido hasta el cansancio que el mundo es de los audaces, que sólo los vagos fracasan, que el éxito está al alcance de la mano, que cualquier persona que se esfuerce lo suficiente sacará su cabeza de la mierda. Pero eso no es cierto, estimado mesero. Simplemente NO ES CIERTO. Hay un plan. Sí. Te lo digo con estos ojotes desorbitados y esta carota de enfermo mental para que se te quede bien gravada la imagen en el cerebro. Gravada, no grabada. Se grava en la piedra y se graba en esos dispositivos asquerosos que le están robando la intimidad a las personas. Nos están idiotizando, mi estimado. Ellos, los que nos miran, los que nos filman, los que nos espían, quieren que nos sintamos culpables por no estar a la altura de las expectativas del mercado. Para que se nos acepte como miembros funcionales del sistema, tenemos que demostrar que tenemos coraje, agallas, gónadas u ovarios, según sea el caso. En el socialismo, por el simple hecho de ser un humano, se te otorga la posibilidad de que los demás cuiden de ti. Velen por ti. En el socialismo, si empiezas a deprimirte porque sientes que eres una repugnante larva inútil, habrá gente que se encargará de que encuentres un lugar. No tendrás que demostrar que eres mejor, que eres más rápido, que eres más listo, que sabes hacer malabares mientras comes piña enchilada. No tendrás que convertirte en un simio que se la pasa haciendo trucos frente a la cámara con el fin de obtener suscriptores. Fuchi. Guácala. Eso no está bien. ¿Ves este té matcha? Es verde. Parece una laguna contaminada, llena de caca. Pero, supuestamente, si me la tomo, mi cutis se restirará y me pareceré a Tony Curtis. ¿Conoces a Tony Curtis? No. Así pasan de moda los ídolos. Antes los ídolos sabían actuar. Tenían consciencia. Sabían que, si iban a decir algo frente a la cámara, ese algo tenía que ser interesante, chistoso o poético. Pero ahora no. Ahora no importa el contenido. Lo que importa es conseguir miradas. Miradas huecas. Miradas vacías. El emprendedor es un monigote que quiere descubrir el hilo negro. Quiere hacer algo inédito. Pero no hay nada nuevo bajo el sol, mi estimado. Mejor hay que encontrar un huequito en el cual a uno lo dejen ser quien es. Y ya. ¿No estás cansado de venderte al mejor postor?”

Y así puede seguir El detractor, pero casi siempre llega el propietario de la cafetería a amonestar al mesero. Algunos de ellos se levantan aturdidos, asustados. Algunos otros se llevan algo en qué pensar.

Foto | EFE

La condecorada

Es fácil reconocer a La condecorada. Lleva un cúmulo de medallas atadas al cuello. Viste un traje de hombre, que le queda demasiado grande y, prendidas a su saco, carga una pléyade de insignias brillantes. Nadie sabe si todos esos reconocimientos fueron robados a sus legítimos propietarios o si, por el contrario, le pertenecen a esa mujer que, quizás alguna vez, destacó en un sinfín de disciplinas y oficios. Ella camina con prestancia y paso elegante por las calles. No se digna a mirar a los transeúntes, por lo general los elude. Pero, de vez en cuando, muy de vez en cuando, alguna de las viandantes (siempre mujeres) le atrapa la mirada. Y es entonces que llega el momento de “la condecoración”. La condecorada se le acerca a la elegida y la interpela con un tono categórico y honorable, como el que usan los académicos que están por otorgar el premio Nobel. Al percibir esa presencia estrambótica, muchas féminas reculan asustadas, el traje viril y la voz untuosa ahuyentan a cualquiera. Pero antes de que la interpelada huya a la carrera, La condecorada extiende la mano para mostrar una de sus preseas. Todas han sido pulidas con esmero. Destellan. Ciegan con su resplandor. Y, aunque se dice que no todo lo que relumbra es oro, nuestros ojos están demasiado acostumbrados a codiciar lo que brilla. Las mujeres, invariablemente, miran a la señora loca para preguntarle en silencio: “¿Esa medalla es para mí?”. Y entonces, ella suelta el discurso: “Usted, que al salir de su casa agachó la cabeza para confundirse con las banquetas. Usted, que ha heredado el miedo a levantar la voz. Usted, que no se quiebra a pesar de los embates de la vida. Usted, mujer que lleva impregnada en el cuerpo la humillación de todas aquellas que no fueron reconocidas. Usted, esta tarde cualquiera, dejará de ser cualquiera. Usted se convertirá en usted para que no le pese más el anonimato de todas las que no debieron extraviarse en el cauce de la historia. Esta tarde, haciendo uso de las atribuciones que me han sido concedidas, me permito entregarle la medalla que se merece. La que debieron entregarle mucho antes. La que le recordará que lleva en la cabeza ideas que deben ser clamadas a voz en cuello. Grite. Libere la lengua. No lo haga sin el corazón. Acuérdese de que el odio no es la mejor ruta, nunca se disfruta. Esta medalla le brindará valor y sabiduría, virtudes que usted ya posee, pero que no ha podido abrillantar para que reluzcan”.

Y La condecorada aplaude. Entrega la insignia. Se va. Si alguna vez, estimada lectora, te topas con ella, acepta la presea y guárdala, para que las palabras de esa loca esclarecida resuenen en tu casa y habiten, ocasionalmente, tus sueños.

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