/ martes 18 de diciembre de 2018

Dragón de tinta: fuego para el papel

Literatura y filosofía

El papel se incendia con las letras. El texto crece con el fuego. | Una vez que surge el ser-de-voz no hay posibilidad de escapar del incendio-textual. Las llamas no dejan de crecer. La temperatura alimenta la imaginación: el dragón ha lanzado su bocanada de fuego… la palabra empieza a germinar entre los intersticios de la mirada que es abrasada.

Fuego es proceso: el texto se recrea [y crea] en la medida en que el incendio aumenta. Las llamas ahogan hasta los rincones más oscuros de la intención escriturística. Golpe a golpe, grafía tras grafía; imaginación en fragmentos de claridad sofocada, el texto sigue creciendo en el lector.

Fuego | Leer. En el sentido prístino del texto todo esto implica ser y no ser desde el papel escrito. De ahí que la verdad absoluta sea cuestión de afirmación o negación escrituraria. No hay, desde este enfoque, idea absoluta que se autoconstruya como realidad apodíctica (Kant habita mundos categóricos). Lo que hay —en todo caso— es una poiesis que modifica constantemente el curso del texto: escrito que es-cripta abierta: intención en grama.

Cada letra es inmensidad de sí para los demás. La «donación» del texto está en proceso. Ser y no-ser se complementan continuamente: sin la palabra «fuego», el fuego no es fuego, sólo es realidad que crece al exterminar. La tinta es tinta si y solo si el papel se abre al mundo que lo lee. Leer implica crítica.

En todo caso no hay remedio para la letra que empieza a ser ceniza (de ave no-fénix). El dragón no deja de impeler: fragmento roto, continuo. Leer se vuelve fuego que se lee. El círculo no cesa de girar. Voz, silencio, voz, introspección… | crepitar de palabras hace fuego con mucho más humo |.

Sin embargo ser y desaparecer entre el humo no es opción. Aunque la realidad obnubila cualquier sensación no definida en el papel, el silencio deja su espacio a la duda. De ahí que la lectura sea un fantasma de tinta, tinta que en realidad es fuego.

Por eso el dragón sigue presente en el texto. Echa a volar su imaginación entre bocanadas de humo que salen de sus fauces y miradas aviesas que desorientan constantemente. Al final, la realidad escrituraria es posibilidad de leer como rendición o como partida. Además ¿quién puede leer sin el fuego como intención? Que arroje la primera piedra el que esté libre de tinta en su mirada. ¿O acaso hay ser-lector sin fuego?

No hay nada que impida ser y no ser lector de sí y para sí. Quizá porque las voces crepitan en la fragua del dragón. Y cada lector no es sino un dragón de papel, un río de fuego que burila letras en la imaginación. Para qué entonces la mesura del discurso, para qué si terminará por ser incendio —quizá procaz— en la mente del lector.

Pensar no es sinónimo absoluto de ser humano: hay dragones que vuelan en mentes no necesariamente cognoscentes. De ahí que de la opinión como juicio problemático al saber apodíctico, pasando por la creencia asertórica, sólo sea cuestión de iniciar el incendio que es leer. ¿Quién le pone el cascabel al gato?

Hay caminos que no permiten salir de ellos. Siempre nos traen de regreso. Ubican y desubican textos y contextos gramatológicos. Su semanticidad es proporcional a la falta de cenizas, después de que el dragón ha lanzado su bocanada de fuego.

En todo caso habría que pensar en la posibilidad de que el gato sea el mismo cascabel, o en que tal vez no hay más dragón que el papel escrito, inclusive en que el fuego no sea más que la palabra que nos incendia cuando leemos. Posibilidad, posibilidad… tal parece que el fuego me ha hecho ya su presa. Cada idea incendia mi ser-lector. Arroja mis pasos a caminos inexistentes. Me deja a la orilla de mi voz herida por el fuego.

Por eso no busco más al dragón. Sólo dejo que aparezca y me consuma cuando leo. Que él llegue a mí de manera natural. No me opongo a su fatalidad. Acepto ser —inclusive— un dragón para los demás. Qué más da si el fuego es papel, y el papel muta en tinta que es río de fuego entre las venas de más de un dragón.

Yo sigo mi lectura. Avanzo entre líneas más o menos claras, no importa que algunas hayan desaparecido casi por completo. La intención escrituraria no deja de hacer caminos para leer incluso después del incendio.

Si el fuego de las letras me consume, dejaré que alguien me reescriba en su mente de dragón. Seré papel para el silencio y silencio para la imaginación. No me opondré a la consumación de la pira que espera —pacientemente— a ser cenizas. Que el viento me eleve por encima de las letras escritas, que me lleve hasta perderme en la inmensidad de la lectura. Y que un grupo de dragones me quemen con su fuego (que no sea uno solo). Después de todo, yo no soy papel de un solo lector.

| Fuego | Dragón | Papel | : | Tinta que es fuego de dragón para el papel en que me consumo cuando leo | . |

El papel se incendia con las letras. El texto crece con el fuego. | Una vez que surge el ser-de-voz no hay posibilidad de escapar del incendio-textual. Las llamas no dejan de crecer. La temperatura alimenta la imaginación: el dragón ha lanzado su bocanada de fuego… la palabra empieza a germinar entre los intersticios de la mirada que es abrasada.

Fuego es proceso: el texto se recrea [y crea] en la medida en que el incendio aumenta. Las llamas ahogan hasta los rincones más oscuros de la intención escriturística. Golpe a golpe, grafía tras grafía; imaginación en fragmentos de claridad sofocada, el texto sigue creciendo en el lector.

Fuego | Leer. En el sentido prístino del texto todo esto implica ser y no ser desde el papel escrito. De ahí que la verdad absoluta sea cuestión de afirmación o negación escrituraria. No hay, desde este enfoque, idea absoluta que se autoconstruya como realidad apodíctica (Kant habita mundos categóricos). Lo que hay —en todo caso— es una poiesis que modifica constantemente el curso del texto: escrito que es-cripta abierta: intención en grama.

Cada letra es inmensidad de sí para los demás. La «donación» del texto está en proceso. Ser y no-ser se complementan continuamente: sin la palabra «fuego», el fuego no es fuego, sólo es realidad que crece al exterminar. La tinta es tinta si y solo si el papel se abre al mundo que lo lee. Leer implica crítica.

En todo caso no hay remedio para la letra que empieza a ser ceniza (de ave no-fénix). El dragón no deja de impeler: fragmento roto, continuo. Leer se vuelve fuego que se lee. El círculo no cesa de girar. Voz, silencio, voz, introspección… | crepitar de palabras hace fuego con mucho más humo |.

Sin embargo ser y desaparecer entre el humo no es opción. Aunque la realidad obnubila cualquier sensación no definida en el papel, el silencio deja su espacio a la duda. De ahí que la lectura sea un fantasma de tinta, tinta que en realidad es fuego.

Por eso el dragón sigue presente en el texto. Echa a volar su imaginación entre bocanadas de humo que salen de sus fauces y miradas aviesas que desorientan constantemente. Al final, la realidad escrituraria es posibilidad de leer como rendición o como partida. Además ¿quién puede leer sin el fuego como intención? Que arroje la primera piedra el que esté libre de tinta en su mirada. ¿O acaso hay ser-lector sin fuego?

No hay nada que impida ser y no ser lector de sí y para sí. Quizá porque las voces crepitan en la fragua del dragón. Y cada lector no es sino un dragón de papel, un río de fuego que burila letras en la imaginación. Para qué entonces la mesura del discurso, para qué si terminará por ser incendio —quizá procaz— en la mente del lector.

Pensar no es sinónimo absoluto de ser humano: hay dragones que vuelan en mentes no necesariamente cognoscentes. De ahí que de la opinión como juicio problemático al saber apodíctico, pasando por la creencia asertórica, sólo sea cuestión de iniciar el incendio que es leer. ¿Quién le pone el cascabel al gato?

Hay caminos que no permiten salir de ellos. Siempre nos traen de regreso. Ubican y desubican textos y contextos gramatológicos. Su semanticidad es proporcional a la falta de cenizas, después de que el dragón ha lanzado su bocanada de fuego.

En todo caso habría que pensar en la posibilidad de que el gato sea el mismo cascabel, o en que tal vez no hay más dragón que el papel escrito, inclusive en que el fuego no sea más que la palabra que nos incendia cuando leemos. Posibilidad, posibilidad… tal parece que el fuego me ha hecho ya su presa. Cada idea incendia mi ser-lector. Arroja mis pasos a caminos inexistentes. Me deja a la orilla de mi voz herida por el fuego.

Por eso no busco más al dragón. Sólo dejo que aparezca y me consuma cuando leo. Que él llegue a mí de manera natural. No me opongo a su fatalidad. Acepto ser —inclusive— un dragón para los demás. Qué más da si el fuego es papel, y el papel muta en tinta que es río de fuego entre las venas de más de un dragón.

Yo sigo mi lectura. Avanzo entre líneas más o menos claras, no importa que algunas hayan desaparecido casi por completo. La intención escrituraria no deja de hacer caminos para leer incluso después del incendio.

Si el fuego de las letras me consume, dejaré que alguien me reescriba en su mente de dragón. Seré papel para el silencio y silencio para la imaginación. No me opondré a la consumación de la pira que espera —pacientemente— a ser cenizas. Que el viento me eleve por encima de las letras escritas, que me lleve hasta perderme en la inmensidad de la lectura. Y que un grupo de dragones me quemen con su fuego (que no sea uno solo). Después de todo, yo no soy papel de un solo lector.

| Fuego | Dragón | Papel | : | Tinta que es fuego de dragón para el papel en que me consumo cuando leo | . |

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