/ lunes 13 de agosto de 2018

El lector-quebrantahuesos y el arte de comer huesos

El gypaetus barbatus es —como su nombre lo indica— un buitre barbudo. Es más conocido como ʻquebrantahuesosʼ. Llega al festín de la carroña, pero no come: espera a que los demás buitres se alimenten para acercarse, despacio, pero con seguridad. Entonces recoge los huesos, los que dejaron las otras aves de rapiña. Los toma con su enorme pico y extiende sus alas para remontar el vuelo. Ya en las alturas deja caer el hueso sobre las rocas para que se rompa en varios pedazos (no puede tragar el hueso grande). Repite esta acción una y otra vez hasta que está lista su comida. Entonces hay huesos para comer.

Su rito alimenticio se parece al del lector que espera pacientemente a que las palabras alimenten a los primeros lectores. ¡Que se queden con la apariencia, con la carne! ¡Que la presa sea devorada hasta en el último detalle del estilo! ¡Que se queden con todo! El lector-quebrantahuesos sabe muy bien que ese no es su alimento. Él vive (lee) de lo que sostiene la imagen.

Elevarse por encima del texto no es, sin embargo, tarea fácil. Se requiere de varias cosas: 1) esperar a que el hueso sea mondado por los lectores de pico suave; 2) reconocer lo valioso del texto, viendo (intuyendo) más allá de su apariencia; 3) soportar el peso del hueso al elevarlo, incluso si pesa más que su propio peso; 4) buscar la mejor roca para dejar caer la palabra, y que ésta se haga pedazos; 5) recoger los fragmentos de la palabra-hueso, incluso los que quedaron esparcidos como astillas, después de todo hasta en el más mínimo silencio de la palabra (astilla) hay una idea que subyace como razón (algún tipo de razonamiento). En fin, ser lector-quebrantahuesos no es tarea sencilla. Hace falta una esse-ncia (ser-siendo) que dé sentido a la tarea de leer.

Cada texto tiene —además— un tipo particular de huesos; pues éstos, a pesar de su apariencia y su nombre, no son lo mismo y —en ese sentido— no alimentan de la misma manera. Hay huesos para los pies, con los que se avanza o se descansa; para las manos, con los que el ser asegura la realidad, y con los que la deja libre; para el cráneo, con los que se disfraza y esconde el pensamiento.

Los lectores, por su parte, son de distinto vuelo. Algunos nacen con un sentido del equilibrio muy desarrollado en el logos; otros, en cambio, a duras penas reconocen su propia voz. Hay quienes confunden el acento y, con ello, extravían su mirada lectora. Así no es difícil que crean que es lo mismo bíos que bios. Sin embargo el primero significa arco; y el segundo, vida. Es un juego perverso —digamos— de la lengua griega: el arco sirve para cazar, para atraer a la muerte, la vida, en cambio, es lo contrario de la muerte. En todo caso hay un círculo que permite el movimiento de ambos. El silencio da sentido a la voz, pero ésta provoca al primero.

El lector-quebrantahuesos sabe bien su oficio. La realidad no es sólo como la vemos. Hay algo que la soporta, que le da sentido y direccionalidad. Vivir y morir es parte del mismo juego, igual que hablar y callar, o leer y pensar. Tener solamente una de estas partes no des-cubre la sustancialidad del «ser», al menos no en una idea de «ser-siendo».

Pero hay huesos que atragantan, que rompen la garganta y las ganas de leer. Son huesos huecos, vacíos, faltos de identidad. Sin embargo, suele pasar desapercibidos. Y ese es precisamente el problema: que no son fáciles de asir. Su aroma dulzón confunde a los incautos. No reconocen el verdadero tuétano. Cómo hacerlo si nunca se han elevado como lo hace el lector-quebrantahuesos. Si no son lectores-quebrantahuesos.

Alimentarse, después de todo, no es cosa sencilla. Se puede uno llenar, pero eso no significa —necesariamente— que se haya alimentado. Para lograrlo hay que saber reconocer el alimento que nos es sustancial, el que nos permite transcurrir como devenir sin dejar de ser-siendo. Hace falta reconocer el hueso preciso que requerimos, para —entonces— partirlo en varias partes y tomar sólo el pedazo que seamos capaces de deglutir. Pero ¿qué hueso-lectura nos es realmente sustancial?

No hay huesos eternos. Cada uno responde y corresponde a un tiempo, a una materialidad específica, a una realidad ontológica. Su historicidad pertenece a quienes leemos para no morir de inanición. Por eso la palabra alada: porque si no podemos desplegar nuestras alas, será la misma palabra la que nos lleve con ella. Serán sus alas nuestras alas, y su cuerpo nuestro cuerpo. Será su voz nuestra voz y su silencio nuestra necesidad de hablar.

Huesos para crecer. Espejos que medran un pedazo de realidad partida en mil pedazos. Fragmentos esparcidos que hacen tuétano en mi tuétano. Posibilidad de ser. La distancia entre la vida y la muerte se acorta en cada hueso tragado. El silencio de las páginas retorna a la magra posibilidad de vivir (leer) un día más. Cada día es un libro, o una página, o una sola frase. La cantidad de letras no siempre es proporcional al peso de los pensamientos.

Hay huesos que duran más que otros. Algunos abren espacios en la necesidad de leer. Otros rondan por las alas, pero no se atreven a ir con ellas cuando éstas buscan el cielo. De todo esto se colige que los lectores no son siempre buitres de los mismos huesos. Hay momentos en que sólo son buitres carroñeros; otros, sin embargo, son verdaderos buitres quebrantahuesos. Todo depende de los huesos del cadáver: de la posibilidad de que tengan más o menor cantidad de tuétano dependerá el número de fragmentos que se rompan al caer de las alturas. Incluso la altura será proporcional al peso de la lectura que se lleve en el pico.

Si el hueso (el texto) es más duro, probablemente tenga más tuétano (ideas subyacentes). Pero esto no es del todo seguro, se ha sabido de textos suaves de los que se ha extraído bastante tuétano; y otros, en cambio, a pesar de su dureza han pasado cai desapercibidos.

En conclusión: no hay hueso seguro. Cada texto responde a la capacidad del lector-quebrantahuesos que lo monde. La purificación de la palabra tiende a recrear a quien la hace suya. Lo mismo sucede con los silencios. Cada uno se abre o se cierra según sea el lector. Así, muchos silencios son sólo silencios para quienes leen la superficie; para otros representan, sin embargo, la posibilidad de verse en un espejo de palabras. Siluetas silentes que deshilan silos para no ser cima sino sima.

Levanto la mirada y veo a un lector-quebrantahuesos llevar en su pico un hueso | texto | llamado Génesis.


El gypaetus barbatus es —como su nombre lo indica— un buitre barbudo. Es más conocido como ʻquebrantahuesosʼ. Llega al festín de la carroña, pero no come: espera a que los demás buitres se alimenten para acercarse, despacio, pero con seguridad. Entonces recoge los huesos, los que dejaron las otras aves de rapiña. Los toma con su enorme pico y extiende sus alas para remontar el vuelo. Ya en las alturas deja caer el hueso sobre las rocas para que se rompa en varios pedazos (no puede tragar el hueso grande). Repite esta acción una y otra vez hasta que está lista su comida. Entonces hay huesos para comer.

Su rito alimenticio se parece al del lector que espera pacientemente a que las palabras alimenten a los primeros lectores. ¡Que se queden con la apariencia, con la carne! ¡Que la presa sea devorada hasta en el último detalle del estilo! ¡Que se queden con todo! El lector-quebrantahuesos sabe muy bien que ese no es su alimento. Él vive (lee) de lo que sostiene la imagen.

Elevarse por encima del texto no es, sin embargo, tarea fácil. Se requiere de varias cosas: 1) esperar a que el hueso sea mondado por los lectores de pico suave; 2) reconocer lo valioso del texto, viendo (intuyendo) más allá de su apariencia; 3) soportar el peso del hueso al elevarlo, incluso si pesa más que su propio peso; 4) buscar la mejor roca para dejar caer la palabra, y que ésta se haga pedazos; 5) recoger los fragmentos de la palabra-hueso, incluso los que quedaron esparcidos como astillas, después de todo hasta en el más mínimo silencio de la palabra (astilla) hay una idea que subyace como razón (algún tipo de razonamiento). En fin, ser lector-quebrantahuesos no es tarea sencilla. Hace falta una esse-ncia (ser-siendo) que dé sentido a la tarea de leer.

Cada texto tiene —además— un tipo particular de huesos; pues éstos, a pesar de su apariencia y su nombre, no son lo mismo y —en ese sentido— no alimentan de la misma manera. Hay huesos para los pies, con los que se avanza o se descansa; para las manos, con los que el ser asegura la realidad, y con los que la deja libre; para el cráneo, con los que se disfraza y esconde el pensamiento.

Los lectores, por su parte, son de distinto vuelo. Algunos nacen con un sentido del equilibrio muy desarrollado en el logos; otros, en cambio, a duras penas reconocen su propia voz. Hay quienes confunden el acento y, con ello, extravían su mirada lectora. Así no es difícil que crean que es lo mismo bíos que bios. Sin embargo el primero significa arco; y el segundo, vida. Es un juego perverso —digamos— de la lengua griega: el arco sirve para cazar, para atraer a la muerte, la vida, en cambio, es lo contrario de la muerte. En todo caso hay un círculo que permite el movimiento de ambos. El silencio da sentido a la voz, pero ésta provoca al primero.

El lector-quebrantahuesos sabe bien su oficio. La realidad no es sólo como la vemos. Hay algo que la soporta, que le da sentido y direccionalidad. Vivir y morir es parte del mismo juego, igual que hablar y callar, o leer y pensar. Tener solamente una de estas partes no des-cubre la sustancialidad del «ser», al menos no en una idea de «ser-siendo».

Pero hay huesos que atragantan, que rompen la garganta y las ganas de leer. Son huesos huecos, vacíos, faltos de identidad. Sin embargo, suele pasar desapercibidos. Y ese es precisamente el problema: que no son fáciles de asir. Su aroma dulzón confunde a los incautos. No reconocen el verdadero tuétano. Cómo hacerlo si nunca se han elevado como lo hace el lector-quebrantahuesos. Si no son lectores-quebrantahuesos.

Alimentarse, después de todo, no es cosa sencilla. Se puede uno llenar, pero eso no significa —necesariamente— que se haya alimentado. Para lograrlo hay que saber reconocer el alimento que nos es sustancial, el que nos permite transcurrir como devenir sin dejar de ser-siendo. Hace falta reconocer el hueso preciso que requerimos, para —entonces— partirlo en varias partes y tomar sólo el pedazo que seamos capaces de deglutir. Pero ¿qué hueso-lectura nos es realmente sustancial?

No hay huesos eternos. Cada uno responde y corresponde a un tiempo, a una materialidad específica, a una realidad ontológica. Su historicidad pertenece a quienes leemos para no morir de inanición. Por eso la palabra alada: porque si no podemos desplegar nuestras alas, será la misma palabra la que nos lleve con ella. Serán sus alas nuestras alas, y su cuerpo nuestro cuerpo. Será su voz nuestra voz y su silencio nuestra necesidad de hablar.

Huesos para crecer. Espejos que medran un pedazo de realidad partida en mil pedazos. Fragmentos esparcidos que hacen tuétano en mi tuétano. Posibilidad de ser. La distancia entre la vida y la muerte se acorta en cada hueso tragado. El silencio de las páginas retorna a la magra posibilidad de vivir (leer) un día más. Cada día es un libro, o una página, o una sola frase. La cantidad de letras no siempre es proporcional al peso de los pensamientos.

Hay huesos que duran más que otros. Algunos abren espacios en la necesidad de leer. Otros rondan por las alas, pero no se atreven a ir con ellas cuando éstas buscan el cielo. De todo esto se colige que los lectores no son siempre buitres de los mismos huesos. Hay momentos en que sólo son buitres carroñeros; otros, sin embargo, son verdaderos buitres quebrantahuesos. Todo depende de los huesos del cadáver: de la posibilidad de que tengan más o menor cantidad de tuétano dependerá el número de fragmentos que se rompan al caer de las alturas. Incluso la altura será proporcional al peso de la lectura que se lleve en el pico.

Si el hueso (el texto) es más duro, probablemente tenga más tuétano (ideas subyacentes). Pero esto no es del todo seguro, se ha sabido de textos suaves de los que se ha extraído bastante tuétano; y otros, en cambio, a pesar de su dureza han pasado cai desapercibidos.

En conclusión: no hay hueso seguro. Cada texto responde a la capacidad del lector-quebrantahuesos que lo monde. La purificación de la palabra tiende a recrear a quien la hace suya. Lo mismo sucede con los silencios. Cada uno se abre o se cierra según sea el lector. Así, muchos silencios son sólo silencios para quienes leen la superficie; para otros representan, sin embargo, la posibilidad de verse en un espejo de palabras. Siluetas silentes que deshilan silos para no ser cima sino sima.

Levanto la mirada y veo a un lector-quebrantahuesos llevar en su pico un hueso | texto | llamado Génesis.


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