Cuesta trabajo aceptarlo, pero el mundo ya no será igual. No será igual porque los efectos de una pandemia global se verán desplegados a lo largo del tiempo y espacio, resonando como eco sordo durante años, quizá décadas. Sus efectos tendrán tal magnitud debido a que no se trata únicamente de una emergencia de salud pública, sino también económica, política y cultural.
Enfrentamos una crisis sanitaria que se articula con una crisis laboral y ambiental, que ha hecho visible las “enfermedades” que venimos transpirando desde hace mucho tiempo: porque asumir que la pandemia es causada por un “virus chino” es racista y xenofóbico, porque asumir que todxs tenemos acceso a internet y que podemos trabajar desde casa o utilizar aplicaciones para comprar comida es clasista, porque agredir a personal médico por el miedo al contagio es un acto absurdo y egoísta y porque el incremento de denuncias por violencia familiar y 163 feminicidios registrados desde el inicio de la cuarentena es profundamente inaceptable y doloroso.
Aunque vivimos en la era de la conexión global, está prohibido todo tipo de contacto humano y las estructuras del capitalismo tardío ya comienzan a rechinar como los andamios oxidados de una montaña rusa que ya no es divertida para nadie. Vivimos a través de pantallas e interfaces en una constante situación de incomodidad con lo virtual, en la que pareciera que para “visitar” a nuestras familias podría ser más afectivo un viaje astral que cualquier avatar digital que utilicemos.
Hoy hasta el luto es imposible, porque es imposible acercarnos a decir adiós y tocarnos la piel por última vez antes de volvernos cenizas. Y mientras en algunos lugares del mundo los hospitales colapsan y las morgues ya no dan abasto, la naturaleza reverdece en su primavera más radiante, extendiéndose por las ciudades y reclamando su territorio con pavorreales en las calles de Madrid, jabalíes en las de Barcelona, carpinchos en Bolivia, pumas en Chile, patos en Moscú, zorros en Bogotá, osos pardos en Colorado, cabras montañesas en Gales, ciervos en Japón, delfines en Venecia, tortugas en Cancún y la bioluminiscencia de sus incontables costas.
Soy artista y parte de mi trabajo es observar el mundo. Hace tres años pasé tres meses aislado en mi casa debido al trasplante renal que hoy me mantiene con vida. La enfermedad que me llevó a etapa terminal nunca tuvo una explicación y apareció en mi vida como suelen aparecer las enfermedades: sin previo aviso y sin carta de invitación.
Los pacientes trasplantados debemos tomar medicamentos inmunosupresores por el resto de nuestras vidas para evitar el rechazo del tejido u órgano trasplantado; esto nos mantiene danzando con la “espada de Damocles”, entre el estoicismo y el existencialismo, vivimos en el límite entre la vida y la muerte, por fin estamos sanos y al mismo tiempo somos mucho más vulnerables al contagio y la enfermedad.
Después del trasplante mi vida cambió radicalmente, mi dieta, mis hábitos, mis pensamientos, mi obra artística. Aunque suene funesto, estos cambios realmente fueron realizados en autonomía y con plena seguridad, motivado por cuidar mi salud, pero también por pensar las posibilidades de una vida mejor. El periodo que permanecí aislado fue al mismo tiempo el más duro y el más significativo, pues me permitió reflexionar y preguntarme ¿para qué estoy aquí? y sobre la importancia de las consecuencias de mis actos y su impacto en mi entorno. Al final toda enfermedad resulta en una experiencia corporal compleja, que con suerte se convierte en un mal necesario a través del cual uno es capaz de recordar lo que realmente vale la pena y con ello repriorizar tu mundo y tu vida.
De ahí es de donde proviene mi corazonada, de ahí que piense que el mundo ya no será igual, quizá pueda ser peor o incluso puede ser mejor que antes, porque ¿en serio queremos regresar el mismo mundo y a la misma vida que teníamos antes de Covid-19? en gran parte, esa decisión está en nuestras manos.
Mayo, 2020