/ miércoles 25 de diciembre de 2019

El valor moral hoy en día, cuestión de ética

Literatura y filosofía

Si se pretendiera hacer un análisis del valor hoy en día, sin tener un referente o punto de partida, se podría caer en una serie de contradicciones, incluso de falacias de generalización apresurada y —no pocas veces—, en falacias petitio principii (petición de principio). Y es que sin punto de apoyo, todos los argumentos son válidos. Un ejemplo de ello es la actual ideología de género, en la que se alude más a como se asumen (en latín sum, es decir soy) las personas, cómo se sienten; en contraposición a un razonamiento acerca de qué se es de acuerdo a su naturaleza. Nótese: se le da mayor énfasis a la sensación que al razonamiento.

Esto trae (ha traído) como consecuencia el hecho de que la moral sea vista en dos sentidos: el primero, en sentido peyorativo, se le asocia de facto con la religión, en particular la católica que, a su vez, se basa, como origen, en la historia de los judíos; el segundo, por su parte, refiere una moral a modo. Es a la que suelen recurrir los que defienden a capa y espada la idea de pos-verdad. Época —según ellos— que magnifica la idea de que todas las ideas deben ser revisadas y, en su caso, destruidas si es que atentan en contra de la libertad de las personas. De este modo se magnifica al individuo, no a la libertad misma. Al respecto piénsese en que alguien afirme una realidad y que ésta sea reconocida por los demás. Bastará que otra persona diga que esa afirmación afecta sus derechos y que, por lo tanto, debe ser rechazada, por lo que esta segunda persona propone una nueva forma de definir aquello que había sido expuesto por la primera persona. En otras palabras, como diría Protágoras: el hombre es la medida de todas las cosas; el problema es que habría tantas verdades como hombres, y, en consecuencia, tantas morales como personas en el mundo. Y afirmar que una verdad es verdadera no sería del todo cierto, pues estaría en posibilidad de ser rechazada en cualquier momento. Todo ello nos llevaría a un caos, pues si se lleva al extremo no se podría legislar, ya que las leyes se verían también afectadas al ser subjetivas.

Esto es —me parece— nos llevaría a un sin sentido, o si se quiere a un despropósito, pues no se advierte un punto que indique cuál es el límite para acotar los razonamientos o las justificaciones. Así, el subjetivismo sin una base objetiva (como diría Husserl) se vuelve una expresión contraria a la razón, es decir absurda.

Es por ello que la moral no es sólo saber distinguir de manera correcta lo que está bien y lo que está mal. Hace falta —me parece— una ética-moral. Al respecto tómese en consideración que la ética (tanto ethos, como ethoos / véase Ética Eudemia de Aristóteles), vienen a ser la reflexión de la moral. En otras palabras: la ética, aunque por antonomasia incluye a la ética, es, sobre todo, la reflexión de la misma práctica moral. Así, lo que sucede hoy es una moral que raya en el sentido común de unas cuántas personas, las cuales se han posesionado de un discurso que trata de imponer una racionalización adversa a cualquier sentido realmente común. Y es que si se quitan los límites se quita el espacio y el sentido de la proposición. Pero, ¿cuáles son los límites? Al respecto Aristóteles dice:

la virtud moral tiene que ver con placeres y dolores. El carácter moral (êthos) se desarrolla, como su nombre lo indica, por obra de la costumbre (ethos) y el hábito se forma en nosotros por la dirección que un hábito no innato nos imprime para movernos reiteradamente en cierto sentido, donde acaba por ser operativo […] queda sentado, pues, que el carácter moral, relativamente a la razón que debe mandar, será la cualidad de aquella parte del alma que, aun siendo irracional, es capaz de obedecer a la razón (Aristóteles, Ética Eudemia, p. 25).

Esto nos ha llevado a una posición extrema: el hábito se justifica per se, así, basta con que se diga que se lleva a cabo una práctica y que con ella uno se siente bien, para justificar su práctica. Pero, el mismo Aristóteles afirma que no es tan sencillo. Dice: “el thymos designa un todo muy complejo […] podría definirse como «sentirse uno mismo»” [es por ello que] la athymia [cólera en la palabra, el amor y la violencia], la euthymia, la dysthymia son las maneras por medio de las cuales el individuo aprehende su ser en el mundo” (Aristóteles, El hombre de genio, p. 31). Así, si la práctica se dio en una de estas tres posibilidades (athymia, euthymia o dysthymia) seguramente se modificará la idea al estar en otro estado de ánimo. Esto lleva a la siguiente conclusión atinente: la moral no puede estar a contentillo del estado de ánimo de la persona, ya que se podría caer en una constante contradicción al no visualizar o distinguir —por ejemplo— lo justo de lo injusto. El mismo Aristóteles nos dice que “lo justo es, pues, lo proporcional; lo injusto lo que está fuera de la proporción” (Ética Nicomaquea, p. 112). Esto nos lleva, asimismo, a un replanteamiento del significado no sólo de lo que significa razonar, sino de la persona misma. Y es que “la persona no es en sí misma una cosa, no lleva en sí la esencia de la cosidad, como es esencial a todas las cosas de valor […]. La persona existe exclusivamente en la realización de sus actos” (Scheler, p. 77). Y si la persona no es una cosa, su moral no puede ser tampoco una forma de poco valor: merece una comprensión que la des-cubra a los ojos de una racionalidad ética.

Es por ello que no se trata de una discusión dialéctica, pues “la dialéctica trata pues de «problemas a resolver» y no de «problemas a completar»” (Reygadas, p. p. 583); y, por su parte, la manera de razonar ha variado a partir de la mitad del siglo XX. “Al principio de los años cincuenta comienza la rehabilitación de la retórica […] conocida como nueva retórica o teoría de la argumentación. Esta corriente supone una marginación de viejos absolutos contrarios a lo que de retórico hay en el pensamiento” (Perelman, p.13). Así, si los judíos razonaban a partir de su relación con Dios, es decir de la palabra que Yahvé les había dado a través de sus leyes, los seres humanos contemporáneos, hemos modificado nuestras formas de argumentar. De ahí la necesidad de evitar caer en solipsismos existenciales que reducen todo a una sensualidad rayana al absurdo.

Esto se debe, en buena medida, al culto al individualismo y al no compromiso con los demás, en especial con el otro que tenemos en casa: la familia, el cual tiene rostro y voz, no es pues el otro de Levinas, sino el Tú que completa al Yo, de Martin Buber. En suma: “el compromiso con otra persona u otras personas, particularmente un compromiso incondicional, y más aún un compromiso del tipo hasta que la muerte nos separe, en las buenas y en las malas, en la riqueza y en la pobreza, se parece cada vez más a una trampa que debe evitarse a cualquier precio” (Bauman, p.120). Esto en la práctica es grave; sin embargo, no se trata solamente de acciones llevadas a cabo por personas irresponsables, sino de algo que cala a la propia racionalidad, pues “en la filosofía moral contemporánea es difícil considerar la idea de que el deber tiene primacía, porque la idea de que los derechos deben tener fuerza en la ausencia de un beneficiario moralmente significativo parece demasiado extraña para los filósofos morales contemporáneo” (Rosen, p. 132). En otras palabras: hemos pasado de la filosofía de la sospecha (piénsese en Nietzsche) a una filosofía del absurdo, en la que la pos-verdad es vértebra ideológica.

Si se pretendiera hacer un análisis del valor hoy en día, sin tener un referente o punto de partida, se podría caer en una serie de contradicciones, incluso de falacias de generalización apresurada y —no pocas veces—, en falacias petitio principii (petición de principio). Y es que sin punto de apoyo, todos los argumentos son válidos. Un ejemplo de ello es la actual ideología de género, en la que se alude más a como se asumen (en latín sum, es decir soy) las personas, cómo se sienten; en contraposición a un razonamiento acerca de qué se es de acuerdo a su naturaleza. Nótese: se le da mayor énfasis a la sensación que al razonamiento.

Esto trae (ha traído) como consecuencia el hecho de que la moral sea vista en dos sentidos: el primero, en sentido peyorativo, se le asocia de facto con la religión, en particular la católica que, a su vez, se basa, como origen, en la historia de los judíos; el segundo, por su parte, refiere una moral a modo. Es a la que suelen recurrir los que defienden a capa y espada la idea de pos-verdad. Época —según ellos— que magnifica la idea de que todas las ideas deben ser revisadas y, en su caso, destruidas si es que atentan en contra de la libertad de las personas. De este modo se magnifica al individuo, no a la libertad misma. Al respecto piénsese en que alguien afirme una realidad y que ésta sea reconocida por los demás. Bastará que otra persona diga que esa afirmación afecta sus derechos y que, por lo tanto, debe ser rechazada, por lo que esta segunda persona propone una nueva forma de definir aquello que había sido expuesto por la primera persona. En otras palabras, como diría Protágoras: el hombre es la medida de todas las cosas; el problema es que habría tantas verdades como hombres, y, en consecuencia, tantas morales como personas en el mundo. Y afirmar que una verdad es verdadera no sería del todo cierto, pues estaría en posibilidad de ser rechazada en cualquier momento. Todo ello nos llevaría a un caos, pues si se lleva al extremo no se podría legislar, ya que las leyes se verían también afectadas al ser subjetivas.

Esto es —me parece— nos llevaría a un sin sentido, o si se quiere a un despropósito, pues no se advierte un punto que indique cuál es el límite para acotar los razonamientos o las justificaciones. Así, el subjetivismo sin una base objetiva (como diría Husserl) se vuelve una expresión contraria a la razón, es decir absurda.

Es por ello que la moral no es sólo saber distinguir de manera correcta lo que está bien y lo que está mal. Hace falta —me parece— una ética-moral. Al respecto tómese en consideración que la ética (tanto ethos, como ethoos / véase Ética Eudemia de Aristóteles), vienen a ser la reflexión de la moral. En otras palabras: la ética, aunque por antonomasia incluye a la ética, es, sobre todo, la reflexión de la misma práctica moral. Así, lo que sucede hoy es una moral que raya en el sentido común de unas cuántas personas, las cuales se han posesionado de un discurso que trata de imponer una racionalización adversa a cualquier sentido realmente común. Y es que si se quitan los límites se quita el espacio y el sentido de la proposición. Pero, ¿cuáles son los límites? Al respecto Aristóteles dice:

la virtud moral tiene que ver con placeres y dolores. El carácter moral (êthos) se desarrolla, como su nombre lo indica, por obra de la costumbre (ethos) y el hábito se forma en nosotros por la dirección que un hábito no innato nos imprime para movernos reiteradamente en cierto sentido, donde acaba por ser operativo […] queda sentado, pues, que el carácter moral, relativamente a la razón que debe mandar, será la cualidad de aquella parte del alma que, aun siendo irracional, es capaz de obedecer a la razón (Aristóteles, Ética Eudemia, p. 25).

Esto nos ha llevado a una posición extrema: el hábito se justifica per se, así, basta con que se diga que se lleva a cabo una práctica y que con ella uno se siente bien, para justificar su práctica. Pero, el mismo Aristóteles afirma que no es tan sencillo. Dice: “el thymos designa un todo muy complejo […] podría definirse como «sentirse uno mismo»” [es por ello que] la athymia [cólera en la palabra, el amor y la violencia], la euthymia, la dysthymia son las maneras por medio de las cuales el individuo aprehende su ser en el mundo” (Aristóteles, El hombre de genio, p. 31). Así, si la práctica se dio en una de estas tres posibilidades (athymia, euthymia o dysthymia) seguramente se modificará la idea al estar en otro estado de ánimo. Esto lleva a la siguiente conclusión atinente: la moral no puede estar a contentillo del estado de ánimo de la persona, ya que se podría caer en una constante contradicción al no visualizar o distinguir —por ejemplo— lo justo de lo injusto. El mismo Aristóteles nos dice que “lo justo es, pues, lo proporcional; lo injusto lo que está fuera de la proporción” (Ética Nicomaquea, p. 112). Esto nos lleva, asimismo, a un replanteamiento del significado no sólo de lo que significa razonar, sino de la persona misma. Y es que “la persona no es en sí misma una cosa, no lleva en sí la esencia de la cosidad, como es esencial a todas las cosas de valor […]. La persona existe exclusivamente en la realización de sus actos” (Scheler, p. 77). Y si la persona no es una cosa, su moral no puede ser tampoco una forma de poco valor: merece una comprensión que la des-cubra a los ojos de una racionalidad ética.

Es por ello que no se trata de una discusión dialéctica, pues “la dialéctica trata pues de «problemas a resolver» y no de «problemas a completar»” (Reygadas, p. p. 583); y, por su parte, la manera de razonar ha variado a partir de la mitad del siglo XX. “Al principio de los años cincuenta comienza la rehabilitación de la retórica […] conocida como nueva retórica o teoría de la argumentación. Esta corriente supone una marginación de viejos absolutos contrarios a lo que de retórico hay en el pensamiento” (Perelman, p.13). Así, si los judíos razonaban a partir de su relación con Dios, es decir de la palabra que Yahvé les había dado a través de sus leyes, los seres humanos contemporáneos, hemos modificado nuestras formas de argumentar. De ahí la necesidad de evitar caer en solipsismos existenciales que reducen todo a una sensualidad rayana al absurdo.

Esto se debe, en buena medida, al culto al individualismo y al no compromiso con los demás, en especial con el otro que tenemos en casa: la familia, el cual tiene rostro y voz, no es pues el otro de Levinas, sino el Tú que completa al Yo, de Martin Buber. En suma: “el compromiso con otra persona u otras personas, particularmente un compromiso incondicional, y más aún un compromiso del tipo hasta que la muerte nos separe, en las buenas y en las malas, en la riqueza y en la pobreza, se parece cada vez más a una trampa que debe evitarse a cualquier precio” (Bauman, p.120). Esto en la práctica es grave; sin embargo, no se trata solamente de acciones llevadas a cabo por personas irresponsables, sino de algo que cala a la propia racionalidad, pues “en la filosofía moral contemporánea es difícil considerar la idea de que el deber tiene primacía, porque la idea de que los derechos deben tener fuerza en la ausencia de un beneficiario moralmente significativo parece demasiado extraña para los filósofos morales contemporáneo” (Rosen, p. 132). En otras palabras: hemos pasado de la filosofía de la sospecha (piénsese en Nietzsche) a una filosofía del absurdo, en la que la pos-verdad es vértebra ideológica.

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