/ miércoles 26 de junio de 2019

Emboletados II

Vitral

-“Ni que fuera el exorcista”-, Claudio se fue repitiendo esa frase mientras iba rumbo al trabajo. Sonreía. ¿Por qué le quedaría en la mente? ¿Sería que esa película lo impresionó tanto que todavía años después lo seguía intimidando? Sonia, su esposa, le había dicho que en la noche, durante el sueño, había estado retorciéndose y pronunciando un nombre. ¿Sería el de …? Chale, quién sabe. Trataría de tener más cuidado, pero ¿cómo?, los sueños no se pueden controlar, son ese territorio donde tú no mandas.

-Y se ve que la vieja está bien atenta, hasta los sueños me quiere controlar-, pensó. Había mucho tráfico y el pesero iba a vuelta de rueda, mucha gente mejor se bajaba para irse caminando y adelantarse un poco para que no se les hiciera tarde. Los más sanos y los que podían se echaban a correr. Mientras él, parado en el tráfico, echaba a volar su imaginación. Se veía flotando sobre su cama, todo amoratado, con la cara desfigurada, zangoloteándose como si tuviera el mal de San Vito, mientras su esposa le aventaba agua bendita y pronunciaba quién sabe qué extraños exorcismos y oraciones en latín. ¡Bah! Todo era pura imaginación. El tráfico era el verdadero demonio, de ese momento y de todas las mañanas.

En la acera la gente seguía caminando y trotando aprisa. Así avanzaban más rápido que el mugre pesero. A Claudio no le convenía bajarse, él iba a más de 20 kilómetros de ahí. ¿A poco se iba a reventar toda esa ruta trotando? Otra opción era bajarse y subirse más adelante, pero había que volver a pagar, gastar otra vez. Ni modo, mejor se echaba otro coyotito, parado, como caballo, o seguiría echando a volar la imaginación. Iba a llegar tarde, le iban a descontar, y aparte quedaría mal con los compañeros, pero sobre todo con ella, con Atenea, su compañera de trabajo. Cómo llamarle, ¿su novia? o, ¿qué era de él? Ella tan puntual, tan pulcra, tan correcta. Jamás llegaba tarde. Cierto es que vivía muy cerca del trabajo, pero había otros huevones que ni así llegaban a tiempo.

Había mucha gente en la oficina, era una compañía importante, pero aun así, el ambiente era muy gélido. A nadie le interesaba nadie. Si llegabas tarde era tu problema. Si te despedían, igual. Cada quien se rascaba con sus propias uñas. En cambio ella, su enamorada, era tan diferente. No se explicaba ni cómo se había fijado en él. Siempre limpia, oliendo a un buen perfume, su ropa impecable, bien planchada, el cabello bien peinado. Y tan trabajadora, siempre dispuesta, horas extras, sábados, entrega total a la compañía . ¿De dónde había salido?

Bueno, quizá la estaba idealizando. Es que junto al monstruo con el que vivía en casa, Atenea era suprema, pero a lo mejor no era para tanto, algún defecto debía de tener, algo secreto, inconfesable, algún trauma, pecadillo.

Vaya, por fin el tráfico avanzaba un poco más rápido. Todo era pasar ese semáforo que tardaba tanto, estaba mal ajustado. Ya casi llegaba, nada más un transborde, otro pesero, y estaría en el trabajo. Qué tanto es tantito, así era esto todos los días. Otros 45 minutos, quizá, todo depende. Una hora 45 minutos de ida, y casi dos horas o un poquito más de regreso. Casi cuatro horas diarias en el puro transporte. Hiciera calor, frío, lluvia, no había de otra. Y súmale el peligro de que cualquier barbaján se subiera a robar y estuviera dispuesto a matarte por unos cuantos pesos. Además de que te quedabas con ese estrés, con ese miedo. Pero bueno, colgado en la puerta del pesero, atiborrado como pollo en el metro, sentado, aburrido, como fuera, había que llegar a la chamba.

-Hola, buenos días. Mi tarjeta, por favor.

-Qué número

- La 68

Suena el checador. Claudio entrega su tarjeta y pasa luego por las puertas de seguridad, los detectores de metales, la cacheadita de parte de los polis. Después de tanta inspección, por fin llega a su escritorio. De sorpresa, por detrás, alguien le tapa los ojos.

-A ver, quién es…

-No sé.

-Adivina, adivina.

-¿Eres tú, Jorge?

-¿Que no escuchas las voz de una mujer? ¿Que no sientes las manos?

-Ah, sí, ¿eres la del checador?

-No, tonto, soy yo, Atenea.

-Jajaja, claro que sé quien eres- , dijo Claudio, -sólo quería hacerme el interesante.

- Pues no lo lograste, jajaja-, dijo ella. -Bueno, me voy rápido porque me está esperando el jefe. Vine a darte un saludo mañanero y una sorpresita, pero ya me voy o me van a regañar.

-Sí, sí, vete, al rato nos vemos para tomar un café.

Para taparle los ojos a Claudio, Atenea dejó su celular en la orilla del escritorio. Con las risas y la prisa lo olvidó, y salió apresurada.

-Hey, hey-, la llamó Claudio, pero ella no escuchó. -¡Tu celular!-. Su celular…mmm…¿le echaría un ojito? Total, qué tenía de malo… a ver … Al abrir el cel lo primero que le apareció fueron unos mensajes pendientes. “El niño necesita que…”, era lo que se alcanzaba a leer, ¿Niño? ¿Cuál niño? Claudio decidió abrir el mensaje actuando como si nada, como si fuera suyo el teléfono. Y comenzó a leer una conversación en Whats que era de la noche anterior y seguía ese día durante la mañana. Era un diálogo entre la madre de Atenea y ella misma, que hablaba del hijo de la joven, que necesitaba le trajeran una medicinas. ¿Un hijo? Vaya, ella nunca le había hablado del tema. Una avalancha de pensamientos vinieron a la mente de Claudio: “pues no que muy seriecita, ya está corridita”, “tan santita que se veía, quizá sea hasta medio zorrona”, “a lo mejor hasta me quería ver la cara de buey para después enjaretarme al chamaco”, “y yo de idiota hasta soñando con ella”, “qué bien ha fingido, casi le creo que era un alma de Dios”, “chale, y todo el dinero que he gastado en ella”, y así, uno tras otro los pensamientos lo avasallaban como monitos locos brincando en una jaula. Tuvo hasta ideas malévolas, que él mismo reconocía, pero se justificaba porque se sentía ofendido, engañado, herido. “Vieja canija, por poco me emboleta y meto otra vez las cuatro. Pero, bueno, es verdad que yo tampoco le he contado casi nada de mí. Y también es verdad que no me interesaba más que vivir una aventura para salir de mi aburrición. De todas maneras, qué poca manera, me quería engatusar. Yo soy hombre, es distinto. Ella es mujer, y nada más anda ahí a ver qué pesca, y por poco me trago la carnada.”

El trabajo lo llamaba, las cámaras de vigilancia -como gran hermano-, vigilaban. Apenas comenzaba la jornada y el alterón de papeles requería atención y cuidado. Trató de comenzar, pero no podía. Lo que había descubierto en el celular no lo dejaba en paz. Tuvo que ir a fumar un cigarrillo al baño. No tenía ganas de hacer, pero si entraba algún jefe y lo veían ahí parado, haciéndose tonto, se metería en problemas, mejor entró a donde había un w.c. desocupado, se bajó los pantalones y se sentó en la taza. ¡Qué sensación más horrible! Ahí, sentado, con el trasero al aire, sin hacer del baño, y dejando pasar los minutos, uno tras otro, apresurados, con tensión, igual que los pensamientos que atiborraban y ahogaban su cabeza.

https://escritosdeaft.blogspot.com

-“Ni que fuera el exorcista”-, Claudio se fue repitiendo esa frase mientras iba rumbo al trabajo. Sonreía. ¿Por qué le quedaría en la mente? ¿Sería que esa película lo impresionó tanto que todavía años después lo seguía intimidando? Sonia, su esposa, le había dicho que en la noche, durante el sueño, había estado retorciéndose y pronunciando un nombre. ¿Sería el de …? Chale, quién sabe. Trataría de tener más cuidado, pero ¿cómo?, los sueños no se pueden controlar, son ese territorio donde tú no mandas.

-Y se ve que la vieja está bien atenta, hasta los sueños me quiere controlar-, pensó. Había mucho tráfico y el pesero iba a vuelta de rueda, mucha gente mejor se bajaba para irse caminando y adelantarse un poco para que no se les hiciera tarde. Los más sanos y los que podían se echaban a correr. Mientras él, parado en el tráfico, echaba a volar su imaginación. Se veía flotando sobre su cama, todo amoratado, con la cara desfigurada, zangoloteándose como si tuviera el mal de San Vito, mientras su esposa le aventaba agua bendita y pronunciaba quién sabe qué extraños exorcismos y oraciones en latín. ¡Bah! Todo era pura imaginación. El tráfico era el verdadero demonio, de ese momento y de todas las mañanas.

En la acera la gente seguía caminando y trotando aprisa. Así avanzaban más rápido que el mugre pesero. A Claudio no le convenía bajarse, él iba a más de 20 kilómetros de ahí. ¿A poco se iba a reventar toda esa ruta trotando? Otra opción era bajarse y subirse más adelante, pero había que volver a pagar, gastar otra vez. Ni modo, mejor se echaba otro coyotito, parado, como caballo, o seguiría echando a volar la imaginación. Iba a llegar tarde, le iban a descontar, y aparte quedaría mal con los compañeros, pero sobre todo con ella, con Atenea, su compañera de trabajo. Cómo llamarle, ¿su novia? o, ¿qué era de él? Ella tan puntual, tan pulcra, tan correcta. Jamás llegaba tarde. Cierto es que vivía muy cerca del trabajo, pero había otros huevones que ni así llegaban a tiempo.

Había mucha gente en la oficina, era una compañía importante, pero aun así, el ambiente era muy gélido. A nadie le interesaba nadie. Si llegabas tarde era tu problema. Si te despedían, igual. Cada quien se rascaba con sus propias uñas. En cambio ella, su enamorada, era tan diferente. No se explicaba ni cómo se había fijado en él. Siempre limpia, oliendo a un buen perfume, su ropa impecable, bien planchada, el cabello bien peinado. Y tan trabajadora, siempre dispuesta, horas extras, sábados, entrega total a la compañía . ¿De dónde había salido?

Bueno, quizá la estaba idealizando. Es que junto al monstruo con el que vivía en casa, Atenea era suprema, pero a lo mejor no era para tanto, algún defecto debía de tener, algo secreto, inconfesable, algún trauma, pecadillo.

Vaya, por fin el tráfico avanzaba un poco más rápido. Todo era pasar ese semáforo que tardaba tanto, estaba mal ajustado. Ya casi llegaba, nada más un transborde, otro pesero, y estaría en el trabajo. Qué tanto es tantito, así era esto todos los días. Otros 45 minutos, quizá, todo depende. Una hora 45 minutos de ida, y casi dos horas o un poquito más de regreso. Casi cuatro horas diarias en el puro transporte. Hiciera calor, frío, lluvia, no había de otra. Y súmale el peligro de que cualquier barbaján se subiera a robar y estuviera dispuesto a matarte por unos cuantos pesos. Además de que te quedabas con ese estrés, con ese miedo. Pero bueno, colgado en la puerta del pesero, atiborrado como pollo en el metro, sentado, aburrido, como fuera, había que llegar a la chamba.

-Hola, buenos días. Mi tarjeta, por favor.

-Qué número

- La 68

Suena el checador. Claudio entrega su tarjeta y pasa luego por las puertas de seguridad, los detectores de metales, la cacheadita de parte de los polis. Después de tanta inspección, por fin llega a su escritorio. De sorpresa, por detrás, alguien le tapa los ojos.

-A ver, quién es…

-No sé.

-Adivina, adivina.

-¿Eres tú, Jorge?

-¿Que no escuchas las voz de una mujer? ¿Que no sientes las manos?

-Ah, sí, ¿eres la del checador?

-No, tonto, soy yo, Atenea.

-Jajaja, claro que sé quien eres- , dijo Claudio, -sólo quería hacerme el interesante.

- Pues no lo lograste, jajaja-, dijo ella. -Bueno, me voy rápido porque me está esperando el jefe. Vine a darte un saludo mañanero y una sorpresita, pero ya me voy o me van a regañar.

-Sí, sí, vete, al rato nos vemos para tomar un café.

Para taparle los ojos a Claudio, Atenea dejó su celular en la orilla del escritorio. Con las risas y la prisa lo olvidó, y salió apresurada.

-Hey, hey-, la llamó Claudio, pero ella no escuchó. -¡Tu celular!-. Su celular…mmm…¿le echaría un ojito? Total, qué tenía de malo… a ver … Al abrir el cel lo primero que le apareció fueron unos mensajes pendientes. “El niño necesita que…”, era lo que se alcanzaba a leer, ¿Niño? ¿Cuál niño? Claudio decidió abrir el mensaje actuando como si nada, como si fuera suyo el teléfono. Y comenzó a leer una conversación en Whats que era de la noche anterior y seguía ese día durante la mañana. Era un diálogo entre la madre de Atenea y ella misma, que hablaba del hijo de la joven, que necesitaba le trajeran una medicinas. ¿Un hijo? Vaya, ella nunca le había hablado del tema. Una avalancha de pensamientos vinieron a la mente de Claudio: “pues no que muy seriecita, ya está corridita”, “tan santita que se veía, quizá sea hasta medio zorrona”, “a lo mejor hasta me quería ver la cara de buey para después enjaretarme al chamaco”, “y yo de idiota hasta soñando con ella”, “qué bien ha fingido, casi le creo que era un alma de Dios”, “chale, y todo el dinero que he gastado en ella”, y así, uno tras otro los pensamientos lo avasallaban como monitos locos brincando en una jaula. Tuvo hasta ideas malévolas, que él mismo reconocía, pero se justificaba porque se sentía ofendido, engañado, herido. “Vieja canija, por poco me emboleta y meto otra vez las cuatro. Pero, bueno, es verdad que yo tampoco le he contado casi nada de mí. Y también es verdad que no me interesaba más que vivir una aventura para salir de mi aburrición. De todas maneras, qué poca manera, me quería engatusar. Yo soy hombre, es distinto. Ella es mujer, y nada más anda ahí a ver qué pesca, y por poco me trago la carnada.”

El trabajo lo llamaba, las cámaras de vigilancia -como gran hermano-, vigilaban. Apenas comenzaba la jornada y el alterón de papeles requería atención y cuidado. Trató de comenzar, pero no podía. Lo que había descubierto en el celular no lo dejaba en paz. Tuvo que ir a fumar un cigarrillo al baño. No tenía ganas de hacer, pero si entraba algún jefe y lo veían ahí parado, haciéndose tonto, se metería en problemas, mejor entró a donde había un w.c. desocupado, se bajó los pantalones y se sentó en la taza. ¡Qué sensación más horrible! Ahí, sentado, con el trasero al aire, sin hacer del baño, y dejando pasar los minutos, uno tras otro, apresurados, con tensión, igual que los pensamientos que atiborraban y ahogaban su cabeza.

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