/ viernes 4 de octubre de 2019

Entrevista con el taxista

Punto al que lo lea

Abordé un taxi cuando me dirigía a impartir una sesión de un taller de dramaturgia. Al señor ciudadano, conductor del flamante vehículo, se le ocurrió preguntarme: “¿Y para qué va usted al Helénico? ¿Es artista?”. Guardé un breve y reflexivo silencio, mientras buscaba una réplica apropiada: ¿Qué le contesto? Si le digo que soy actriz, me va a preguntar si he salido en la tele, si le digo que soy directora, me va a preguntar por mis películas. Opté por ofrecer una respuesta parca y parcial, pero honesta: “Soy dramaturga”, para qué soltar una retahíla de minucias curriculares, “escribo teatro”, aclaré, por si el término había resultado oscuro. Pensé entonces que el señor ciudadano iba a comenzar a proferir consideraciones protocolarias (como: “¡Qué bonito es el teatro! Es una lástima tanta falta de cultura que tenemos los mexicanos, que casi no vamos a las obras y no las sabemos apreciar.”). Pero en lugar de eso, don taxista inquirió con agudeza: “¿Escribe para las masas que se ríen o para los pocos que piensan?”. De entrada, la dicotomía me sorprendió. La distinción entre élite intelectual y vulgo no suele salir a flote en conversaciones intrascendentes de este tipo. “Usted a qué grupo pertenece”, reviré con pericia. Él contestó: “Yo lloro mucho, porque me doy cuenta de todo, pero no puedo hacer nada. Por eso prefiero ser de los que se ríen en el teatro de los tontos. Los que hacen teatro para los que piensan, piensan que piensan y nos quieren echar en cara que nosotros no pensamos, por eso me caen gordos. Cuando hablen de algo que me importa y me hagan reír y llorar y pensar al mismo tiempo, entonces voy a estar de veras contento y hasta me voy a volver actor.” El soliloquio se extendió a lo largo de todo el trayecto. El taxista dominaba el volante y la crítica teatral, manoteaba con vehemencia. Me preguntó mi nombre antes de que me bajara. Me aseguró que iba a buscarme en la cartelera.

Espectadores de teatro

Por más que quise dejar atrás el episodio, ese espectador decepcionado me hizo reflexionar sobre este leit motiv que tanto nos pesa: ¿Será que la oferta teatral mexicana está realmente tan polarizada? ¿Que por un lado está el espectáculo vacuo y complaciente y por otro el onanismo pseudo-intelectual? Creo que así era hace algunos años, pero no ahora. Se han empezado a romper los estigmas y a disolver las etiquetas, está haciéndose mucho teatro, en espacios alternativos y de formas insospechadas. Pero es importante hacer partícipes de esta renovación teatral a los espectadores, a quienes debemos conducir para que descubran la variedad inmensa de propuestas que están surgiendo. Hace años, la teoría anquilosó los métodos de creación escénica, los “sabios” dogmatizaron y reglamentaron, muchos discípulos se encasquetaron las armaduras impuestas por las vacas sagradas y aun hoy combaten con sus viejas estrategias, pero hoy vemos rebelarse a unos cuantos melindrosos e irreverentes que se hacen preguntas, que entran a la escena para descubrir, en carne y alma, verdades auténticas a través de la experiencia personalísima e íntima. Evidentemente, hoy también encontramos por doquier falsos profetas del teatro que recrean montajes vacíos envueltos en carcasas pseudo intelectuales, escritores que se suman a las modas y escriben historias sin sustancia, supuestos revolucionarios que se dedican a amonestar al público con peroratas didácticas, actores que no sienten ni piensan sobre la escena. Es necesario encontrar un equilibrio entre la tradición y las necesidades contemporáneas. Lo cierto es que el teatro, el verdadero teatro, es poderoso y verdadero, acaba por abrirse paso en cualquier circunstancia espacio-temporal. Renacimiento y revolución son imprescindibles para que cíclicamente se refresque un arte tan genuino, poderoso y revelador como el nuestro. La obsesión por la vanguardia, que estuvo tan de moda, ya no debe preocuparnos, creo que ahora (como en otros tiempos) lo primordial debe ser dotar de espíritu, carne e intelecto a cada palabra y movimiento que se esgrima en un escenario. ¿Cómo me parece viable que esto ocurra? Formando compañías profesionales independientes, abriendo espacios alternativos, aprendiendo de la tradición mientras se flexibilizan las metodologías, dialogando constantemente, haciendo teatro en todos los recovecos para que el público sepa que hay algo más que la ya conocida cartelera. Bienvenidos todos aquellos que estén buscando interlocución, espacios de creación y difusión. Además de las becas y los premios (eficaces catapultas profesionales) existe la opción de formarse e informarse hablando con otros creadores que nos emocionan. En el teatro no debe haber barreras jerárquicas, pues nos entregamos todos a un mismo propósito y pasión. Señor taxista, sea también bienvenido, podemos hacerlo reír, llorar y pensar al mismo tiempo.

Abordé un taxi cuando me dirigía a impartir una sesión de un taller de dramaturgia. Al señor ciudadano, conductor del flamante vehículo, se le ocurrió preguntarme: “¿Y para qué va usted al Helénico? ¿Es artista?”. Guardé un breve y reflexivo silencio, mientras buscaba una réplica apropiada: ¿Qué le contesto? Si le digo que soy actriz, me va a preguntar si he salido en la tele, si le digo que soy directora, me va a preguntar por mis películas. Opté por ofrecer una respuesta parca y parcial, pero honesta: “Soy dramaturga”, para qué soltar una retahíla de minucias curriculares, “escribo teatro”, aclaré, por si el término había resultado oscuro. Pensé entonces que el señor ciudadano iba a comenzar a proferir consideraciones protocolarias (como: “¡Qué bonito es el teatro! Es una lástima tanta falta de cultura que tenemos los mexicanos, que casi no vamos a las obras y no las sabemos apreciar.”). Pero en lugar de eso, don taxista inquirió con agudeza: “¿Escribe para las masas que se ríen o para los pocos que piensan?”. De entrada, la dicotomía me sorprendió. La distinción entre élite intelectual y vulgo no suele salir a flote en conversaciones intrascendentes de este tipo. “Usted a qué grupo pertenece”, reviré con pericia. Él contestó: “Yo lloro mucho, porque me doy cuenta de todo, pero no puedo hacer nada. Por eso prefiero ser de los que se ríen en el teatro de los tontos. Los que hacen teatro para los que piensan, piensan que piensan y nos quieren echar en cara que nosotros no pensamos, por eso me caen gordos. Cuando hablen de algo que me importa y me hagan reír y llorar y pensar al mismo tiempo, entonces voy a estar de veras contento y hasta me voy a volver actor.” El soliloquio se extendió a lo largo de todo el trayecto. El taxista dominaba el volante y la crítica teatral, manoteaba con vehemencia. Me preguntó mi nombre antes de que me bajara. Me aseguró que iba a buscarme en la cartelera.

Espectadores de teatro

Por más que quise dejar atrás el episodio, ese espectador decepcionado me hizo reflexionar sobre este leit motiv que tanto nos pesa: ¿Será que la oferta teatral mexicana está realmente tan polarizada? ¿Que por un lado está el espectáculo vacuo y complaciente y por otro el onanismo pseudo-intelectual? Creo que así era hace algunos años, pero no ahora. Se han empezado a romper los estigmas y a disolver las etiquetas, está haciéndose mucho teatro, en espacios alternativos y de formas insospechadas. Pero es importante hacer partícipes de esta renovación teatral a los espectadores, a quienes debemos conducir para que descubran la variedad inmensa de propuestas que están surgiendo. Hace años, la teoría anquilosó los métodos de creación escénica, los “sabios” dogmatizaron y reglamentaron, muchos discípulos se encasquetaron las armaduras impuestas por las vacas sagradas y aun hoy combaten con sus viejas estrategias, pero hoy vemos rebelarse a unos cuantos melindrosos e irreverentes que se hacen preguntas, que entran a la escena para descubrir, en carne y alma, verdades auténticas a través de la experiencia personalísima e íntima. Evidentemente, hoy también encontramos por doquier falsos profetas del teatro que recrean montajes vacíos envueltos en carcasas pseudo intelectuales, escritores que se suman a las modas y escriben historias sin sustancia, supuestos revolucionarios que se dedican a amonestar al público con peroratas didácticas, actores que no sienten ni piensan sobre la escena. Es necesario encontrar un equilibrio entre la tradición y las necesidades contemporáneas. Lo cierto es que el teatro, el verdadero teatro, es poderoso y verdadero, acaba por abrirse paso en cualquier circunstancia espacio-temporal. Renacimiento y revolución son imprescindibles para que cíclicamente se refresque un arte tan genuino, poderoso y revelador como el nuestro. La obsesión por la vanguardia, que estuvo tan de moda, ya no debe preocuparnos, creo que ahora (como en otros tiempos) lo primordial debe ser dotar de espíritu, carne e intelecto a cada palabra y movimiento que se esgrima en un escenario. ¿Cómo me parece viable que esto ocurra? Formando compañías profesionales independientes, abriendo espacios alternativos, aprendiendo de la tradición mientras se flexibilizan las metodologías, dialogando constantemente, haciendo teatro en todos los recovecos para que el público sepa que hay algo más que la ya conocida cartelera. Bienvenidos todos aquellos que estén buscando interlocución, espacios de creación y difusión. Además de las becas y los premios (eficaces catapultas profesionales) existe la opción de formarse e informarse hablando con otros creadores que nos emocionan. En el teatro no debe haber barreras jerárquicas, pues nos entregamos todos a un mismo propósito y pasión. Señor taxista, sea también bienvenido, podemos hacerlo reír, llorar y pensar al mismo tiempo.

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