/ viernes 29 de mayo de 2020

¿Existe el teatro virtual?

Punto al que lo lea

No. Esa es la respuesta más directa (personalísima y subjetiva) que puedo ofrecer ante esta pregunta que ha suscitado un sinfín de disputas en las redes sociales. Muchos actores, en aras de espabilar su creatividad y buscar alternativas que les permitan mantenerse en la mira de los espectadores (además de conseguir unos cuantos pesos para sobrevivir), han empezado a filmar soliloquios, obras de teatro, lecturas dramatizadas, canciones y ocurrencias ingeniosas. Yo misma escribí al hilo veinte monólogos breves que hice llegar a algunos colegas para que los representaran en tiempo real, a distancia, frente a un solo espectador.

¿Qué está pasando, en estos tiempos de confinamiento restrictivo, con los actores, los directores, los escenógrafos, los dramaturgos y demás homus teatralibus (si se me permite la licencia poética pseudo latina)? Nos estamos preguntando si la voracidad tecnológica y el pánico generalizado no acabarán por extinguir las artes vivas. Pero, al mismo tiempo, en nuestro fuero interno, pensamos que es imposible que el teatro desaparezca, porque, quien ha comprobado la atracción que ejerce un cuerpo expresivo sobre la mirada humana, sabe que sólo basta con salir a atrapar de alguna manera la atención del viandante para que este caiga en la amable red de la ficción presencial. Para eso, por supuesto, se necesita un espacio común donde los dos cuerpos, el del actor y el del espectador, se encuentren; por eso es que se vuelve tan preocupante que nos arrebaten la vía pública, la calle, la ruta de acceso que conduce a los santuarios de la ensoñación que son los teatros. Las personas, atemorizadas, están recurriendo a la tecnología para trabajar, mantenerse en contacto con sus familiares, divertirse y desfogarse creativamente; esta etapa se nos quedará severamente grabada en el inconsciente, por lo que, como si hubiéramos atravesado por una guerra, empezaremos a pensar que lo único que puede brindarnos cierta tranquilidad es la habilitación de dispositivos electrónicos que permanezcan constantemente conectados a internet. Esa es una realidad en la que, sin previo aviso, nos zambulleron las circunstancias. Y con tal de mantener con vida el teatro hemos caído en el embrujo del ciberespacio, pero creo que, una vez que amaine la etapa más desconcertante y terrorífica de esta transmutación sociopolítica y cultural, debemos pelear por la tradición teatral y su triada mágica: ESPONTANEIDAD, JUEGO Y ESPACIO FÍSICO. Si falta uno de esos tres ingredientes, deshumanizaremos un arte que se basa, primordial y precisamente, en la indagación de lo que nos define como seres humanos.

¿Puede Hamlet estremecer a la audiencia con una pantalla de por medio? Si se trata de una película, puede ser que sí, pero el cine pertenece por completo a otro lenguaje; aunque puedan tener un origen común, la cámara y la escena se fueron separando radicalmente. Pensar que el teatro filmado se acerca al cine es tan descabellado como creer que, si hablo en la boca de una botella y la cierro rápidamente, podré guardar las palabras que vertí en ella. El teatro depende del instante, no está estrictamente determinado por la mirada del director ni del fotógrafo, quienes, en el cine, eligen el foco de atención del espectador y la orientan estética y conceptualmente. A lo largo de muchas décadas, los cineastas y los teóricos de la imagen han establecido preceptos y parámetros visuales y sonoros que han afianzado la creación de los universos fílmicos. El teatro, a su vez, se ha cimentado en las posibilidades artísticas que confiere el hecho de que los intérpretes y los espectadores comparten siempre un mismo espacio. Si vemos a alguien gritar en una película, dependerá mucho del encuadre que el director elija para que la imagen produzca un efecto escalofriante. En el caso del teatro, la actriz, al gritar, apelará a la empatía que produce el hecho de percibir, física y tangiblemente, el sufrimiento ajeno. Cuando, como actores teatrales, intentamos utilizar frente a la cámara el lenguaje de la empatía presencial, estamos pasando por alto todos los conocimientos relativos al campo de la expresión visual, cuyos imaginarios se construyen a partir de elementos que le son propios al lenguaje fílmico y que requieren de una pericia técnica distinta a la que dominamos quienes nos dedicamos a la escena.

Una vez que una obra de teatro se ha echado a andar, el espectador depositará su atención en donde le plazca, él elegirá sus propios encuadres, y esa libertad tan amplia generará otra clase de reflexiones y experiencias, distintas a las que evocan las películas, los videos editados profesionalmente o las grabaciones informales. El foco, en el teatro, depende de las pausas, de la enunciación, de los movimientos, del uso de los objetos, de la luz, de la música, de la oscuridad. Y todos estos elementos operan sensorialmente, inciden en el espectador a través de su cuerpo, de todas sus capacidades perceptivas. Las fotografías de las personas que amamos no podrán suplir nunca un abrazo. Mientras menos experiencias acumulemos en nuestra piel, más nos insensibilizaremos ante el teatro, eso es cierto, por ello, los artistas escénicos no sólo debemos apelar a que la gente recupere los espacios teatrales, sino que debemos pelear por que no se apague en los seres humanos el deseo de viajar, de bailar, de explorar, de abrazar, de caminar debajo de la lluvia, de jugar en el parque, de acariciar a un perro, de pelear, de asistir a conciertos, de visitar museos, de tatuar en el alma un caudal infinito de recuerdos amables y dolorosos. Sólo con la experiencia impregnada en el cuerpo, el espectador puede sentir en carne propia el pathos del personaje. La pasividad de las pantallas nos puede convertir en apáticos consumidores de tiempo y bienes materiales. En esa fijación capitalista sí que existe un peligro para el teatro.

UN POCO DE CATASTROFISMO DISTÓPICO

Leí un artículo (¿Por qué hay que prohibir que nos manipulen el cerebro antes de que sea posible?), publicado en El País, en el que se habla sobre la inminente llegada del “neurocontrol”. Las distopías concebidas por los más audaces escritores de ciencia ficción ya están avasallándonos en la realidad. En los laboratorios es posible estimular las neuronas de los ratones para que ejecuten una acción determinada. También, mediante unos dispositivos, los científicos han logrado descifrar ciertas palabras en las que los voluntarios están pensando durante un experimento determinado. Incluso es posible medir el grado de concentración de los estudiantes. Pronto, quienes puedan costear las mejoras cerebrales, ampliarán sus capacidades intelectuales al conectarse directamente a las computadoras. Nuestros pensamientos son el último reducto de intimidad con el que contamos, si la tecnología logra invadirlos y controlarlos, habremos perdido por completo nuestra identidad. Las artes vivas, libres por completo de la intermediación tecnológica, jamás buscarán manipular los pensamientos de los espectadores, quienes podrán guardar para sí las reflexiones y opiniones que surjan durante y después de presenciar un montaje escénico. Cuando presentamos monólogos a través de las plataformas tecnológicas, de alguna manera nos volvemos partícipes del control mediático, de la reducción de la experiencia, de la alienación del espacio público, de la aprobación tácita que concedemos para que los intereses capitalistas determinen el rumbo de nuestras vidas. Esto, de ninguna manera, demerita el esfuerzo y la inteligencia creativa con la que actores, dramaturgos y directores están haciéndole frente al confinamiento, simplemente pone en evidencia que existen ciertos puntos inconciliables entre discursos que, por naturaleza, divergen.

Por todo eso, creo que no existe el teatro virtual y que las exploraciones que tanto mis colegas como yo misma hemos emprendido durante la contingencia sirven para mantener los ánimos en alto y prepararnos para volver a habitar la escena, mágica, seductora e irremplazable.

No. Esa es la respuesta más directa (personalísima y subjetiva) que puedo ofrecer ante esta pregunta que ha suscitado un sinfín de disputas en las redes sociales. Muchos actores, en aras de espabilar su creatividad y buscar alternativas que les permitan mantenerse en la mira de los espectadores (además de conseguir unos cuantos pesos para sobrevivir), han empezado a filmar soliloquios, obras de teatro, lecturas dramatizadas, canciones y ocurrencias ingeniosas. Yo misma escribí al hilo veinte monólogos breves que hice llegar a algunos colegas para que los representaran en tiempo real, a distancia, frente a un solo espectador.

¿Qué está pasando, en estos tiempos de confinamiento restrictivo, con los actores, los directores, los escenógrafos, los dramaturgos y demás homus teatralibus (si se me permite la licencia poética pseudo latina)? Nos estamos preguntando si la voracidad tecnológica y el pánico generalizado no acabarán por extinguir las artes vivas. Pero, al mismo tiempo, en nuestro fuero interno, pensamos que es imposible que el teatro desaparezca, porque, quien ha comprobado la atracción que ejerce un cuerpo expresivo sobre la mirada humana, sabe que sólo basta con salir a atrapar de alguna manera la atención del viandante para que este caiga en la amable red de la ficción presencial. Para eso, por supuesto, se necesita un espacio común donde los dos cuerpos, el del actor y el del espectador, se encuentren; por eso es que se vuelve tan preocupante que nos arrebaten la vía pública, la calle, la ruta de acceso que conduce a los santuarios de la ensoñación que son los teatros. Las personas, atemorizadas, están recurriendo a la tecnología para trabajar, mantenerse en contacto con sus familiares, divertirse y desfogarse creativamente; esta etapa se nos quedará severamente grabada en el inconsciente, por lo que, como si hubiéramos atravesado por una guerra, empezaremos a pensar que lo único que puede brindarnos cierta tranquilidad es la habilitación de dispositivos electrónicos que permanezcan constantemente conectados a internet. Esa es una realidad en la que, sin previo aviso, nos zambulleron las circunstancias. Y con tal de mantener con vida el teatro hemos caído en el embrujo del ciberespacio, pero creo que, una vez que amaine la etapa más desconcertante y terrorífica de esta transmutación sociopolítica y cultural, debemos pelear por la tradición teatral y su triada mágica: ESPONTANEIDAD, JUEGO Y ESPACIO FÍSICO. Si falta uno de esos tres ingredientes, deshumanizaremos un arte que se basa, primordial y precisamente, en la indagación de lo que nos define como seres humanos.

¿Puede Hamlet estremecer a la audiencia con una pantalla de por medio? Si se trata de una película, puede ser que sí, pero el cine pertenece por completo a otro lenguaje; aunque puedan tener un origen común, la cámara y la escena se fueron separando radicalmente. Pensar que el teatro filmado se acerca al cine es tan descabellado como creer que, si hablo en la boca de una botella y la cierro rápidamente, podré guardar las palabras que vertí en ella. El teatro depende del instante, no está estrictamente determinado por la mirada del director ni del fotógrafo, quienes, en el cine, eligen el foco de atención del espectador y la orientan estética y conceptualmente. A lo largo de muchas décadas, los cineastas y los teóricos de la imagen han establecido preceptos y parámetros visuales y sonoros que han afianzado la creación de los universos fílmicos. El teatro, a su vez, se ha cimentado en las posibilidades artísticas que confiere el hecho de que los intérpretes y los espectadores comparten siempre un mismo espacio. Si vemos a alguien gritar en una película, dependerá mucho del encuadre que el director elija para que la imagen produzca un efecto escalofriante. En el caso del teatro, la actriz, al gritar, apelará a la empatía que produce el hecho de percibir, física y tangiblemente, el sufrimiento ajeno. Cuando, como actores teatrales, intentamos utilizar frente a la cámara el lenguaje de la empatía presencial, estamos pasando por alto todos los conocimientos relativos al campo de la expresión visual, cuyos imaginarios se construyen a partir de elementos que le son propios al lenguaje fílmico y que requieren de una pericia técnica distinta a la que dominamos quienes nos dedicamos a la escena.

Una vez que una obra de teatro se ha echado a andar, el espectador depositará su atención en donde le plazca, él elegirá sus propios encuadres, y esa libertad tan amplia generará otra clase de reflexiones y experiencias, distintas a las que evocan las películas, los videos editados profesionalmente o las grabaciones informales. El foco, en el teatro, depende de las pausas, de la enunciación, de los movimientos, del uso de los objetos, de la luz, de la música, de la oscuridad. Y todos estos elementos operan sensorialmente, inciden en el espectador a través de su cuerpo, de todas sus capacidades perceptivas. Las fotografías de las personas que amamos no podrán suplir nunca un abrazo. Mientras menos experiencias acumulemos en nuestra piel, más nos insensibilizaremos ante el teatro, eso es cierto, por ello, los artistas escénicos no sólo debemos apelar a que la gente recupere los espacios teatrales, sino que debemos pelear por que no se apague en los seres humanos el deseo de viajar, de bailar, de explorar, de abrazar, de caminar debajo de la lluvia, de jugar en el parque, de acariciar a un perro, de pelear, de asistir a conciertos, de visitar museos, de tatuar en el alma un caudal infinito de recuerdos amables y dolorosos. Sólo con la experiencia impregnada en el cuerpo, el espectador puede sentir en carne propia el pathos del personaje. La pasividad de las pantallas nos puede convertir en apáticos consumidores de tiempo y bienes materiales. En esa fijación capitalista sí que existe un peligro para el teatro.

UN POCO DE CATASTROFISMO DISTÓPICO

Leí un artículo (¿Por qué hay que prohibir que nos manipulen el cerebro antes de que sea posible?), publicado en El País, en el que se habla sobre la inminente llegada del “neurocontrol”. Las distopías concebidas por los más audaces escritores de ciencia ficción ya están avasallándonos en la realidad. En los laboratorios es posible estimular las neuronas de los ratones para que ejecuten una acción determinada. También, mediante unos dispositivos, los científicos han logrado descifrar ciertas palabras en las que los voluntarios están pensando durante un experimento determinado. Incluso es posible medir el grado de concentración de los estudiantes. Pronto, quienes puedan costear las mejoras cerebrales, ampliarán sus capacidades intelectuales al conectarse directamente a las computadoras. Nuestros pensamientos son el último reducto de intimidad con el que contamos, si la tecnología logra invadirlos y controlarlos, habremos perdido por completo nuestra identidad. Las artes vivas, libres por completo de la intermediación tecnológica, jamás buscarán manipular los pensamientos de los espectadores, quienes podrán guardar para sí las reflexiones y opiniones que surjan durante y después de presenciar un montaje escénico. Cuando presentamos monólogos a través de las plataformas tecnológicas, de alguna manera nos volvemos partícipes del control mediático, de la reducción de la experiencia, de la alienación del espacio público, de la aprobación tácita que concedemos para que los intereses capitalistas determinen el rumbo de nuestras vidas. Esto, de ninguna manera, demerita el esfuerzo y la inteligencia creativa con la que actores, dramaturgos y directores están haciéndole frente al confinamiento, simplemente pone en evidencia que existen ciertos puntos inconciliables entre discursos que, por naturaleza, divergen.

Por todo eso, creo que no existe el teatro virtual y que las exploraciones que tanto mis colegas como yo misma hemos emprendido durante la contingencia sirven para mantener los ánimos en alto y prepararnos para volver a habitar la escena, mágica, seductora e irremplazable.

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