/ viernes 19 de febrero de 2021

Éxito y fracaso

Punto al que lo lea

Hace algunos años, por extrañas razones, me hice acreedora a una que otra presea literaria que me permitió publicar algunas de mis obras dramáticas. Ver en mis manos el primer libro en el cual se le dio cabida a una de mis historias delirantes me conmovió hasta las lágrimas, pues soy una fetichista bibliófila que se afana en coleccionar pilas y pilas de libros de todos los tamaños, contenidos y procedencias. El hecho de que mis palabras se hubieran “materializado” en el papel y estuvieran listas para embarcarse hacia los libreros de cientos de lectores desconocidos, me dio la falsa sensación de que estaba “triunfando”. Algunos periódicos publicaron fotografías mías, en las que yo ostentaba una de esas sonrisotas de escritora modesta, pero en ascenso. La rachita de dos o tres obras “triunfadoras” despertó un moderadísimo entusiasmo entre mi gremio y un poco de curiosidad en el reducidísimo público que gusta de leer piezas teatrales. Hubo pulgares erguidos en las redes, también frases hechas, como “muy merecido” y “soy tu fan”. Embarrada de las mieles de esos pequeños “éxitos” releí mis obras con gusto y me dije secretamente: “parece ser que, después de todo, esta historia no es una mierda y que, además de mí y de los actores de mi compañía, otras personas la disfrutaron y la disfrutarán”.

Muy pronto los cinco gatos que se enteraron de mis “éxitos” se olvidaron de mí. Esos premios se convirtieron, principalmente, en méritos enlistados con el único propósito de engrosar el currículum. El CURRÍCULUM VITAE. Ese mamotreto fútil y banal del que, desgraciadamente, dependen trabajos importantes y apoyos artísticos bien remunerados. Además de sumarse a la lista de “premios y reconocimientos” que todo CURRÍCULUM VITAEEE debe compendiar, mis “triunfos” también dejaron un doloroso vacío, el recuerdo de las exultantes descargas de dopamina que me hicieron adicta a esa sustancia. Como usted, querido lector, se habrá enterado gracias al muy confiable Facebook y a sus honestos artículos científicos, la dopamina es ese neurotransmisor que controla los módulos cerebrales que registran el placer y la recompensa. Si a usted le ensartan en el muro un emoticón sonriente, la señorita dopamina se encarga de encender los fuegos artificiales en su cerebro. Imagínese lo que pasa con doscientos emoticones y una foto en el periódico. El caos “dopaminérgico”, señoras y señores.

Mi carrera se estabilizó relativamente, tanto como puede equilibrarse la vida laboral de una mujer que se dedica al teatro en México. Cuando surgían convocatorias de producción, yo desenfundaba el currículum y, esporádicamente, conseguía unos cuantos pesos para levantar algún proyecto con la compañía de teatro independiente a la que pertenezco. Aunque debe usted saber que la mayor parte de las veces trabajábamos (y aún lo hacemos) sin ninguna clase de apoyo: reutilizábamos la madera de las escenografías anteriores y apelábamos a la comprensión de la vestuarista y el iluminador, que se encomendaban a algún santo para solicitar el milagro de una taquilla rechoncha que permitiera cubrir sus honorarios antes de la función número cincuenta. Con todo y las dificultades, seguía sintiendo que nos protegía el aura del éxito.

Fantasía perversa

Pero, de pronto…de pronto… dejé de ganar premios. A pesar de haber enviado un cúmulo de veinte obras o más a todos los concursos del país, en cuatro años no ha mordido el anzuelo ningún jurado dictaminador. Curiosamente, en siete de los concursos en los que fui descartada, una misma académica de apellido eslavo ha formado parte del comité de selección. No revelo su nombre para que no se piense que siento animadversión hacia ella, simplemente fantaseo con la idea de sentarla en una silla incómoda y obligarla a escuchar mis obras completas durante diez horas, para pedirle después una retroalimentación debidamente sustentada. Sí. Por lo general, cuando perdemos, siempre nos quedamos con ganas de que nos digan por qué ganó aquel reverendo mediocre y se nos negó a nosotros el galardón. Cuando ganamos, creemos que se hizo justicia. Aunque de vez en cuando, y este es el caso peligroso que compromete nuestra salud mental, sentimos que nuestras habilidades se borraron como maquillaje bajo la tormenta y nos imaginamos que todo lo que alguna vez tuvimos de bueno y valioso se fue por el caño. Eso fue lo que empezó a pasarme.

Sentí que el fracaso me pisaba los talones y que me estaba sumando a las filas de la medianía, de la humanidad común y corriente, del conformismo y de la grisura. El fracaso, esa amenaza que las redes sociales nos recuerdan a cada momento; ese error trágico que no nos perdona el sistema; esa falta de valor y de coraje; esa carencia absoluta de habilidades especiales, de capacidades virtuosas, de visión original; el fracaso, pues, es un intruso que se cuela en nuestra casa cuando menos lo esperamos. Porque el instinto (y la publicidad) nos conmina a no esperarlo nunca, a no dejarnos vencer por la apatía. Cuando me di cuenta de que estaba cayendo en la trampa dialógica éxito-fracaso, me sentí ridícula. ¿Por qué permití que me atrapara esa fantasía perversa?

Me acosté en mi cama y me pregunté al estilo socrático: “¿y qué es el fracaso?” No es más que la mirada reprobatoria de una sociedad que no se sacia, que necesita encumbrar ídolos y, después de hacerlo, se inventa el cuento de que ese ídolo está ahí porque se lo merece. Se alaba con el deseo íntimo de recibir alabanzas en algún momento. Y no es que Mozart y Shakespeare no hayan tenido habilidades literarias deslumbrantes, el problema es que los han endiosado al grado de dejar de entenderlos; muchos prefieren un retrato de esos genios en la sala que una o dos horas de música o lectura. Mostrar que se venera al exitoso parece ser una clave para absorber sus poderes. Pero lo que pasa en realidad es que a Mozart y a Shakespeare, como a muchos otros artistas, se les ha despojado de sus mayores dotes, puesto que su obra ha sido opacada por sus nombres y sus biografías. Y cómo pesan esos figurones cuando nos comparamos con ellos. Por eso hay que dejar de compararnos ¿Por qué me importa tanto lo que la eslava piense de mis obras? ¿Por qué le dejo a ella y a los otros jurados la decisión sobre mi valía como persona o como escritora? ¿Escribo para ser exitosa o porque necesito desesperadamente compartir con otros mis querellas, deseos, miedos? Escribo porque creo que la aflicción sólo se cura con ficción y que necesitamos crear territorios teatrales y literarios en los que podamos refugiarnos de la realidad.

Foto: EFE

Ruta fantasiosa

En la dura carrera por el éxito, la niña de cinco años que toca sonatas enteras nos aplasta el amor propio y nos hace sentir en decadencia. Y para contrarrestar la desazón y el vacío, infestamos de “logritos” las redes sociales. “Miren qué tiramisú me hizo mi esposo que me ama muchísimo, (a diferencia de todas las fracasadas solteronas que no tienen ni perro que les ladre)”; “Hoy me veo bien bonita, (no como las fracasadas que no se embadurnan crema)” “Me escapé al bosque para correr, (no como tú, fracasado que trabaja todo el día frente a su computadora y tiene más llantas que un tráiler)”. El fracaso es una ilusión comparativa. El éxito es una ruta fantasiosa hacia el dinero y la inmortalidad.

Y, acostada en mi cama, cuando terminé de filosofar, me reí mucho. La pandemia me ha aislado, como a todos, y esa falta de interlocución creativa potenció la sensación de que soy una bolsa de órganos sin oficio ni beneficio. Es muy distinto cuando estoy en escena, donde me siento viva, donde todo adquiere sentido por el simple hecho de compartir con otros los miles de mundos alternos que pueden aparecer al pronunciar una palabra o mover el cuerpo. No importa el reconocimiento, sino la plenitud del momento. Supongo que muchos de ustedes, queridos lectores, se dedican a profesiones muy distintas a la que yo ejerzo, pero es probable que en estas épocas en las que nos han sido negados placeres sencillos como platicar con los amigos en una cafetería, ustedes también hayan caído bajo el influjo engañoso del fracaso. No lo permitan. Se han ganado un lugar en este mundo y nadie, jamás, debe convencerlos de lo contrario. Somos lo que somos y no podemos ser más que lo que estamos siendo. Eso es suficiente. La vida humana era un suceso improbable, un juego de azar en el universo. Y, a pesar de todo, aquí estamos. Eso es todo un éxito.

Foto: EFE

Hace algunos años, por extrañas razones, me hice acreedora a una que otra presea literaria que me permitió publicar algunas de mis obras dramáticas. Ver en mis manos el primer libro en el cual se le dio cabida a una de mis historias delirantes me conmovió hasta las lágrimas, pues soy una fetichista bibliófila que se afana en coleccionar pilas y pilas de libros de todos los tamaños, contenidos y procedencias. El hecho de que mis palabras se hubieran “materializado” en el papel y estuvieran listas para embarcarse hacia los libreros de cientos de lectores desconocidos, me dio la falsa sensación de que estaba “triunfando”. Algunos periódicos publicaron fotografías mías, en las que yo ostentaba una de esas sonrisotas de escritora modesta, pero en ascenso. La rachita de dos o tres obras “triunfadoras” despertó un moderadísimo entusiasmo entre mi gremio y un poco de curiosidad en el reducidísimo público que gusta de leer piezas teatrales. Hubo pulgares erguidos en las redes, también frases hechas, como “muy merecido” y “soy tu fan”. Embarrada de las mieles de esos pequeños “éxitos” releí mis obras con gusto y me dije secretamente: “parece ser que, después de todo, esta historia no es una mierda y que, además de mí y de los actores de mi compañía, otras personas la disfrutaron y la disfrutarán”.

Muy pronto los cinco gatos que se enteraron de mis “éxitos” se olvidaron de mí. Esos premios se convirtieron, principalmente, en méritos enlistados con el único propósito de engrosar el currículum. El CURRÍCULUM VITAE. Ese mamotreto fútil y banal del que, desgraciadamente, dependen trabajos importantes y apoyos artísticos bien remunerados. Además de sumarse a la lista de “premios y reconocimientos” que todo CURRÍCULUM VITAEEE debe compendiar, mis “triunfos” también dejaron un doloroso vacío, el recuerdo de las exultantes descargas de dopamina que me hicieron adicta a esa sustancia. Como usted, querido lector, se habrá enterado gracias al muy confiable Facebook y a sus honestos artículos científicos, la dopamina es ese neurotransmisor que controla los módulos cerebrales que registran el placer y la recompensa. Si a usted le ensartan en el muro un emoticón sonriente, la señorita dopamina se encarga de encender los fuegos artificiales en su cerebro. Imagínese lo que pasa con doscientos emoticones y una foto en el periódico. El caos “dopaminérgico”, señoras y señores.

Mi carrera se estabilizó relativamente, tanto como puede equilibrarse la vida laboral de una mujer que se dedica al teatro en México. Cuando surgían convocatorias de producción, yo desenfundaba el currículum y, esporádicamente, conseguía unos cuantos pesos para levantar algún proyecto con la compañía de teatro independiente a la que pertenezco. Aunque debe usted saber que la mayor parte de las veces trabajábamos (y aún lo hacemos) sin ninguna clase de apoyo: reutilizábamos la madera de las escenografías anteriores y apelábamos a la comprensión de la vestuarista y el iluminador, que se encomendaban a algún santo para solicitar el milagro de una taquilla rechoncha que permitiera cubrir sus honorarios antes de la función número cincuenta. Con todo y las dificultades, seguía sintiendo que nos protegía el aura del éxito.

Fantasía perversa

Pero, de pronto…de pronto… dejé de ganar premios. A pesar de haber enviado un cúmulo de veinte obras o más a todos los concursos del país, en cuatro años no ha mordido el anzuelo ningún jurado dictaminador. Curiosamente, en siete de los concursos en los que fui descartada, una misma académica de apellido eslavo ha formado parte del comité de selección. No revelo su nombre para que no se piense que siento animadversión hacia ella, simplemente fantaseo con la idea de sentarla en una silla incómoda y obligarla a escuchar mis obras completas durante diez horas, para pedirle después una retroalimentación debidamente sustentada. Sí. Por lo general, cuando perdemos, siempre nos quedamos con ganas de que nos digan por qué ganó aquel reverendo mediocre y se nos negó a nosotros el galardón. Cuando ganamos, creemos que se hizo justicia. Aunque de vez en cuando, y este es el caso peligroso que compromete nuestra salud mental, sentimos que nuestras habilidades se borraron como maquillaje bajo la tormenta y nos imaginamos que todo lo que alguna vez tuvimos de bueno y valioso se fue por el caño. Eso fue lo que empezó a pasarme.

Sentí que el fracaso me pisaba los talones y que me estaba sumando a las filas de la medianía, de la humanidad común y corriente, del conformismo y de la grisura. El fracaso, esa amenaza que las redes sociales nos recuerdan a cada momento; ese error trágico que no nos perdona el sistema; esa falta de valor y de coraje; esa carencia absoluta de habilidades especiales, de capacidades virtuosas, de visión original; el fracaso, pues, es un intruso que se cuela en nuestra casa cuando menos lo esperamos. Porque el instinto (y la publicidad) nos conmina a no esperarlo nunca, a no dejarnos vencer por la apatía. Cuando me di cuenta de que estaba cayendo en la trampa dialógica éxito-fracaso, me sentí ridícula. ¿Por qué permití que me atrapara esa fantasía perversa?

Me acosté en mi cama y me pregunté al estilo socrático: “¿y qué es el fracaso?” No es más que la mirada reprobatoria de una sociedad que no se sacia, que necesita encumbrar ídolos y, después de hacerlo, se inventa el cuento de que ese ídolo está ahí porque se lo merece. Se alaba con el deseo íntimo de recibir alabanzas en algún momento. Y no es que Mozart y Shakespeare no hayan tenido habilidades literarias deslumbrantes, el problema es que los han endiosado al grado de dejar de entenderlos; muchos prefieren un retrato de esos genios en la sala que una o dos horas de música o lectura. Mostrar que se venera al exitoso parece ser una clave para absorber sus poderes. Pero lo que pasa en realidad es que a Mozart y a Shakespeare, como a muchos otros artistas, se les ha despojado de sus mayores dotes, puesto que su obra ha sido opacada por sus nombres y sus biografías. Y cómo pesan esos figurones cuando nos comparamos con ellos. Por eso hay que dejar de compararnos ¿Por qué me importa tanto lo que la eslava piense de mis obras? ¿Por qué le dejo a ella y a los otros jurados la decisión sobre mi valía como persona o como escritora? ¿Escribo para ser exitosa o porque necesito desesperadamente compartir con otros mis querellas, deseos, miedos? Escribo porque creo que la aflicción sólo se cura con ficción y que necesitamos crear territorios teatrales y literarios en los que podamos refugiarnos de la realidad.

Foto: EFE

Ruta fantasiosa

En la dura carrera por el éxito, la niña de cinco años que toca sonatas enteras nos aplasta el amor propio y nos hace sentir en decadencia. Y para contrarrestar la desazón y el vacío, infestamos de “logritos” las redes sociales. “Miren qué tiramisú me hizo mi esposo que me ama muchísimo, (a diferencia de todas las fracasadas solteronas que no tienen ni perro que les ladre)”; “Hoy me veo bien bonita, (no como las fracasadas que no se embadurnan crema)” “Me escapé al bosque para correr, (no como tú, fracasado que trabaja todo el día frente a su computadora y tiene más llantas que un tráiler)”. El fracaso es una ilusión comparativa. El éxito es una ruta fantasiosa hacia el dinero y la inmortalidad.

Y, acostada en mi cama, cuando terminé de filosofar, me reí mucho. La pandemia me ha aislado, como a todos, y esa falta de interlocución creativa potenció la sensación de que soy una bolsa de órganos sin oficio ni beneficio. Es muy distinto cuando estoy en escena, donde me siento viva, donde todo adquiere sentido por el simple hecho de compartir con otros los miles de mundos alternos que pueden aparecer al pronunciar una palabra o mover el cuerpo. No importa el reconocimiento, sino la plenitud del momento. Supongo que muchos de ustedes, queridos lectores, se dedican a profesiones muy distintas a la que yo ejerzo, pero es probable que en estas épocas en las que nos han sido negados placeres sencillos como platicar con los amigos en una cafetería, ustedes también hayan caído bajo el influjo engañoso del fracaso. No lo permitan. Se han ganado un lugar en este mundo y nadie, jamás, debe convencerlos de lo contrario. Somos lo que somos y no podemos ser más que lo que estamos siendo. Eso es suficiente. La vida humana era un suceso improbable, un juego de azar en el universo. Y, a pesar de todo, aquí estamos. Eso es todo un éxito.

Foto: EFE

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