/ viernes 19 de marzo de 2021

Fácil viene, fácil se va

Punto al que lo lea

Aquí les va un cuento inspirado en uno de los personajes queretanos reales que se compendian en “La utópica antropología de Desiderio Rampante”, el libro que un tenaz y docto anciano le dedicó a los parias que deambulan por las calles de esta egregia ciudad colonial.

Turbia Malacara regenteaba un inofensivo congal en los linderos del centro histórico. Procuraba ser una madrota comprensiva y, de vez en cuando, hasta se permitía escuchar las penas de las chamacas más sensibles, a las que de vez en cuando se les soltaban la lengua y los mocos. Después de faenas crudas, en las que las carnes de sus entenadas se llenaban de moretones, Turbia les llevaba tisanas calientes y les palmeaba la espalda repitiendo el consabido y reconfortante mantra “Ya, ya, ya pasó”. Su ascenso al poder no fue previsto por nadie; ella, por mera casualidad, había resultado ser la única heredera de una anciana pudiente. La millonaria, poco antes de morir, se enteró de que Turbia era la hija bastarda de uno de sus hermanos más queridos, por lo que se sintió en la obligación de legarle una antigua casona. Turbia no hizo remilgos y aceptó de buena gana los parabienes que le mandaba el cielo. Abrió un hotel, decente, en regla, pero cuando una damisela noctívaga empezó a rentarle consuetudinariamente una de las habitaciones y ambas hicieron buenas migas, entre dimes y diretes acabaron fraguando el nuevo perfil del negocio. La noctívaga en cuestión, apodada La Ñora, se las apañaba siempre para encontrar mujeres desvalidas que, con menos ganas que necesidad, acababan aceptando la oferta de trabajo. Y así fue como, entre el destino y las artimañas engatusadoras de La Ñora, Turbia Malacara acabó siendo la madrota del burdel Alcurnia, nombre con el que se dio de alta el hotel que primeramente inauguró la propietaria.

Antes de convertirse en empresaria, Turbia se dedicaba a limpiar las malas vibras de las casas. No podía quejarse, siempre había clientes. Su padre, aquel que no la reconoció como legítima, había sido sacerdote. Turbia creía haber heredado las habilidades para hacer recular a los espíritus chocarreros. Su nombre real era Magda y su apellido, el de su madre, Náyade. “Para ser una mujer de éxito hace falta un nombre más rimbombante”, le dijo su socia antes de inaugurar el prostíbulo clandestino. Así fue como Magdita se convirtió en Turbia Malacara.

Una tarde, La Ñanga, la más vieja de las empleadas, tuvo un altercado violento con La Ñora.

A la mañana siguiente, mientras las dos mandamases del Alcurnia tomaban su café matinal y llenaban el Excel del día con egresos e ingresos, La Ñora dijo “Vamos a tener que coserle la boca a La Ñanga…o matarla, porque nos quiere echar encima a la justicia”.

Turbia pensó que era una amenaza tonta, pero cuando, por la tarde, llegaron dos orangutanes fornidos a la casona y entraron a la habitación de La Ñanga, todo adquirió un cariz distinto. Turbia se acercó a hurtadillas y pegó la oreja a la puerta. Lo que era de esperarse: susurros, llanto, súplicas desesperadas. La madrota agarró un candil decimonónico, que ya venía con la casa, e irrumpió en la habitación.

Abrió los ojos. Estaba toda manchada de sangre. La Ñanga le acariciaba la cara. ¿Dónde estaban? “Gracias, Magdita, me salvaste la vida, pero ahora vas a tener que largarte para que no te agarren y te maten. Perdón por arruinar tu negocio. Ahora esa zorra se va a quedar con todo. La habitación de este hotel ya está pagada. Saca pronto tu dinero del banco y vete del país. No te quieras convertir en justiciera”, le dijo La Ñanga antes de marcharse. Era un hotel bonito y fino. Magda Náyade ese día dejó de ser Turbia Malacara. Ni modo. Seguramente en Canadá también hay gente que necesita que le limpien la casa de malos espíritus.

Aquí les va un cuento inspirado en uno de los personajes queretanos reales que se compendian en “La utópica antropología de Desiderio Rampante”, el libro que un tenaz y docto anciano le dedicó a los parias que deambulan por las calles de esta egregia ciudad colonial.

Turbia Malacara regenteaba un inofensivo congal en los linderos del centro histórico. Procuraba ser una madrota comprensiva y, de vez en cuando, hasta se permitía escuchar las penas de las chamacas más sensibles, a las que de vez en cuando se les soltaban la lengua y los mocos. Después de faenas crudas, en las que las carnes de sus entenadas se llenaban de moretones, Turbia les llevaba tisanas calientes y les palmeaba la espalda repitiendo el consabido y reconfortante mantra “Ya, ya, ya pasó”. Su ascenso al poder no fue previsto por nadie; ella, por mera casualidad, había resultado ser la única heredera de una anciana pudiente. La millonaria, poco antes de morir, se enteró de que Turbia era la hija bastarda de uno de sus hermanos más queridos, por lo que se sintió en la obligación de legarle una antigua casona. Turbia no hizo remilgos y aceptó de buena gana los parabienes que le mandaba el cielo. Abrió un hotel, decente, en regla, pero cuando una damisela noctívaga empezó a rentarle consuetudinariamente una de las habitaciones y ambas hicieron buenas migas, entre dimes y diretes acabaron fraguando el nuevo perfil del negocio. La noctívaga en cuestión, apodada La Ñora, se las apañaba siempre para encontrar mujeres desvalidas que, con menos ganas que necesidad, acababan aceptando la oferta de trabajo. Y así fue como, entre el destino y las artimañas engatusadoras de La Ñora, Turbia Malacara acabó siendo la madrota del burdel Alcurnia, nombre con el que se dio de alta el hotel que primeramente inauguró la propietaria.

Antes de convertirse en empresaria, Turbia se dedicaba a limpiar las malas vibras de las casas. No podía quejarse, siempre había clientes. Su padre, aquel que no la reconoció como legítima, había sido sacerdote. Turbia creía haber heredado las habilidades para hacer recular a los espíritus chocarreros. Su nombre real era Magda y su apellido, el de su madre, Náyade. “Para ser una mujer de éxito hace falta un nombre más rimbombante”, le dijo su socia antes de inaugurar el prostíbulo clandestino. Así fue como Magdita se convirtió en Turbia Malacara.

Una tarde, La Ñanga, la más vieja de las empleadas, tuvo un altercado violento con La Ñora.

A la mañana siguiente, mientras las dos mandamases del Alcurnia tomaban su café matinal y llenaban el Excel del día con egresos e ingresos, La Ñora dijo “Vamos a tener que coserle la boca a La Ñanga…o matarla, porque nos quiere echar encima a la justicia”.

Turbia pensó que era una amenaza tonta, pero cuando, por la tarde, llegaron dos orangutanes fornidos a la casona y entraron a la habitación de La Ñanga, todo adquirió un cariz distinto. Turbia se acercó a hurtadillas y pegó la oreja a la puerta. Lo que era de esperarse: susurros, llanto, súplicas desesperadas. La madrota agarró un candil decimonónico, que ya venía con la casa, e irrumpió en la habitación.

Abrió los ojos. Estaba toda manchada de sangre. La Ñanga le acariciaba la cara. ¿Dónde estaban? “Gracias, Magdita, me salvaste la vida, pero ahora vas a tener que largarte para que no te agarren y te maten. Perdón por arruinar tu negocio. Ahora esa zorra se va a quedar con todo. La habitación de este hotel ya está pagada. Saca pronto tu dinero del banco y vete del país. No te quieras convertir en justiciera”, le dijo La Ñanga antes de marcharse. Era un hotel bonito y fino. Magda Náyade ese día dejó de ser Turbia Malacara. Ni modo. Seguramente en Canadá también hay gente que necesita que le limpien la casa de malos espíritus.

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