/ jueves 29 de julio de 2021

Fenomenología de la voz escrita | silencios de la literatura

Literatura y Filosofía

La literatura es cosa de todos los días, al menos de los días que parecen noches. Esos interminables días-noches en que las palabras parecen tener más materia que las ideas, fantasmas que se pierden en la apariencia de las cosas. Algunos, quizá más por influencia de Kafka que de Ovidio, le llaman metamorfosis; otros, fenomenología de las circunstancias. Circa, cerca, cerco… marasmo que entorna cualquier centro que parezca apodíctico. Esto que parece demasiado profundo, no es, sin embargo, una situación por demás difícil de entender. Se trata solamente de volver al sentido original de las cosas, como diría Husserl; sin embargo, para llegar a ese sentido, hay que considerar.

En primer lugar, que las cosas tienen un sentido progresivo de aprehensión, es decir, que se pueden captar desde diferentes enfoques y con distintos grados de captación. Esto nos lleva a considerar si dicha captación se da de manera progresiva y en sentido directo, ya que, de ser así, se concluiría que la realidad, al menos desde la voz que hace mella en la conciencia, es más profunda conforme se va haciendo aprehensión de ella. Además, que es algo dado y que, en ese sentido, solo es cuestión de avanzar en su conocimiento.

En segundo lugar, que la literatura es la expresión real de las cosas. En ese sentido, que a la palabra, como a la materialidad, se le puede captar como voz que hace —al menos— vértebra en el decir-que-es-ser. En otras palabras: que la palabra hace palabra…cada vez más profunda.

Si es así (imaginemos una palabra que se interioriza a sí misma y descubre que su ser no es sólo el ser que cree, sino un ser-siendo de voz no siempre captada por todos), entonces, la literatura crece en su forma referencial de la materia. Pero lo mismo sucedería con la materia: no podría ser sólo lo que es, sino lo que se diga de ella.

Lo anterior se vuelve, sin embargo, de un silencio gris, es decir, uno que obnubila el entendimiento fenomenológico, haciendo que el lector de literatura crea que lo que lee es una realidad presente a la vez que futura. Sólo es cuestión de grado de aprehensión, en ese sentido, habría que preguntarse quién ha leído definitivamente un texto.

La respuesta, lo sé, variará en la medida en que, inclusive, se tenga que definir, es decir acotar, el propio texto. Así, si es un poema se podrá decir que su extensión no es espacial, sino existencial; en cambio, si se trata de un cuento, se tendrá que precisar que no es narrativa, en todo caso se dirá que es un texto que comunica una realidad —digamos— leíble, a diferencia de la poesía, que tiende más a una realidad vivible. En este caso, como se puede apreciar, la lectura se abre a la experiencia del lector, más que a su propia extensión escriturística.

La cuestión es, siguiendo a Calderón de la Barca, en definir si es un sueño que se vuelve real, o es una realidad que se vive como sueño de voz. Porque la literatura puede ser todo, incluso literatura, siempre y cuando se le reconozca como tal, al momento de leerla. Es decir, desde un juicio a priori que permita saber que lo que se lee es —precisamente— literatura. Sin embargo, de ser así, hay que reconocer, por una parte, que existe una predisposición de la materialidad que se recorre con la mirada. Por otra parte, habrá que abrir el espectro de lo que significa tanto ser como leer. O bien, en todo caso, pensar en los vasos comunicantes que une a estas realidades.

Para salir (o hundirse más) de esta aporía, quizás convenga en regresar a la primera expresión de este artículo: La literatura es cosa de todos los días, al menos de los días que parecen noches. Es decir, es de la luz que se vuelve oscuridad cundo se le advierte como punta de lanza que abre paso en la multitud de fenómenos que impiden el paso a la profundidad de las palabras escritas.

El silencio, en este sentido, es un aliado de la voz. De hecho, ambos son inseparables: la voz abre, el silencio cierra; después, cuando la costumbre echa raíces, el silencio obliga a abrir de nuevo la voz. Y así, en un proceso interminable, aparece la imaginación que descubre al lector como asombro circular. Algo de esto sucede cuando se lee, o al menos de escucha lo que alguien lee. La cuestión es saber que al leer apenas si se toca la realidad.

Tal vez si la imaginación fuera materia, la palabra no sería alada; pero no, los linderos de la razón columbran la fragmentación de la voz. Cuando se lee literatura se tiene más que palabras; de hecho, quizá no se tiene nada. O bien, es una nada hecha de palabras que fingen ser todo. Así se teje el silencio de la página, con acercamientos no siempre claros, a través de vaivenes que juegan a no ser olas. Todo se reduce a la fenomenología de la voz escrita o bien, a los silencios de la literatura, es decir, a la existencia como provocación escrita. Después de todo, leer es una posibilidad infinita de ser y de no-ser.

La literatura es cosa de todos los días, al menos de los días que parecen noches. Esos interminables días-noches en que las palabras parecen tener más materia que las ideas, fantasmas que se pierden en la apariencia de las cosas. Algunos, quizá más por influencia de Kafka que de Ovidio, le llaman metamorfosis; otros, fenomenología de las circunstancias. Circa, cerca, cerco… marasmo que entorna cualquier centro que parezca apodíctico. Esto que parece demasiado profundo, no es, sin embargo, una situación por demás difícil de entender. Se trata solamente de volver al sentido original de las cosas, como diría Husserl; sin embargo, para llegar a ese sentido, hay que considerar.

En primer lugar, que las cosas tienen un sentido progresivo de aprehensión, es decir, que se pueden captar desde diferentes enfoques y con distintos grados de captación. Esto nos lleva a considerar si dicha captación se da de manera progresiva y en sentido directo, ya que, de ser así, se concluiría que la realidad, al menos desde la voz que hace mella en la conciencia, es más profunda conforme se va haciendo aprehensión de ella. Además, que es algo dado y que, en ese sentido, solo es cuestión de avanzar en su conocimiento.

En segundo lugar, que la literatura es la expresión real de las cosas. En ese sentido, que a la palabra, como a la materialidad, se le puede captar como voz que hace —al menos— vértebra en el decir-que-es-ser. En otras palabras: que la palabra hace palabra…cada vez más profunda.

Si es así (imaginemos una palabra que se interioriza a sí misma y descubre que su ser no es sólo el ser que cree, sino un ser-siendo de voz no siempre captada por todos), entonces, la literatura crece en su forma referencial de la materia. Pero lo mismo sucedería con la materia: no podría ser sólo lo que es, sino lo que se diga de ella.

Lo anterior se vuelve, sin embargo, de un silencio gris, es decir, uno que obnubila el entendimiento fenomenológico, haciendo que el lector de literatura crea que lo que lee es una realidad presente a la vez que futura. Sólo es cuestión de grado de aprehensión, en ese sentido, habría que preguntarse quién ha leído definitivamente un texto.

La respuesta, lo sé, variará en la medida en que, inclusive, se tenga que definir, es decir acotar, el propio texto. Así, si es un poema se podrá decir que su extensión no es espacial, sino existencial; en cambio, si se trata de un cuento, se tendrá que precisar que no es narrativa, en todo caso se dirá que es un texto que comunica una realidad —digamos— leíble, a diferencia de la poesía, que tiende más a una realidad vivible. En este caso, como se puede apreciar, la lectura se abre a la experiencia del lector, más que a su propia extensión escriturística.

La cuestión es, siguiendo a Calderón de la Barca, en definir si es un sueño que se vuelve real, o es una realidad que se vive como sueño de voz. Porque la literatura puede ser todo, incluso literatura, siempre y cuando se le reconozca como tal, al momento de leerla. Es decir, desde un juicio a priori que permita saber que lo que se lee es —precisamente— literatura. Sin embargo, de ser así, hay que reconocer, por una parte, que existe una predisposición de la materialidad que se recorre con la mirada. Por otra parte, habrá que abrir el espectro de lo que significa tanto ser como leer. O bien, en todo caso, pensar en los vasos comunicantes que une a estas realidades.

Para salir (o hundirse más) de esta aporía, quizás convenga en regresar a la primera expresión de este artículo: La literatura es cosa de todos los días, al menos de los días que parecen noches. Es decir, es de la luz que se vuelve oscuridad cundo se le advierte como punta de lanza que abre paso en la multitud de fenómenos que impiden el paso a la profundidad de las palabras escritas.

El silencio, en este sentido, es un aliado de la voz. De hecho, ambos son inseparables: la voz abre, el silencio cierra; después, cuando la costumbre echa raíces, el silencio obliga a abrir de nuevo la voz. Y así, en un proceso interminable, aparece la imaginación que descubre al lector como asombro circular. Algo de esto sucede cuando se lee, o al menos de escucha lo que alguien lee. La cuestión es saber que al leer apenas si se toca la realidad.

Tal vez si la imaginación fuera materia, la palabra no sería alada; pero no, los linderos de la razón columbran la fragmentación de la voz. Cuando se lee literatura se tiene más que palabras; de hecho, quizá no se tiene nada. O bien, es una nada hecha de palabras que fingen ser todo. Así se teje el silencio de la página, con acercamientos no siempre claros, a través de vaivenes que juegan a no ser olas. Todo se reduce a la fenomenología de la voz escrita o bien, a los silencios de la literatura, es decir, a la existencia como provocación escrita. Después de todo, leer es una posibilidad infinita de ser y de no-ser.

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